Un catálogo editorial (y con ello me refiero al catálogo concebido como una obra duradera, a la manera en que entendieron su tarea un Kurt Wolff o un Peter Suhrkamp, y no a las listas arbitrarias subordinadas a los títulos con fecha de caducidad o sometidas a las modas) supone algo similar a la preparación de un camino. Sobre él se disponen fuentes, ríos, domicilios estables, bosques encantados en los que perderse, ermitas e iglesias —a dioses muchas veces desconocidos, otras veces irreconocibles— en las que buscamos detenernos para sentirnos más cerca de nuestra propia trascendencia, como ante monumentos rescatados de la catástrofe y a los que sólo el tiempo ha hecho merecedores de un culto. Catálogos que, aludiendo de nuevo a Kurt Wolff, se construyen no pensando en lo que el lector quiere leer, sino en lo que debe leer. (Sin Wolff, por cierto, un joven aristócrata educado como Beckford, en mansiones abigarradas de obras pictóricas y desde niño continuamente abrazado por el arte, hoy posiblemente lo tendríamos muy difícil para leer a Trakl, quizá también a Kafka). A veces una editorial tiene la suerte o la grandeza, o una mezcla de ambas cosas, de mantener en su catálogo a lo largo de toda una existencia creativa a un mismo autor, como fue el caso de Byron con Murray —con un par de salvedades posteriormente reparadas— o como lo es, actualmente, el de Handke con Surhkamp. Allí quedan sus obras como grandes catedrales en el borde de los pueblos, extrañas como un cuento de Lord Dunsany, o en la suspendida lejanía del camino. También es posible reconstruir esas catedrales en otros confines, más allá de las tierras que las vieron crecer. Grandes catedrales son, qué duda cabe, Edgar Allan Poe, Marcel Schwob, James Joyce, Gustave Flaubert, D. H. Lawrence. A todos ellos Páginas de Espuma les ha concedido un lugar en sus caminos, en sus bosques encantados, en las conurbaciones donde la niebla se teje como un aviso a navegantes o un bonito juego de la luz. Ahora acaba de levantar otra catedral, una más de las que no podían faltar en su catálogo: una obra de más de mil páginas que parece esculpida en un solo bloque, de sobriedad clásica pero revestida aquí y allá (especialmente cuando nos acercamos al final de su construcción) de retorcidas y apesadumbradas gárgolas: Stefan Zweig.
Stefan Zweig nació en Viena en 1881, murió, de todos los lugares posibles, en Petrópolis, la “ciudad imperial” de Brasil —que tiene su propia catedral, construida entre 1884 y 1925, de estilo neogótico y levantada entre palmeras—, en 1942, y durante toda su vida como escritor se mantuvo obstinadamente fiel (quizá limitadamente fiel) a un tipo de literatura para la que nunca parecía haber existido ni el final del siglo XIX, con la mirada mística que se proyectaba desde Londres, Dublín y París, ni una prolija pero también muchas veces visionaria vanguardia. Su manera de escribir —curiosa, por lo demás, en un declarado pacifista— era la de avanzar a toda costa. No creía en la morosidad, ni en la labor de orfebrería sobre el detalle secundario, sino en una especie de galope napoleónico lanzado perpendicularmente hacia la conquista del lector. Dos autores tan radicalmente contrarios a esa manera de entender la literatura como Nabokov y Borges lo despreciaron o básicamente lo ignoraron. Para Nabokov era el ejemplo perfecto de aquello que le hacía rechinar los dientes: la literatura del “interés humano”; Borges le encontró un atisbo de salvación en «Los ojos del hermano eterno» (“Cuando sus años estuvieron colmados y Virata murió y lo enterraron en la zanja de los siervos, donde tiraban la basura, nadie se acordaba ya de aquel hombre que el país había honrado una vez con los cuatro nombres de la virtud”), pero poco más le interesaba de un autor que había encontrado su veta haciendo agujeros en el cementerio del psicoanálisis. Zweig, por supuesto, es mucho más que el típico escritor vienés encandilado de teorías psíquicas, como Schnitzler, y todavía más que un mero profanador de la tumba de Freud. Muchos de los registros por los que fue olvidado —su inclinación por una literatura que no mira hacia la periferia del lenguaje, su impaciencia y su necesidad de ir al grano— fueron también los que le devolvieron poco a poco a un lugar más o menos dominante en la época en que los honores de la gran literatura recaían en las obras de estilo apresurado: