«Me llamo Helen Stoner y vivo con mi padrastro, último superviviente de una de las familias sajonas más antiguas de Inglaterra, los Roylott de Stoke Moran, en el límite occidental de Surrey». Esta sugerente frase con la que se dirige una joven dama a Sherlock Holmes aparece en las primeras páginas del relato La Banda de lunares. Es una aventura que le gustó mucho a Doyle, agente literario de Watson, y la convirtió en una exitosa obra de teatro. Tiene las características del cuento gótico y cualquier escritor podía haber continuado perfectamente el hilo de la narración por otros derroteros hasta llevarlo a cualquier desenlace imprevisto que no tuviera nada que ver con el original. Eso es lo bueno que tenía Watson, que sabía como empezar una historia para que no pudiéramos abandonarla hasta llegar a su término.
Si he sacado a colación esta aventura es porque ocurre en 1883, concretamente a primeros de abril, ya no volveremos a poder leer otro relato de Watson durante aproximadamente tres años. Y la razón es que se encontraba en los Estados Unidos de América.
Su hermano le había escrito una carta en la que le confesaba su calamitosa situación tanto en el aspecto físico como en el económico. Es decir, que estaba enfermo y arruinado. En cuanto Holmes tuvo conocimiento del contenido de la misiva se dirigió a un cajón de su escritorio y sacó el talonario. Su gesto abiertamente sincero al mostrarle la chequera lo decía todo y a Watson casi se le humedecieron los ojos. Aquel hombre, que tenía fama de huraño, frío e implacable, ponía todo su capital en sus manos sin dudarlo ni por un momento, para que dispusiera libremente de él y ayudara a su hermano que se encontraba en un grave apuro.
Watson aceptó agradecido el dinero de Holmes y de inmediato emprendió el largo viaje a San Francisco para reunirse lo antes posible con Henry. La escena con la que se encontró a la llegada a su destino fue desmoralizadora. Watson sabía que su hermano era adicto al alcohol, pero de ninguna manera esperaba que el grado de hundimiento y degradación física y moral pudieran llegar a tal extremo.
De inmediato se puso manos a la obra y dedicó las 24 horas del día a sacarlo de la situación en la que se encontraba inmerso. Después, con la habilidad y buen sentido práctico que le caracterizaba, abrió una consulta en un barrio céntrico de la ciudad y se llevó a su hermano como ayudante y recepcionista. Hay que tener en cuenta que Watson era un buen profesional de la medicina, había sido médico militar y dominaba perfectamente el tratamiento y posible cura de todo tipo de enfermedades. Uno de los primeros pacientes que trató fue a una señorita que se llamaba Constance Adams.
Se trataba de una joven que sin ser bella reunía todos los atributos que agradaban a Watson. Era una muchacha de gran dulzura y generosidad que nunca entorpecería la estrecha relación que mantenía con Holmes, es más, hasta en algunos momentos hizo todo lo que estuvo en su mano para estrechar aún más ese peculiar vínculo que los unía.
El noviazgo no fue muy largo para lo que se acostumbraba en aquella época y Watson convencido de que por una intervención del destino había encontrado a la mujer de su vida se le declaró en una bonita escena romántica, que sería sumamente indiscreto describir en esta crónica. Luego, una vez conseguido su loable propósito de encarrilar la vida de su hermano, le propuso que viajara con él a Londres y abrieran una consulta en esa ciudad. Henry declinó el ofrecimiento y le dijo a Watson que regresara tranquilo y arreglara cuentas monetarias con Holmes. Una vez en Londres supo por Constance que estaba totalmente curado. Entonces y solo entonces, Watson volvió a San Francisco y se trajo con él a su prometida para hacerla su esposa. La ceremonia se celebró el 1 de noviembre de 1986 en la iglesia de St. George, situada en Hanover Square.
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