Escribe con la lluvia calando sin piedad. Fuera hace frío y dentro, aunque esté rodeado del abrigo de sus maestros, de las lecturas que son patrimonio de vida, se encuentra en la intemperie. Porque escribir es refugiarse en la soledad, tan necesaria, imprescindible, para la creación.
“Los libros de Salgari, de Hamsun, de Tolstoi o Camus de mi adolescencia, transcurrían por paisajes y lugares desconocidos, a veces remotos, pero finalmente me llevaban al punto de origen: leer, escribir, no era una evasión, era una inmersión”, lo dijo el propio Soler el pasado miércoles al recibir la Medalla de Honor de la Academia de Bellas Artes de San Telmo.
‘El sueño del caimán’: Brillante y desconocida novela de Antonio Soler
Antonio está feliz. Se le nota en la cara. Lo sabe María del Mar, escribidora, partitura y su motor vital, que le escucha con atención en la primera fila. Hoy sí lleva corbata este creador de personajes memorables, el novelista cuyos “héroes de la frontera”, como glosó el profesor y poeta Francisco Ruiz Noguera en la laudatio de Soler, ha logrado una obra coral, “en la estela del Baroja de la trilogía La lucha por la vida”.
Se quita Soler un momento las gafas de pasta, las de ver de cerca, para contar la anécdota del tipo definido por Manuel Alcántara como “comedor de atmósferas” y todos riéndonos en la tarde lluviosa del Palacio de la Aduana. Aquel hombre-atmósfera dijo de Soler que era “una cosa nueva” en el panorama literario de la ciudad.
“Una cosa nueva” cuyas novelas se tradujeron y se siguen adaptando a otros idiomas. El escritor galardonado con los premios más prestigiosos. El narrador de raza que enseñó en Estados Unidos, que guionizó programas de televisión y una película. Creó su propio territorio, “el Territorio Soler”, expresión acuñada por el periodista Pepe Castro. El novelista que se prepara cada nuevo libro como si fuera el primero, como si fuese el último. En cada obra se reta a sí mismo, no como una competición sinsentido, sino por la convicción de no repetir fórmulas ya consabidas. El rumbo a lo desconocido, imágenes que extrae de su memoria en una obra coherente y que es reflejo de su escritura. La literatura en el centro de su mirada.
Recuerdo la primera vez que le vi. Sentado en un banco de los jardines del Puente de las Américas. Era un soleado domingo de invierno. Llevaba el pelo largo y leía una novela de Anagrama mientras sostenía en sus piernas un buen fajo de periódicos. Querías ser Dostoievski. Lo conseguiste, Antonio. Y yo me quedo con el Soler amigo, el que cuenta las verdades, el que se alegra cuando te ve entusiasmado, el mejor guardián de los secretos; esa guía imprescindible en esta zozobra diaria en la que navegamos por mundos sin red.
“La única certeza que me acompaña es la de saber que todo es precario y fortuito”. Así acabó su discurso en San Telmo. Tengo una certeza: al lado de Antonio Soler, de sus palabras, de su brújula, de sus libros, siempre estás a salvo, lejos de la intemperie.
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