libros destinados al “gran público” (una grandeza que en el entorno editorial tiene un nombre sospechoso: “lector medio”) con un revestimiento intelectual más bien modesto. De esta recuperación, naturalmente, tampoco es responsable Zweig. Si el rescate de sus escritos biográficos y de sus ensayos vino a coincidir con el momento en que la mala literatura se enseñoreaba de una sociedad embrutecida, algo de lo que el propio Zweig abominó especialmente, más bien habría que responsabilizar a buena parte del mundo editorial de no haber hecho lo correcto —en pocas palabras: obedecer al principio de Kurt Wolff— más que al propio Zweig de la triste circunstancia de verse confundido injustamente con una literatura de mercado. Su obra más divulgada, la del ensayo narrativo y la biografía novelada, sigue siendo un “recurso” para ese tipo de “lector medio” que concibe la literatura como una actividad útil, en el sentido más fenicio y filisteo del término, una breve historia de amor entre sus propias endorfinas y la nostalgia del conocimiento, o una especie de inmaculada aventura pedagógica. Es verdad que algo de eso hay en las biografías de Fouché, de Balzac, de Dickens, de Verlaine, de Erasmo de Rotterdam y de María Estuardo, y en todo cuanto gira en torno al minuto universal de Waterloo. La obsesión de Zweig por clavar el dato, pero también por reducir lo escrito en los primeros borradores poco menos que a la pura transparencia, permite esa confusión, o al menos da lugar a la sensación de que los esfuerzos y las complicaciones se obstina en reducirlos a la altura del lector más boquiabierto posible. Pero Zweig tiene muchas páginas, prácticamente toda su obra de ficción, en las que supera su propio modelo estructural (que en los ensayos y las biografías es un poco el modelo de la novela histórica a lo Scott), y sería muy injusto valorarlo únicamente por sus libros de corte divulgativo, aquellos que reunían la trama pedagógica con lo que en su autobiografía (El mundo de ayer) describía como un recorte obsesivo y sistemático de “los pasajes arenosos”.
Zweig era clásico incluso en su manera de explicar el procedimiento que seguía al escribir —“En realidad escribir me resulta fácil y lo hago con fluidez; en la primera redacción de un libro dejo correr la pluma a su aire y fantaseo con todo lo que me dicta el corazón”—, pero lo que no tiene tanto mérito en sus obras divulgativas, que son el resultado de poner ese talento narrativo al servicio de la documentación, sí lo tiene en sus cuentos y novelas cortas. Se podría decir que Zweig erigió inconscientemente una segunda comedia humana, de tamaño abreviado, por su confesa admiración a quien, en un viaje a la “un tanto soñolienta” ciudad de Tours —en la que tuvo ocasión de ir al cine para ver “una película cómica” y se encontró con que, ante un compendio de noticias, el público silbaba y atacaba a la figura del emperador Guillermo, hasta el punto de que aquella noche, “asustado hasta los tuétanos”, Zweig ya no pudo dormir—, había “rendido homenaje en su casa natal”. Las semejanzas no se extienden al propósito inicial de la “comedia humana”, que pretendió fijar sobre el papel un mundo espejo, completamente interconectado, de la sociedad francesa entre la caída del imperio napoleónico y la Monarquía de Julio, con algunas visitas al París de la Revolución Francesa, pero a pesar de que los personajes ya utilizados por Zweig no vuelven a aparecer en sus narraciones posteriores, la sensación de que el tiempo transcurre, de que una sociedad todavía iluminada, todavía educada, todavía culta, se va despojando de su disfraz humano y avanza lentamente hacia la barbarie (un despojamiento parecido al de los personajes de Balzac, que son tratados, casi zoológicamente, como especies sociales, a partir de las cuales su autor creía posible explicar los fenómenos que sacuden a una cultura), permite pensar en la “comedia” como un modelo teórico flexible para Zweig en el que el psicoanálisis hace las veces de los estudios biológicos a los que recurría Balzac. Hay otras semejanzas que trascienden lo puramente formal: por ejemplo, “Los ojos del hermano eterno”, y un pasaje de “La caminata”, tienen algo que recuerda al relato “Jesucristo en Flandes” —que a su vez, dicho sea de paso, parece extraído directamente de un cuadro de Rembrandt—, mientras que “La obra de arte desconocida” parece que se deja