El protagonista de El ojo de Rembrandt es un flanêur que, habiendo nacido en la Italia rural, vive en un barrio portuario de la periferia de Ámsterdam, Zeewjik, donde básicamente se dedica a espiar a sus vecinos a través de los enormes ventanales de las casas, a charlar con un amigo y a escribir las páginas que conformarán este libro. Marino Magliani es un claro heredero de grandes autores como Sebald, Tabucchi y Pessoa.
En Zenda reproducimos las primeras páginas de El ojo de Rembrandt (Carpe Noctem).
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SUPERPOSICIONES DE GRIS Y AZUL
Imaginad que vivís en un lugar al que solo se puede llegar dando un rodeo por murallas de arena y paisajes lacustres que retrasan un poco vuestra llegada a casa. Mejor dicho, no podéis imaginarlo, porque el camino y la entrada a casa siempre han sido así, y no podéis compararlos con otras posibles soluciones inexistentes. Imaginad entonces que, en lugar de llegar a casa, estuviésemos hablando de llegar a la ciudad de Ámsterdam evitando la larga ruta de los golfos, y que hace unos ciento cincuenta años alguien hubiese creado una puerta mágica excavando un canal que conectase el Mar del Norte con el puerto de la ciudad. Pues bien, más o menos así fue como nació Zeewijk, el barrio del que habla este libro, y que se construyó parcialmente a orillas de ese nuevo canal.
Con el mapa en la mano, y una vez establecidas las proporciones debidas, el barrio se parece a Imperia, la provincia donde nací, apéndice de un cuerpo plegado ante el Mediterráneo y conocido bajo el nombre de Liguria. En efecto, si tenéis unos conocimientos básicos y jugáis un poco con las escalas gráficas, al probar a superponer Zeewijk a la provincia de Imperia, os daréis cuenta de que tienen la misma forma, la misma curvatura y casi los mismos picos. Y si repetís la misma operación con la zona adyacente a Zeewijk, que corresponde a la ciudad de IJmuiden, descubriréis que la ciudad sin el barrio de Zeewijk perfila la boca casi triste de Liguria sin la provincia de Imperia. Así que, en cierto modo, Zeewijk es como la provincia de Imperia, y su prolongación natural, IJmuiden, se parece a las provincias de Savona, Génova y La Spezia.
Por decirlo así, creo que llegué aquí hace años por casualidad, pero la coincidencia de las figuras dice lo contrario.
I
Zeewijk se fundó sobre la arena, y antes de ser un barrio solo había viento marino, marismas, hierbas y roblecillos retorcidos y andrajosos. Tras la excavación del canal, sin embargo, todo cambió. Así me lo explicó Piet Van Bert.
La arena es roca clástica y es el resultado de la erosión constante de rocas de tipo arenario. Para entendernos, el 90% de Liguria está asentado en rocas arenosas. Parece extraño, pero la arena también puede formarse a partir de depósitos de restos óseos, esqueletos y caparazones de distintos géneros y vidas, que en el caso de Zeewijk proceden del mar. Ya en mis primeros tiempos en Holanda, incluso antes de conocer a Piet, me había dado cuenta de que ciertos senderos entre las dunas y ciertas hondonadas cubiertas de plantas presentaban una capa de polvo de conchas. Según Piet, el contacto entre la arena de origen granulométrico y la formada mediante otros mecanismos, como las precipitaciones de agua saturada de iones ola concentración de polvo de esqueletos, genera fenómenos inquietantes. Uno de ellos es el tiempo saturado.
La verdad es que, si soy sincero, nunca he entendido del todo en qué consiste este tipo de tiempo. En neerlandés, «saturado» se dice verzadigd, y a Piet le gusta enfangar el significado de las palabras. Es como si, en Zeewijk, el tiempo dependiera de la contaminación de las partículas presentes en los diferentes tipos de arena de sus cimientos.
En efecto, la duna proporciona una demostración perfecta de este fenómeno: nada mantiene mucho tiempo la misma forma, aunque siga conservando su esencia primera. Sabemos que una duna se forma cuando un grano de arena se topa con un objeto, una hoja de hierba, por ejemplo, que detiene el movimiento del grano de arena. La verticalidad y la forma son el resultado de la acumulación. Después la duna desaparece, se mueve. Hasta que un día –y puede que tarde mucho tiempo, pero termina llegando–, en el lugar exacto donde estaba la duna vuelve a formarse una duna distinta. Así fue como, siguiendo esta lógica, sostiene Piet, construyeron Zeewijk, respetando minuciosamente el entorno y las características que regulan las dunas.
