Hace poco he tenido una pequeña experiencia mágica. He redescubierto un libro que hasta ahora había pasado casi desapercibido en los estantes de las librerías de mi casa. Lo que antes apenas había llamado mi atención ahora posee un encanto, un significado, un valor difícil de explicar para mí.
–La isla del tesoro, de R. L. Stevenson.
-Robinson Crusoe, de Daniel Defoe.
-Moby Dick, de Herman Melville.
–Tom Sawyer, de Mark Twain.
-La flecha negra, de R.L. Stevenson.
-Príncipe y mendigo, de Mark Twain.
-La llamada de la selva, de Jack London.
Éstos son siete clásicos, pero la colección posee más “Clásicos juveniles”, que es el nombre de la colección.
El libro fue publicado en 1976, el año de mi nacimiento, que para mí reviste cierto simbolismo, algo estrictamente personal. Tiene un formato casi de DIN A4, un poco más pequeño. Es de tapa dura, precioso, con ilustraciones en el interior y una en la portada, muy impresionante: Buffalo Bill a caballo, con un fusil en la mano derecha, escapando de los indios.
El hallazgo de este libro se inscribe en el de otros libros de la infancia que he realizado recientemente: Quintín Durward, de Walter Scott, Peter Pan, de J. M. Barrie, Las aventuras de Alicia, de Lewis Carroll, Cuentos famosos, segundo volumen, antología de la editorial Everest.
Cuando me regaló mi padre este libro de Buffalo Bill yo tenía doce años, calculo, pues la nota de la dedicatoria que me hace es de 1988, y yo nací en 1976. El libro está completamente nuevo. Apenas le hice caso a este libro, debo reconocerlo. ¿Por qué? Yo pienso que era mucho para mí. Es un libro “juvenil” más que “infantil” y tenía muchas páginas, más de 250, en formato grande, como he dicho. Además, si no me equivoco es una versión íntegra.
O esta es la explicación que ahora le encuentro. A lo mejor simplemente estaba ocupado con otros libros, incluso con videojuegos, que ya los jugaba entonces y me encantaban.
Mi padre debió de pensar que, puesto que me gustaba tanto ya leer, quizá me atreviera con esto. Por otra parte yo creo que me regaló un libro que a él le gustaba, de un tema que a él le gustaba. A mi padre le divertían mucho las películas del Oeste, algo que luego he descubierto que es muy frecuente en su generación. Este gusto me ha llegado a mí también, sobre todo cuando era niño. Me encantaban las películas del Oeste, los pistoleros, los sheriffs…
Lo curioso es que ahora ese libro es un tesoro para mí.
Por esas mismas fechas me hicieron regalos parecidos, libros que no leí, creo recordar, en su momento, y que ahora son joyas para mi sensibilidad. La historia interminable, de Michael Ende, que me regaló mi tía Cuca, y que sí leí, pero me parece que años después.
Lo son, joyas, por los libros en sí y por lo que representan, por las historias que atesoran, las vidas de otros hombres que una vez vivieron, o que viven ahora, y la Historia con mayúscula, pero también la pequeña, la más personal, la de los familiares y amigos.
Era también muy pequeño cuando Isabel, la abuela de mis primas Isabel y Merche, me regaló La cabaña del tío Tom, de Harriet E. Beecher Stowe, versión íntegra y con letra pequeña, pero un libro grande, precioso, con hermosas ilustraciones. Con este libro de La cabaña del tío Tom, edición magnífica, creo que me ha pasado lo que me ocurrió con Buffalo Bill, Pero, en fin, gracias a todo esto ahora los valoro tanto. Son como regalos que me llegan del infinito, nuevos, al día de hoy para llenarme de gozo. Hay objetos, pueden ser regalos, que necesitamos muchos años, casi una vida, o media, para aprender a valorarlos, incluso cuando convivimos durante mucho tiempo con ellos.
En un regalo pueden ir muchos sentimientos del que regala. Si el regalo es un libro pienso yo que ese transmitir de cariño y sentimientos es todavía mayor. Un libro es algo vivo, por fuera y por dentro, como objeto y como ser espiritual, siempre vivo, y vivo de cara al futuro. Como este Buffalo Bill que ha atravesado los años, las diferentes edades, mis diferentes edades, y ha llegado hasta mí prácticamente nuevo, podría decir nuevo, con su maravilloso olor a tinta y papel, también quizá a cola. Qué maravilloso regalo me hizo para siempre mi padre.
Yo no soy un superdotado, pero sí siento un amor desmedido por la literatura y por la escritura, que me hacen tener el hábito y el disfrute de ambas cosas fuertemente desarrollado. Pero creo recordar que en mi infancia no realicé grandes proezas de lectura, salvo quizá partes del Quijote en el libro original, obra que desde muy niño sí hice mía empezando por una versión infantil.
Ahora descubro que cualquier libro que leo, o cualquier libro que tengo en mis manos… en realidad es el primero de todos, el primero para mí. Y que es todos los libros.
El Quijote, las dos partes, luego lo leí en 3º de BUP, con 16 años, gracias al curso de Literatura del profesor Víctor Ruiz, recientemente fallecido, siempre en mi memoria.
Mi padre me regaló muchos libros a lo largo de mi vida. Pronto se dio cuenta de que era lo mejor que me podía regalar, aparte de mi época de juegos de ordenador, que duró unos años y que también la disfruté. Quizá los primeros libros que recuerdo que me regaló —y no los encuentro ahora por casa— fueran tres libros ilustrados, muy bonitos —los tengo en la cabeza—, sobre barcos, trenes y aviones. Me encantaban esos libros. Y yo creo que a él también, al igual que ese libro escrito por el gran Buffalo Bill. Al fin y al cabo solemos regalar lo que más nos gusta.
Me tiembla de emoción la voz interior, el alma, cuando leo la dedicatoria que me escribió mi padre en este libro, hace ya mucho tiempo:
“En el día de su santo, de este año de 1988, para Eduardo, mi querido hijo, gran amante de la lectura, con gran cariño”.
(Papá. 13, octubre, 1988)
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