El periodismo literario de Gonzalo Suárez, aunque breve, no tiene nada que envidiar al de Tom Wolfe, Norman Mailer o Gay Talese. Años antes de que Wolfe acuñara el término “nuevo periodismo”, el escritor y cineasta español ya lo practicaba en Barcelona bajo el seudónimo de Martín Girard. Lo efímero de su carrera como escritor de periódicos —apenas ocho años—, su extensa obra cinematográfica y literaria, así como el sempiterno complejo de inferioridad del español, provocaron que su trabajo no haya sido considerado como se merece.
Gonzalo Suárez (Oviedo, 1934) llega al periodismo a los 34 años y de una manera accidental. Antes se había dedicado, entre otros muchos trabajos menores, al teatro, como autor y como actor; a la pintura, muy influido por los impresionistas; y al fútbol, como ojeador de jugadores para el mítico entrenador Helenio Herrera, segundo marido de su madre. Precisamente una entrevista con H. H., que no se prodigaba en los medios, le abre las puertas de la prensa. La exclusiva iba sin firmar y en la redacción le pidieron una firma. Improvisó una con el apellido de su mujer, Girard, y la sugerencia de un compañero de facultad de que Martín sería un buen nombre de periodista. Así nació Martín Girard.
En el prólogo de La suela de mis zapatos, Eduardo Mendoza escribe que “el periodismo es una tribu compuesta de un solo indio” y que, en virtud de este principio, “Gonzalo Suárez efectuó un desembarco unipersonal en una Barcelona inquieta, y en una época donde el conservadurismo y la rebelión compartían la misma gravedad y pesadez”.
Martín Girard rompió moldes en el periodismo constreñido y gris de los años de la dictadura. “En realidad, lo novedoso residía en el estilo personal y una narración literaria de los acontecimientos —escribe Gonzalo Suárez en la advertencia previa del libro—, en la que el periodista en cuestión, con inusual desfachatez, se erigía en protagonista a la manera de un detective privado de la serie negra”.
Así, por ejemplo, solía empezar las entrevistas contando su desayuno, normalmente un croissant, “como tridente de Neptuno cuando emergió del mar”, que llegó a convertirse en santo y seña de su particular estilo. Comenzó por lo que era más próximo y a la vez “una vía de escape” en un momento en que “la censura dejaba pocos resquicios”. En La suela de mis zapatos pueden leerse sus jugosas entrevistas con las grandes estrellas del deporte —Pelé, Luis Suárez, Di Stéfano, Kubala—, pese a que, como es sabido, “los futbolistas hablan con los pies.”
La “inusual desfachatez” de la que hablaba Gonzalo Suárez da lugar a momentos divertidísimos y al desconcierto de sus entrevistados. Con Luis Buñuel —nada dado a hablar con la prensa— necesitó previamente una larga noche de borrachera hasta conseguir que le recibiera. Se presentó ante el director aragonés con un sombrero de obispo, que había robado, como guiño anticlerical para ganarse su confianza. El relato del encuentro es una narración llena de momentos sorprendentes y declaraciones no menos sabrosas. Así, el director de Viridiana le confiesa que no va al cine: “No pierdo el tiempo viendo películas, porque la vida me da todo el material que necesito”. Probablemente, en realidad fuera por su sordera, que es “lo que de verdad me preocupa, porque me aísla de mis amigos”.
A Miguel Mihura le pregunta a bocajarro si es un vago. Y el jocoso dramaturgo le ofrece esta ingeniosa salida. “A los vagos y maleantes los llevan a la cárcel. Y en la cárcel se aburre uno tanto que incluso acaba trabajando. A Cervantes no le quedó más remedio que escribir El Quijote. Yo no quiero ir a la cárcel, y acabar escribiendo libros tan gordos. Sería mejor decir que yo no soy vago, sino desesperantemente perezoso”.
A Antonio Buero Vallejo le deja pasmado cuando le propone que le haga una entrevista imaginaria a Hitler. Y, por si circunspecto autor —ya con aspecto de viejo en los años 60— no estuviera ya bastante desconcertado, le escopeta “¿le abandona a usted la juventud?” Recurso que utiliza también con Alejandro Casona, recién llegado del exilio: “Creía que era usted más viejo”.