La arena sobre la que se asienta el barrio es una mezcla de arena original con otra arena, empobrecida por el agua salobre, extraída del mar desde 1860 para excavar el canal. El resultado final es un monumento que reúne todas las clases de elementos arenosos.
No tener en cuenta esta realidad en el momento de la construcción del barrio habría significado negar desde un punto de vista lírico el sentido de las cosas.
—Digamos por tanto que Zeewijk fue el sueño de mi padre. Willem Leonard Van Bert. Zeewijk, en cierto modo, representa la expansión de toda Holanda…
Estábamos en su casa cuando Piet me habló como si estuviese afirmando algo indiscutible y sabido por todos. Estaba junto al ventanal, dándome la espalda, y vigilaba el jardín delantero, que consiste en un seto de brezo plagado de grosellas, una especie que desde que vivo en Zeewijk solo he visto en su jardín, y que él había plantado para atraer a esos rarísimos ejemplares de gorriones solitarios del norte de Europa que adoran las grosellas.
—La expansión de la ciudad debía producirse en dirección al mar, es decir, hacia occidente, como las migraciones. Mi padre era asesor de urbanismo y se ocupaba de estas cosas.
Transcribo aquí nuestra conversación, y puedo hacerlo fielmente porque en aquellos tiempos tomaba nota –tal y como he vuelto a hacerlo últimamente– de nuestros discursos.
Pregunté a Piet que qué significaba «construir teniendo en cuenta la arena». Admito que aún no sabía ni una palabra de neerlandés y me fui al diccionario a buscar la traducción de verzadigd –había llegado a Holanda un año antes, estábamos en invierno de 1989 y yo trabajaba como estibador en el puerto– porque con Piet, que había explicado lo anterior en neerlandés –tarde o temprano tendría que integrarme, me decía–, hablaba casi siempre en inglés o en francés. Piet no comprendió.
—¿Cómo que qué quiero decir?—dijo.
—Sí, ¿se siguió un diseño arquitectónico particular para contar la historia de la arena? Por ejemplo, construcciones largas y bajas que recuerden a los ratoncillos y los topos de las dunas, y armonicen con el territorio. ¿Por qué no optaron por extensiones de casas flanqueadas por generadores eólicos como los que he visto en otras costas del norte, pero no aquí?
—No —dijo—, en Zeewijk no había nada que inventar, y por lo demás la granulometría en el arte no es algo nuevo, basta pensar en la obsesión de Flaubert por la arena.
El estilo de los edificios y de las hileras de casitas, los adosados, los centros comerciales y las escuelas de Zeewijk solo se diferenciaba de la arquitectura clásica «holandesa» en su durabilidad.
La armonía debía depender del tiempo. En Zeewijk, un edificio cualquiera, una casa, una escuela e incluso un hospital tenían una vida extremadamente corta. Cuarenta años como mucho, y después se sustituía por otro. De ese modo se respetaba el entorno, siguiendo la dinámica de la arena: una duna desaparecía, y en su lugar el destino (el viento) edificaba otra, pero distinta, más estrecha olarga, achaparrada, más desnuda, cubierta de ese saúconórdico que, como es tóxico, erradica los ataques de los pájaros. Zeewijk era un aprendizaje y una instalación. La repetición rigurosa de un barrio. Nada más.
Piet solía darme la espalda y hablaba al ventanal camuflado bajo una costra de espuma salada, mientras afuera un viento indiscreto movía a ráfagas, como si levantara una falda, las hojas de los arbustos de grosella. A los gemidos exteriores y a nuestros discursos seguían largos silencios, durante los cuales permanecíamos ausentes, allí, sin pensar en nada, sin recordar, sin prisa, de pie, con los brazos caídos, como un fotógrafo que espera las condiciones exactas para sacar siempre la misma fotografía, en el mismo ventanal, con la misma luz y el mismo encuadre. Piet decía que era un ejercicio de resistencia. A mí, después de un rato, me entraban ganas de reír.
