Tener un hijo no solo te cambia la vida, también hace que te plantees cosas que de otro modo no te hubieras planteado. Y es que, de no haber sido padre, yo estoy convencido de que nunca hubiera pensado en la importancia que tuvieron los dibujos animados en mi formación sentimental e incluso intelectual. Para los que nacimos y crecimos con la televisión, los dibujos animados que nos tragábamos al mismo tiempo que engullíamos nuestros bocadillos de chorizo de Pamplona no fueron menos importantes que el cine, la Biblia, los tebeos, los cuentos llamados tradicionales, y las novelas de aventuras y de misterio. En nuestros sueños infantiles convivían con naturalidad Bugs Bunny, Jesucristo, el Coyote, María Magdalena, Porky, Judas Iscariote, John Silver el Largo, Miguel Strogoff, el sastrecillo valiente, el dios colérico del Sinaí, Huck Finn, Pumuki, los Mosqueperros y Casimiro, que todas las noches, a las ocho en punto, nos mandaba a la cama no sin antes pedirnos que nos laváramos los dientes “con mucha pastita y agua corriente”. De ese magma heterogéneo y delirante, de ese batiburrillo pop, es de donde algunos venimos y de donde surge este libro que empezó como ensayo autobiográfico y que poco a poco se fue transformando en unas memorias noveladas de la infancia.
No hay terreno literario más fértil que aquel en el que se cruzan y entrecruzan la memoria y la imaginación, porque recordar es recrear. Pero el escritor que se lanza a recrear su infancia debe sortear un escollo tremendo, que hace que muchos naufraguen en el empeño: el exceso de perspectiva. Esta novela autobiográfica, que es también una crónica sentimental de lo que Luis Martín-Santos llamaba la España negra de secano, está dirigida al niño que fui: un chico de pueblo que leía todo lo que caía en sus manos y soñaba con ser detective. De lo que trata, fundamentalmente, Castigado sin dibujos es de la lucha entre la realidad y la fantasía, pero también trata de España. El niño crece, al mismo tiempo que la democracia, en un lugar marcado por la Guerra Civil: las ruinas escalofriantes del pueblo viejo de Belchite y las trincheras y casamatas que permanecen casi intactas, como heridas sin cicatrizar, forman parte de su paisaje cotidiano. Un paisaje de una aridez metafísica, como el paisaje de la Biblia, como el paisaje de los westerns y como el paisaje en el que el Coyote persigue incansable e infructuosamente al Correcaminos.
Son memorias de infancia más o menos noveladas algunos de los libros que a uno le han calado más hondo: Las palabras, de Sartre; El primer hombre, de Camus; La lengua salvada, de Canetti; los Relatos autobiográficos, de Bernhard; Crónica del alba, de Sender; Crónica sentimental de España, de Vázquez-Montalbán; Memorias de un niño de derechas, de Umbral; El cine de los sábados, de Terenci Moix o El balcón en invierno, de Luis Landero. A todos estos libros les debe mucho Castigado sin dibujos. Ellos me descubrieron las múltiples posibilidades narrativas que tiene el género y, sobre todo, la libertad de movimientos y de enfoques que ofrece al escritor.
Ni yo mismo sé dónde termina la realidad y dónde empieza la imaginación en este libro, cuántos recuerdos son verdaderos y cuántos inventados. Tampoco creo que eso importe demasiado. Lo que de verdad importa es hacer literatura, y que la literatura logre imponerse sobre todo lo demás. La memoria es terriblemente caprichosa y fantasiosa y cada uno tiene su propia versión de los hechos, versión que se va modificando con el curso de los años.
Castigado sin dibujos, ya lo he dicho, está dirigido al niño que fui: quería decirle que he hecho todo lo posible para no traicionar sus sueños. Para él, con humor y con ternura, he escrito este libro.
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Autor: Julio José Ordovás. Título: Castigado sin dibujos. Editorial: Xordica. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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