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Erotismo y vacío. Las nuevas formas del kitsch

Erotismo y vacío. Las nuevas formas del kitsch

Casi todo el mundo ha oído hablar del kitsch. Quienes no lo han hecho, más que nada desconocerán este término académico para lo hortera. La categoría suele referirse a lo muy manido y lo burdamente ejecutado, que no pocas veces van de la mano. Algunas de esas casas populares que salen a veces en realities o reportajes televisivos, muy sobrecargadas de souvenirs y otros enseres, han venido representando sus estéticas, pero el kitsch de ahora ya no es esa escena relamida de caza o aquella teja pintada, sino algo con las ínfulas del arte profundo y complejo, solo que sin ser ninguna de las dos cosas. Esto marca una diferencia importante, porque el mal gusto clásico conservaba una especie de honestidad que sus nuevas formas han abandonado, en su afán por venderse a golpe de promo. Casi cualquier navegación rápida mostrará un buen puñado de Pollocks y Harings aparentes, viéndose especialmente representada una abstracción vacía; formas y composiciones sin razón de ser más allá de lo decorativo en la peor de sus concepciones.

En La pintura moderna (1961), Greenberg hizo referencia a la Buckeye painting, que es como Barnett Newman llamó al típico lienzo tosco de sala de estar de entonces, que solía representar paisajes, quizá con castaños de indias, a juzgar por el término. Se supone que el expresionismo abstracto se rebelaba un tanto contra eso: contra lo vernáculo y su gusto intrascendente por la forma y el motivo tradicionales. Lo curioso es que ese arte rupturista y —por extensión— todo lo que ha sido muy reproducido desde las vanguardias, se ve ahora degradado y reducido a cliché. Su secuela se ha convertido en lo nuevo rancio, por así decir, y en estos días no solo vemos cuadros abstractoides donde antes veíamos una escena pastoral cursi, sino que existe todo un mercado paralelo que exhibe obra, sobre todo no figurativa, sin contenido discursivo alguno. De ahí que en pequeñas y no tan pequeñas ferias —mismamente en ARCO— los galeristas remarquen como un valor objetivo que sus representados no estén en redes cuando se da el caso.

"No todos los malos artistas, que frecuentemente rastrean las redes en busca de material estético que fusilar, son buenos vendedores, pero muchos de ellos compensan su carencia esencial con un manejo eficiente de las técnicas de marketing online"

De alguna forma es como si todo este arte, consciente de su naturaleza de simulacro, hubiese hipertrofiado los aspectos comerciales y mercantiles de su proyección virtual. Que los artistas, las artistas, posen eróticamente ante sus obras, solo agudiza el carácter frívolo de lo que hacen y en donde solo vemos rasgos esquemáticos y superficiales de cosas que ya hemos visto y que en su momento resultaron de aventuras creativas sesudas; llenas de pudor y dudas, si no de una mínima vergüenza torera, por expresarlo castizamente. Algunas excepciones guardan una relación de proporcionalidad inversa con las estadísticas, así que, en resumen, no todos los malos artistas, que frecuentemente rastrean las redes en busca de material estético que fusilar, son buenos vendedores, pero muchos de ellos compensan su carencia esencial con un manejo eficiente de las técnicas de marketing online.

"Nada de lo anterior enmienda el que pocas falacias sean tan falsarias como la que da a entender que no se pueden establecer juicios estéticos frente a lo que uno ve y encuentra por ahí"

Otra forma de enfocar el asunto es fijarse en el efecto democratizador de las tecnologías de la comunicación. Ha hecho saltar por los aires la oposición, muy posmoderna, entre autodidactismo y academia, y lo que se supone que debería ser motivo de regocijo ha declinado más bien en una devaluación exhaustiva del proceso en favor del producto. Todo esto sucede, además, en un contexto de relativismo salvaje, desentendido ya de las viejas verdades de la estética, como si de una pesadilla kantiana se tratara. Todo puede gustar, hasta el Torbellino de amor que unos sagaces artivistas colaron en el Guggenheim bilbaíno en 2003, en una acción que hoy se antojaría poco revulsiva o directamente insípida. Lo cierto es que el nuevo kitsch asume formas más sofisticadas, aunque rápidamente se delate por su aspecto de algo torpemente emulado. Por último, un lector sagaz podría señalar las gotas de elitismo que se destilan de este pequeño artefacto periodístico: no erraría porque, para con lo que nos interesa, el arte es como el vino o cualquier otra cosa, lo que simplemente significa que puede ser bueno, malo o regular, pero también implica que son quienes han tenido la oportunidad de educar su gusto los que verán tan clara la cuestión.

Nada de lo anterior enmienda el que pocas falacias sean tan falsarias como la que da a entender que no se pueden establecer juicios estéticos frente a lo que uno ve y encuentra por ahí; es más, es algo que debe hacerse, aunque solo sea por otorgar algún sentido postrero al suicidio de Rothko y por no embarrar tan fácilmente las bregas de los verdaderos exploradores plásticos. El proverbial desorden del taller de Francis Bacon es el mejor de los contrastes ante todas esas fotos de artistas posando en entornos tan limpios y asépticos que dan vértigo. No funciona así y no importa; no, al menos, al público informe ni a los clientes potenciales, y tampoco importa porque todo se reajusta y recoloca a la larga. Puede que alguna cosa valiosa se pierda o que simplemente siga esperando a ser redescubierta, pero lo que está claro es que el tiempo siega la broza sin contemplaciones, y es una suerte, porque hace que las cosas tengan sentido después de todo.

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