Visiones del prodigio
Desde la ventanilla del tren, la cúpula de Santa Maria dei Fiore anuncia la inminencia de Florencia mucho antes de que Florencia se manifieste. Luego desaparece como si se hubiera tratado de una ensoñación pasajera, una ilusión de armonía en las irregularidades de una periferia poco inclinada a las decantaciones estéticas. Las perspectivas de la contemporaneidad tienden a sepultar la belleza bajo la tentación del utilitarismo. Luego necesito buscarla para ubicar en ella un punto de referencia, el centro de gravedad permanente sobre cuyo eje se orientarán mis pasos erráticos por unas calles que piso por vez primera y que procuro recorrer sin una brújula ni un mapa que me orienten, guiado sólo por los caprichos de un azar que me depara el hallazgo de rincones inopinados, callejuelas escondidas en rincones imposibles, esculturas venerables que recogen el testigo de mitologías olvidadas e inmortales. La cúpula aparece de pronto al fondo de una recta, emerge por encima de unas cubiertas desconchadas, impone su hermosa racionalidad sobre los tejados irregulares y caóticos de la villa que fue creciendo a sus costados. Pola me envía un mensaje en el que me recuerda las palabras que Miguel Ángel dirigió a Brunelleschi, o más bien a su cúpula, cuando recibió la encomienda de diseñar el cimborrio de San Pedro del Vaticano: «Me voy a Roma a hacer a tu hermana; no podré hacerla más bella, pero sí la podré hacer más grande». Buonarotti está enterrado en la basílica de la Santa Croce, que fue donde Stendhal sufrió, mientras contemplaba los frescos del Giotto, el famoso síndrome al que daría nombre. Pudo haberle ocurrido en cualquier otra parte, porque si de algo está sobrada Florencia es de razones para abrumar incluso a los viajeros más insensibles o menos inclinados a la conmoción artísitica, pero aun así la cúpula de Santa Maria —que fue la más grande del mundo tras las que se construyeron durante el Imperio Romano y todavía se considera hoy la mayor obra realizada en albañilería— ejerce una atracción especial y permanente, es un imán que cautiva la mirada en cuanto un sexto sentido alerta de su proximidad, un remanso para el ojo que la busca y, al encontrarla, halla en ella un faro y un anclaje. En una exposición en la que se exhiben planimetrías antiguas de la ciudad, desde el Medievo hasta el siglo pasado, se advierte un antes y después de su presencia, cómo lo que fue caos y espontaneidad adquirió, a partir de su construcción, un sentido y un orden, un núcleo al que atenerse y un punto de fuga desde el que aventurarse en pos de nuevas exploraciones urbanas. Vuelvo a ella en ocasiones repetidas a lo largo del día —unas veces porque la busco a conciencia, otras porque ella me sale al paso sin que medie por mi parte la menor voluntad de importunarla— y la observo desde el suelo y la rodeo y envidio secretamente a las figuras humanas que veo encaramadas a su cúspide, convertidas por unos instantes en parte del prodigio, tan contundente que sólo admite descripciones puramente técnicas porque ninguna palabra, ningún circunloquio, ninguna metáfora, acierta a describir las sensaciones que desencadena su contemplación embelesada. Dijo Leon Battista Alberti que cubría con su sombra todos los pueblos toscanos. Se quedó corto: la luz que desprende renueva la esperanza en la humanidad; no estaremos del todo perdidos mientras en alguna parte haya alguien perseverando en el empeño de crear algo bello.