Un día me llevó a la azotea de un edificio –que, por supuesto, ya no existe– y me señaló en el horizonte algunas cosas poéticas, algo románticas, que ningún jovencito puede recordar. Él lo había previsto todo, salvo los cambios de uso. Los Van Bert ya habían perdido la capacidad de prever el futuro, porque también ellos se habían transformado y, en cierto modo, habían desaparecido. Aquella dinastía de ingenieros y asesores en decadencia había tocado fondo con el último de la estirpe: Peter Van Bert, que no había acabado sus estudios de arquitectura, desempleado, receptor de subsidios y flâneur de la arena. Por tanto, no conocía el futuro del edificio desde el que mirábamos el horizonte, ya que para conocerlo tendría que haberse inscrito en la comisión de urbanismo de la ciudad. Pero era evidente que Piet tenía razón: nada de aquel barrio duraría.
A continuación, una pequeña parte del listado de edificios demolidos desde mi llegada a Zeewijk, en 1988:
Centro comercial Deka, construido en los años setenta. Estaba en perfecto estado y en su lugar, sobre los mismos cimientos arenosos, se construyó otro centro comercial Deka. Se llama Zeewijkpassage y parece atraer a la misma clientela.
Hospital perfectamente operativo, construido en los años setenta; sobre la misma arena construirán, dicen, una promoción de condominios.
Tres escuelas (dos institutos y un colegio de primaria) construidas después de la guerra (porque todo lo que no es arena data forzosamente de después de la guerra). En dos de estos casos han vuelto a construir escuelas.
Un fumador de hachís me ha confesado que aquí se vive con una sensación de pérdida similar a la de la amputación. Si hay un derecho sacrosanto hasta para los más pobres, es el de apropiarse de la propia nostalgia escolar, de todo lo que tiene que ver con las instituciones escolares que uno ha frecuentado, de la pista de futbito o el patio. En Zeewijk, a los chavales de veinte años o más se les niega ese derecho, porque los patios y los colegios desaparecen. Conjuntos enteros de edificios (entre ellos, aquel donde viví cuando llegué aquí) y casitas, en la zona del último anillo de Saturno, han sido sustituidos por una telaraña mineral de guaridas burguesas. Y, ya que hablamos de derechos: ¿qué otro derecho y deseo podría permitirse un humano, sino el de sobrevivir al hospital donde nació? En Zeewijk, un conspicuo número de personas ha obtenido mucho más: tras la muerte del hospital donde nacieron, han visto nacer en su lugar otro hospital donde han operado de anginas a su hijo y, por si no fuera suficiente, han vivido lo suficiente para ver la demolición de este otro hospital.
No supe qué responder. A veces pienso en mis libros, ¿sobrevivirán a tanta destrucción? Y se lo pregunto a Piet. ¿Se puede creer acaso, Piet, que nuestras obras tengan un destino distinto? Él dice que ya no escribe. Y que la vida aquí alimenta un cierto sentido del estupor. Hay cosas que nos avergüenzan, y por eso nos cuesta confesarlas, pero si uno piensa en ellas de noche, en rigurosa soledad, escuchando los gemidos del viento salado, mete la cabeza bajo el edredón y abre mucho los ojos.
Un día le dije a Piet que este ligur, mandado como avanzadilla a explorar Zeewijk, se conformaría con una sola cosa: volver, en su debido momento, a la que se atreve a llamar su aldea ligur, al lugar exacto donde nació, entre los muros de un pequeño hospital transformado después en asilo de ancianos, y sentarse allí, en la misma ventana del primer espasmo, y contemplar el valle. Hacer como los viejos de Zeewijk, que han sobrevivido a los hospitales de su época. Porque también en el valle, en mi Liguria, las cosas se transforman, pero no tanto: como mucho, un hospital se transforma en residencia, cambia su uso, pero las piedras son las mismas desde hace siglos y las cornisas del siglo XVIII, desconchadas y corroídas por las lluvias, se caen a trozos, y todo en cierto modo resiste a las trampas del tiempo.
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Autor: Marino Magliani. Título: El ojo de Rembrandt. Traductor: Carlos Primo. Editorial: Carpe Noctem. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
BIO
Marino Magliani (1960) comenzó a publicar a finales de los años 90 y desde entonces ha firmado más de 20 títulos que comprenden libros de relatos, poemarios y novelas. Ha traducido al italiano a autores españoles y latinoamericanos como Roberto Arlt, Gabriel Miró, Pablo d’Ors, Haroldo Conti o Félix Grande.
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