La historiadora Kristin Kobes Du Mez desvela en este estudio la forma en que Estados Unidos ha sustituido al Jesús de los Evangelios por un ídolo que representa la masculinidad y el nacionalismo cristiano. El subtítulo del libro, Cómo los evangélicos blancos corrompieron una fe y fracturaron una nación, es lo suficientemente explícito como para entender que, en la actualidad, los auténticos ídolos de la América cristiana son hombres rudos como Oliver North, Ronald Reagan, Mel Gibson o John Wayne, y no un tipo enclenque y medio hippie como pudo ser Jesús.
En Zenda reproducimos la Introducción de Jesús y John Wayne (Capitán Swing).
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Un crudo día de invierno de enero de 2016, Donald Trump ocupó el estrado del salón de actos de una pequeña universidad cristiana de Iowa. Alardeó de sus cifras en las encuestas y de las dimensiones de las multitudes que congregaba. Alertó de los peligros que representaban los musulmanes y los inmigrantes indocumentados y habló de erigir un muro en la frontera. Denigró a los políticos estadounidenses, tildándolos de estúpidos, débiles y patéticos. Afirmó que el cristianismo estaba siendo «asediado» e instó a los cristianos a aunar fuerzas y ejercer su poder. Prometió liderarlos. No dudaba de la lealtad de sus seguidores: «Podría disparar a gente en la Quinta Avenida y no perdería votos», aseguró.
Yo no me encontraba en Iowa en aquel momento, pero seguí aquel espectáculo en directo a través de Internet. Conocía bien el lugar. Era el Dordt College, mi universidad. Y la ciudad era Sioux Center, mi ciudad natal. Había crecido a poca distancia del campus, al otro lado de una antigua granja recientemente convertida en pradera nativa. Había estudiado en la escuela de primaria cristiana local, donde mi madre había sido mi maestra de educación física. Y mi padre, que era pastor ordenado, impartía teología en aquella misma universidad desde antes de que yo naciera. Cada año, de niña, acudía a los servicios de la Salida del Sol de Pascua en aquel mismo salón de actos y, en mi época de estudiante universitaria, asistía fielmente a los servicios de capilla en aquel mismo espacio. Desde el mismo estrado en el que ahora se alzaba Trump, yo había dirigido oraciones, participado en «equipos de alabanza» cristianos y, durante los ensayos del coro, coqueteado con el hombre que se convertiría en mi esposo. Nos casamos en una iglesia situada en aquella misma calle. Y aunque nos mudamos después de graduarnos por la universidad, aquel espacio seguía pareciéndome íntimamente familiar. No obstante, mientras observaba a aquella multitud desbordante agitar pancartas, reírse de los insultos y gritar dándole la razón a Trump, me pregunté quiénes eran aquellas personas. No las reconocía.
No todos los presentes aquel día compartían el entusiasmo por Trump. Algunos habían acudido por mera curiosidad. Y otros para protestar. Un reducido grupo de residentes, entre los cuales figuraban alumnos de la universidad y de la escuela primaria cristiana, formaban un corrillo para protegerse del frío mientras sostenían pancartas hechas a mano en las que se leía: «Ama a tus vecinos» y «El amor perfecto destierra el miedo». Sin embargo, eran una nimiedad en comparación con los partidarios de Trump. Y siguieron siéndolo el 8 de noviembre de 2016, cuando el 82 por ciento de los electores del condado de Sioux votaron a Donald Trump, una proporción asombrosamente parecida al 81 por ciento de votantes evangélicos blancos que, según las encuestas a pie de urna realizadas en todo el país, dieron su apoyo a Trump y que demostraron ser cruciales para que se impusiera a Hillary Clinton.
La confianza de Trump en la lealtad de sus seguidores se antojaba una fantochada en aquel entonces, pero no tardó en convertirse en un canto profético. Sus partidarios evangélicos le respaldaron incluso cuando se mofaba de sus adversarios, incitaba a la violencia en sus mítines y alardeaba de su «hombría» en la televisión nacional. Luego vinieron las indiscreciones sexuales de Trump. El divorcio por un lado, los rumores de escarceos sexuales por el otro, pero fue la publicación de la grabación de Access Hollywood la que aportó pruebas irrefutables de que el candidato utilizaba un lenguaje soez para hablar de seducir y acosar sexualmente a las mujeres.
