En su libro The Origins of Cool in Postwar America (University of Chicago, 2017) el profesor Joel Dinerstein diserta largo y tendido sobre la forma en que Elvis Presley, Buddy Holly e incluso Bob Dylan vampirizaron toda esa metafísica de la desobediencia que late en el James Dean de Rebelde sin causa (Nicholas Ray, 1955). Lo de Elvis es bien sabido, él mismo lo dijo. Lo de Dylan, así, de entrada, cuesta más creerlo. Sin embargo, basta con recordar la caratula The Freewheelin’ Bob Dylan (1963), el segundo álbum de estudio del Nobel, para admitir que, en efecto, hay mucho de esa metafísica de la rebeldía en aquella foto junto a Suze Rotolo, su novia de entonces, cogida de su brazo en el West Village de Nueva York, en la esquina de Jones Street y la calle 4.
En efecto, era una niña de nueve años cuando encarnó a Anna Muir a la edad de siete en El fantasma y la señora Muir (Joseph L. Mankiewizc, 1947). Sus espectadores de entonces también pudieron admirarla, como una mujer en la cumbre de su edad, cuando incorporó a la Karen Brace de Proyecto Brainstorm (Douglas Trumbull, 1983), su última creación. Entre ambos personajes hay toda una galería de pequeñas, chicas y mujeres a las que dio vida Natalie en una sucesión de cintas sobresalientes: la Polly Scott de Amarga sombra (Rudolph Mate, 1950), la Helena niña de El cáliz de plata (Victor Saville, 1954), las dos colaboraciones con el gran Blake Edwards —La pícara soltera (1964) y La carrera del siglo (1965)—. Sin olvidar obras maestras de la altura de Centauros del desierto (John Ford, 1956), en cuyas secuencias una Natalie aún adolescente interpretó a Debbie Edwards con sus quince primaveras.
Fue otra joven núbil, la Judy de Rebelde sin causa, la que elevó a Natalie Wood a toda esa metafísica que entrañaba la rebeldía seminal de la sedición juvenil del siglo XX. Hablando en plata, la maravillosa Natalie fue la imagen de la primera teenager y lo fue precisamente en ese abrazo que la muestra estrechada a Dean en Rebelde sin causa.
El rock & roll —nunca me he de cansar de repetirlo— fue la primera manifestación cultural, de toda la historia de ese Occidente al que se refiere Putin, que levantó a la juventud contra el mundo adulto. Antes, lo más normal era que los jóvenes quisieran ser como sus padres y que fingieran una madurez que no tenían, tan antinatural como inexistente. En la gran pantalla, como ya está escrito, se escuchó por primera vez un rock & roll en Semilla de maldad, que dirigida por Richard Brooks llegó a la cartelera el 25 de marzo de 1955. Aquello fue siete meses antes que Rebelde sin causa, estrenada el 27 de octubre del mismo año. Aunque en el filme de Ray no se escucha a Bill Haley & His Comets interpretar Rock around the Clock —ese primer rock & roll que musicalizó una película, que en la cinta de Brooks acompaña a los títulos de crédito—, Rebelde sin causa aludía tanto o más que Semilla de maldad a esa juventud que comenzaba a alzarse contra el mundo adulto.
Sin pretender menoscabar, afirmando esto, a ese gran cineasta que fue, Brooks se quedaba en lo evidente, en la rebeldía de unos jóvenes de un barrio neoyorquino abocados a ser delincuentes juveniles. Ray, muy por el contrario, aludía al misterio, a la metafísica —incomprensible para sus padres— de los jóvenes que teniéndolo todo a su alcance, desde dinero suficiente para comprar los primeros discos de rock & roll hasta la posibilidad de formarse para integrar la élite rectora del país y, por ende, de ese Occidente que lo llama Putin. Brooks —antiguo periodista y además de los buenos, como Samuel Fuller— busca el documento, el testimonio de la juventud que empieza a soliviantarse con el ritmo del diablo; Ray, el lirismo.
Y el lirismo, el verdadero sentimiento, la verdadera emoción después de todo, siempre pasa por la novia del rebelde. Puede por tanto concluirse que Dylan posa junto a Suze Rotolo en la carátula the Freewheelin’ Bob Dylan porque James Dean lo había hecho antes junto a Natalie Wood en esa imagen icónica de Rebelde sin causa. Es más, en Rolling Thunder Revue: A Bob Dylan Story by Martin Scorsese (2019), el excelente documental del realizador neoyorquino sobre la gira de 1975 en la que el músico de Minnesota presentó su álbum del año siguiente —Desire—, uno de los asuntos a tratar es la importancia que las chicas han tenido en su obra. Y, creo recordar que, en una de esas secuencias hay alguien que afirma que todo lo que hizo el Nobel de 2016 en los comienzos de su trayectoria fue por impresionar a una u a otra.
Jim Stark, el personaje de Dean, es un individualista nato. Su mal comportamiento —rayano en la delincuencia— ha hecho que sus padres cambien de ciudad para instalarse en una zona residencial de Los Angeles. Allí todos son gente acomodada, pero los adolescentes llevan navajas como los del suburbio neoyorkino de Semilla de maldad. Y Jim Stark topa con la pandilla juvenil del nuevo vecindario como lo hubiera hecho con la de cualquier otro sitio. Con todos menos con Judy, la chica que le magnetiza.