oír entre las líneas de “La colección invisible”. Algunos retratos femeninos de Balzac dan también la impresión de desbordar por el tintero de Zweig, y uno enseguida advierte qué es lo que vincula a las muchachitas de ojos dorados o las damiselas tipo Grandet y a esas pobres enamoradas para nada como son las protagonistas de “El amor de Erika Ewald” y “Carta de una desconocida” no ya por una posible familiaridad de contenidos (el sesgo de una luz mortecina, que proviene de una Europa en pleno poniente), sino por cuanto a todas ellas las separa de espíritus menos taciturnos y crepusculares como Daisy Miller o Isabel Archer. Otros de sus relatos, por ejemplo uno de mis favoritos, “Noche fantástica”, permiten una lectura que no dista mucho de aquello que Borges escribió acerca de Opfergang, una obra de Fritz von Unruh: “Ese grave y breve relato —acaso el más intenso de cuantos ha motivado la guerra— no quiere en línea alguna ser una transcripción de la realidad. Que una experiencia se trasforme inmediatamente en símbolo, he ahí lo singular.” Entre los poetas alemanes, Unruh era para Borges el autor, “psicológicamente, más interesante” de cuantos habían “execrado la guerra”, más aún que aquellos que habían sido “civiles arrojados de golpe al infierno perplejo de las trincheras.” Sin embargo, las sensaciones premonitorias de los personajes de Unruh que están a punto de perder la vida en el campo de batalla —el soldado que siente un olor a sal llenándole los pulmones (como un residuo psíquico del thalassa de los hoplitas durante el inmortal ascenso a la colina), “aunque todavía no hemos visto el mar”— no dejan de estremecer, como una especie de corriente subterránea, tanto este cuento como las restantes narraciones de Zweig. En ese sentido, sus relatos y novelas cortas alcanzan igualmente un potencial simbólico, una dimensión infinitamente mayor que su propio propósito, que concede a personajes y escenarios una atmósfera flotante, y a nosotros una encantadora sensación de suspenso, pero que a veces puede llegar a malograrse por hacerse demasiado consciente (a la manera en que Hawthorne —este reproche es también de Borges— echaba a perder las ideas que anotaba para sus cuentos por su empeño en encontrar la moralina). No es algo que alcance a arruinar sus relatos, que en realidad sólo piden ser contados, pero en un hombre que buscaba eliminar de la prosa todo “ruido parasitario” asombra descubrir de vez en cuando esa necesidad de hacer evidente lo que de otro modo habría convertido al lector en una prolongación encandilada de sus propias elipsis.
Sería injusto terminar aquí sin mencionar dos asuntos que trascienden el mero detalle: la excelente traducción de Alberto Gordo y el buen criterio de incluir y organizar todas las narraciones de Zweig sin recurrir a lo que hubiera sido la opción más sencilla para un editor: dejar fuera una parte de las narraciones por no cumplir con alguna prerrogativa previa ordenada por la pereza, la comodidad o la prudencia. Disponer de toda la obra narrativa de Stefan Zweig en un solo volumen, con lo que supone de criterio unificador, además, la tarea de un único traductor al frente, es un deseo muchas veces formulado pero hasta ahora nunca concedido a sus numerosos lectores, que disfrutarán sintiéndose maravilladas elipsis en relatos puramente flotantes como “Los milagros de la vida” y “Mendel, el de los libros”, así como en otros —“Miedo” y “Novela de ajedrez” son los primeros que vienen a la cabeza— en los que la flotación se parece más bien, en términos de espanto, a la de los cuerpos que son devueltos por la marea. Zweig como escritor tuvo dos vidas, ambas recorridas por una confianza tal vez imprudente hacia el psicoanálisis: sus personajes sufren o aman infatigablemente bajo los movimientos de un atareado escoplo. El retrato, sin embargo, abarca algo más que el conjunto de todos ellos. Lo que vemos es el espejo de una Europa, todavía, misteriosamente reconocible. Para mí nada la encarna como ese ciego coleccionista que, en medio de una pobreza a la que es felizmente ajeno, vive convencido de que unas cartulinas en blanco son sus valiosos grabados.
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Autor: Stefan Zweig. Título: Cuentos completos. Traducción: Alberto Gordo. Editorial: Páginas de Espuma. Venta: Todostuslibros.
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