A Camilo José Cela le pide que le relate lo que se le pasa por la cabeza en un minuto. “Pues esperaré en silencio a que pase”, le responde el futuro Nobel, al que a impertinente no le ganaba nadie. El mismo recurso utiliza con Salvador Dalí, pero el pintor surrealista, al que nadie ganaba en locuacidad, le suelta una perorata con más palabras inconexas de las que caben 60 segundos. Tal vez por venganza, Martín Girard le pregunta al genio de Port Lligat “¿Es usted un esquizofrénico, un epileptoide o un paranoico?” “Un paranoico, pero de primera calidad”, le responde. Y finaliza el juego surrealista pidiéndole los nombres de la selección de fútbol ideal. Esta vez, Dalí, que probablemente necesitaba informarse de asunto tan mundano, le pide que le llame a la mañana siguiente.
La experimentación la lleva al límite con César González Ruano, “otro periodista para quien la realidad también era un tren de juguete que el teclado de cualquier máquina de escribir puede hacer descarrilar”. Decide contar una noche a cuatro manos con el periodista estrella del momento. Y lo hace a través de una entrevista mutua. Los dos se hacen preguntas. No hay entrevistador y entrevistado, sino una conversación en la que hablan de todo. Del entierro de Gómez de la Serna, de la vejez según Azorín y de periodismo, claro. Ambos coinciden en que no hay diferencia entre un periodista y un escritor. Don César opina que “un buen periodista debe ser escritor y viceversa, aunque hable de sus sueños”.
La mayoría de las entrevistas —Fernando Fernán Gómez, Charles Aznavour, Manuel Viola, Juan Antonio Bardem, José Bergamín, Paco Rabal…— son con grandes personajes de la cultura, pero también las encontramos con celebridades de todos los ámbitos. Así, por ejemplo, consigue sacar unas palabras al dictador cubano Fulgencio Batista, al que aborda en un hotel de Barcelona en plena crisis de los misiles. O al director del Reader Digest, que le confiesa que de todos los personajes que ha conocido —de Stalin a Mao— el que más le ha impresionado ha sido Franco.
No sólo son personajes famosos, también hay individuos corrientes entre sus entrevistados: un pajarero de Las Ramblas, un médico radiólogo, un árbitro de regional que se juega la vida por 200 pesetas, un vigilante nocturno de un cementerio, un taxista, un farmacéutico, un pianista de una empresa de pompas fúnebres… Entre todos, constituyen un fresco de la sociedad española de los primeros años 60.
No solo practica la entrevista. También los reportajes más diversos, desde la muerte de frío de una jirafa en el zoo hasta el creciente número de víctimas de tráfico. De ellos, destaca un viaje por España sin dinero. Como si de un Quijote se tratara, conoce a camioneros, visita a los locos de un manicomio o habla con los parroquianos de los bares de carretera. Todos le cuentan sus problemas y el periodista, con mayor o menor éxito, trata de deshacer sus entuertos.
Es precisamente un reportaje el que desencadenará su desencanto del periodismo. “Puede que fuera solo el desgaste natural de la suela de mis zapatos, pero el incendio supuso el final del juego”, escribe Gonzalo Suárez. Le enviaron a investigar el incendio de una fábrica de papel en el Prat de Llobregat. Entrevistó al guardia de la fábrica, un pobre infeliz al que acusaron de prender el fuego. “Me odié a mi mismo cuando le sometí al deleznable interrogatorio policial”. En el fondo, Martín Girard comprendía las razones del pobre chico —que no había visto ni olido otra cosa en su vida que la nefasta factoría— y probablemente hubiera hecho lo mismo de hallarse en sus tristes circunstancias. “El reportaje fue rechazado —concluye el reportero— y yo comprobé, por enésima vez, los límites del periodismo a la hora de afrontar, fuera del patio común, la llamada realidad”.
En el epílogo de La suela de mis zapatos, Gonzalo Suárez concreta aún más las razones de su retirada. “El periodismo permitía confrontarse con la vida —escribe—, siempre y cuando la vida fuera publicable. Existía una especie de complot para erradicar todo atisbo de misterio en nombre de una realidad pactada que se pretendía objetiva (…) Matín Girard se cansó del periodismo y yo me cansé de Martín Girard. Por eso lo maté. En un segundo de distracción”.
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