Esa novia en la que el joven rebelde buscaba una complicidad —y un sinfín de cosas— que no podía darle ninguna otra persona en el mundo, tuvo su primera imagen en Natalie Wood. Sí señor, ella fue la estampa de la primera teenager de la sedición juvenil de la centuria pasada. Seguro que Jack Clement —productor que fue de la Sun Records— pensaba en Natalie cuando escribió Ballad of a Teenager Queen (1958), uno de los primeros éxitos de Johnny Cash.
La historia pasó dos veces por Natalie Wood: la primera, cuando su Judy de Rebelde sin causa fue el modelo a imitar por todas las chicas que inspiraron las canciones del rock & roll seminal; la segunda, cuando, tras el estreno de American Grafitti (1973), la verdadera obra maestra de George Lucas, la nostalgia de aquellos años gloriosos que asistieron al nacimiento del rock & roll dio un nuevo brío a los rockers, que volvieron a verse en las principales ciudades occidentales como una de las tribus urbanas surgidas tras la catarsis punk de 1977. Algunos años después, yo mismo fui rocker y mis amigas más entrañables de entonces se seguían vistiendo como Natalie Wood en Rebelde sin causa.
Ignorar el carácter icónico de una actriz por la que la historia de la cultura del siglo XX pasó un par de veces, para recrearse en las extrañas circunstancias de su muerte, es menoscabarla. Natalie Wood fue un mito: la reina de las teenagers. Detenerse en las fisuras de su biografía es intentar vulgarizarla, injuriarla, maldecirla. Como también lo es obviar que fue una de las pocas estrellas infantiles que pasó la siempre problemática transición a la interpretación adulta sin trauma alguno.
Robert Wise y el coreógrafo Jerome Robbins sí que supieron reparar en el carácter mitológico de la Judy de Rebelde sin causa. Fueron ellos quienes le confiaron el personaje que habría de terminar de modelarla como la encarnación de la novia de la juventud difícil de los primeros años 60. Me refiero, claro está, a la María de West Side Story (1961), una reinterpretación del drama de Romeo y Julieta (1595), la tragedia de Shakespeare, en torno a esa juventud problemática de la segunda mitad del pasado siglo.
Hija de unos emigrantes rusos, sus padres arribaron a Estados Unidos cuando la Gran Purga (1936-1938) del camarada Stalin desató un terror sin precedentes en la Unión Soviética. La pequeña Natacha Zacharenko nació en San Francisco en 1938, recién llegados a la ciudad sus progenitores. Tanto era así que el matrimonio aún no había americanizado el apellido, cambiándolo por el Gurdin con el que la pequeña Natalie crecería. Hija de Hollywood, su padre no tardó en emplearse como decorador, mientras su madre dejaba atrás una carrera como bailarina, y su hermana, Lana Wood —que en Centauros del desierto interpretó a Debbie Edwards de niña— es una actriz notable cuya filmografía se extiende hasta nuestros días.
Fue la madre quien se propuso que Natalie fuese una estrella y apenas tenía cuatro años cuando enfrentó por primera vez un tomavistas. El estrellato, para los comentaristas que ignoran el significado de Judy y de María —sus personajes icónicos en la historia de la sedición juvenil del siglo XX—, lo alcanzó incorporando a la Wilma Dean Loomis de Esplendor en la hierba (Elia Kazan, 1961). Sobre un guión de William Ingle, sus secuencias nos traían el amor de una chica de un pueblo de Kansas por Bud Stamper (Warren Beatty), el apuesto hijo del hacendado más rico del lugar, un joven que, sin embargo, es uno de esos pusilánimes que sólo atienden a lo que ha dispuesto para ellos su padre. Nada que ver con aquellos rebeldes de los que también fue novia en los títulos aquí exaltados. La recreación de la crisis nerviosa —Wilma enloquece por amor— a la que Kazan somete a Natalie consta en los anales. Sin embargo, es muy probable que, para ella, Esplendor en la hierba fuera el favorito de sus trabajos. En honor a aquella cinta llamó Esplendor al barco de cuya borda se cayó el 29 de noviembre de 1981 mientras celebraban allí la fiesta del fin del rodaje de Proyecto Brainstorm. Tenía 43 años y, a tenor del alcohol que corría por sus venas —según reveló su autopsia—, había bebido demasiado. El también actor Robert Wagner, con el que se casó en un par de ocasiones, ya su viudo, fue investigado por diversas policías y en varias ocasiones. Hasta la amistad que la unía a Dennis Hopper —el gran alucinado del Hollywood finisecular— fue motivo de sospechas y suspicacias.
Todavía tengo la sensación de que, tras su deceso, la memoria de Natalie Wood nos fue sustraída a los mitómanos por cuantos viven de especular con las muertes en extrañas circunstancias.
La primera rebelión juvenil contra el mundo adulto fueron los fascismos. Irracionalidad, agresividad, gregarismo, ruptura, utopía, autoafirmación y énfasis en la estética, el poderío físico y el gesto heroico… Los fascistas eran jóvenes que señalaban con el dedo a sus padres y denunciaban la ‘vieja sociedad’. Así les fue, se dieron el gran porrazo y arrastraron a sus pueblos con ellos.
Pocas veces he leído un artículo que con tanta eficacia – y en tan poco espacio – pueda proponer toda una idea estética: «Natalie Wood: la icónica primera novia de la era del ROCK»…….muy ameno y enriquecedor.