¿Cómo podían los conservadores con «valores familiares» apoyar a un hombre que contravenía todos y cada uno de los principios por los que ellos aseguraban regirse? ¿Cómo podía la autoproclamada «mayoría moral» aupar a un candidato que se regodeaba en la vulgaridad? ¿Cómo podían los evangélicos que habían convertido el «QHJ» («¿Qué haría Jesús?») en un fenómeno nacional justificar su respaldo a un hombre que parecía la mismísima antítesis del salvador a quien afirmaban emular?
Los comentaristas desplegaron su arsenal para explicarlo. Votando con la nariz tapada, los evangélicos habían decidido decantarse por el mal menor, y Hillary Clinton era el mal mayor. Los evangélicos pensaban en términos puramente transaccionales, como dicen que suele hacer el propio Trump, y lo votaban porque prometía designar para el Tribunal Supremo a magistrados que protegieran a los nonatos y les aseguraran su «libertad de religión». O quizá las encuestas eran engañosas. Tal vez encuestas poco rigurosas estaban confundiendo a «evangélicos de postín» con verdaderos cristianos que creían en la Biblia y acudían a la iglesia y estaban dando mala reputación al evangelismo.
Pero el apoyo de los evangélicos a Trump no era ninguna aberración, ni una decisión meramente pragmática. Era más bien la culminación de la adopción de una masculinidad combativa por parte del evangelismo, una ideología que consagra la autoridad patriarcal y consiente un despliegue despiadado de poder, tanto a escala doméstica como externa. Para cuando Trump se erigió en su salvador, los evangélicos blancos conservadores ya habían transformado una fe que ensalza la humildad y a «los más desfavorecidos» en una fe que tilda la consideración por el prójimo de «cosa de cobardes». En lugar de poner la otra mejilla, los evangélicos habían decidido defender su fe y su país, convencidos de que el fin justifica los medios. Tras reemplazar al Jesús de los Evangelios por un Cristo guerrero vengador, no sorprende que muchos acabaran por concebir a Trump bajo esa misma luz. En 2016, muchos observadores quedaron estupefactos ante la aparente traición de los evangélicos a sus propios valores. En realidad, los evangélicos no votaron a pesar de sus creencias, sino precisamente espoleados por ellas.
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Autora: Kristin Kobes du Mez. Traductora: Gemma Deza Guil. Título: Jesús y John Wayne. Editorial: Capitán Swing. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
Este libro es imprescindible para entender la situación atual de las iglesias evangelicas en EEUU, bien como sus ramificaciones por el mundo. No el Jesus de los Evangélios, sino un modelo de masculinidad que nada tiene a ver con la gracia e el amor.
¿Qué es eso de ‘modelo de masculinidad’? ¿Una marca de cerveza, un libro de poemas? Hay hombres, y ninguno es igual a otro.
Pienso para el ganado tontiloco, o woke. Ni John Wayne era un hombre rudo, ni Cristo era un baboso enclenque. No saben ni distinguir al hombre del personaje. En cuanto a las sectas protestantes, John Wayne era católico.
Es cierto. John Wayne ni era esa grotesca caricatura que usa la extrema izquierda contra él ni lo era Reagan, que es el mejor presidente que ha tenido USA en los ultimos años segun encuestas incluso de periodicos de izquierda, por encima de Kennedy, al que mitificó su asesinato. Wayne estuvo casado con una mejicana y hablaba español.
Es una basura de libro de extrema izquierda a lo salvaje. Ni Cristo era un pobre enclenque ni hippue ni Ronald Reagan ni Wayne eran esas grotescas caricaturas. Fijense que no tocan al presidente más machista que ha tenido USA en los ultimos 100 años, Bill Clinton, un izquierdista ultra que abusaba de las becarias de la Casa blanca. Por cierto, esa portada es criminal, nunca la harían con Mahoma porque sería un escandalazo y habria muertos de por medio.