Los escritorios
«Escribe en todos los lugares de la casa que puedas», me dijeron a llegada, y he seguido la recomendación con entusiasmo. Me instalé los primeros días en el estudio de la primera planta de la torre, una habitación discreta cuya ventana da a un rincón tupido del bosque que rodea la construcción. En los anocheceres la lámpara de la mesa ofrece una penumbra y un sosiego muy propicios para la corrección y la lectura. Es coqueta y recogida, y tiene esa hospitalidad familiar que uno encontraba en la infancia cada vez que iba de visita a la casa de sus abuelos. Es el cuarto que usa Emmanuel Carrère cuando se hospeda aquí, donde escribió alguna de las páginas de El Reino, y me pregunto ahora qué ocurrirá al releer ese libro, si no hallaré en algunos pasajes reminiscencias familiares de esta silenciosa paz toscana. Al cabo de unas jornadas —las que precisé para habituarme a las normas y las costumbres del lugar, para reconocer los pliegues del jardín, para demorarme en los senderos visibles e invisibles que recorren sus predios y sus entresijos cotidianos— comencé a trabajar durante las mañanas en el despacho donde escribía Gregor von Rezzori y que ocupa la planta alta de lo que una vez fue el granero. Es un espacio amplio y diáfano, con una generosa mesa de madera sobre la que reposan una antigua máquina de escribir y viejas fotografías enmarcadas. La rodean libros y antigüedades y obras de arte, y se abren frente a ella unos amplios ventanales que dan a una perspectiva casi infinita sobre el valle y las colinas que lo jalonan. Escribo ahora estas líneas desde otro estudio, el que se habilitó en la última planta de la torre y al que se accede por una puerta secreta que da a unas escaleras construidas dentro de una estructura de madera que se anexó a la construcción original. Se trata de una habitación cuadrada en la que hay dispuesta una cama con dosel, un armario decorado con motivos que remiten a las viejas artes orientales y una cómoda cuyos cajones no he querido abrir para no deshacer la magia de los misterios irresueltos. Bruce Chatwin pasaba las horas escribiendo aquí, y también se instaló ante esta misma mesa el propio Von Rezzori cuando regresó de un ingreso hospitalario y tuvo que avecindarse en la torre porque unas obras de reforma hacían inhabitable el edificio principal. Fue en ese tiempo cuando escribió su Anecdotage, un libro de corte memorialístico que es una premonición de despedidas. No se ha traducido al castellano y lo voy ojeando a ratos en inglés o en italiano, en alguna de las ediciones que hay dispersas por la casa. Se habla en él de la torre, de la vocación defensiva con la que se construyó en algún momento del último Medievo y del paisaje que se ve desde sus ventanas, con las ruinas del castillo de Sammezzano y los perfiles de algunos pueblos cercanos recortándose al fondo sobre el cielo nebuloso, protagonistas secundarios de un espectáculo en el que la naturaleza adopta una de sus expresiones más perfectas. Murió unos pocos años después de darlo a imprenta —no iba desencaminado el presagio que lo impulsó a teclear en la vieja Olivetti que ha estado junto a mí en estos últimos días— y sus cenizas se esparcieron aquí mismo, al pie de la torre, amparadas por una pirámide de piedra que lleva su nombre grabado en una de sus caras. También se ve esa extraña sepultura desde aquí. Hay ante ella una mesa y un banco, dispuestos para que quien quiera pueda tomar asiento y entregarse al ejercicio de buscar las palabras justas en esa suerte de limbo entre la vida y la muerte, donde el pasado no deja de ser nunca presente y los búhos arrullan por las noches con su canto la parsimoniosa resurrección de los fantasmas.
Una carta
Su madre era una mujer joven y hermosa. Lo atestiguan las pocas fotos suyas que conserva y que tiene enmarcadas en una de las mesas de la gran habitación donde trabaja. Murió de tifus cuando ella era una niña, apenas contaba seis años de edad, y aún recuerda algunas cosas: cómo la sentaba en la cama mientras se vestía para acudir a alguna fiesta, las palabras que empleaba para trasladarle su cariño, asegura que también es capaz de evocar alguna que otra vez el timbre de su voz. Nadie le comunicó su fallecimiento. «Tu mamá está enferma», se limitaron a decirle, y la metieron en un coche que la llevó hasta la casa de sus abuelos. Pasaron varios meses, un año entero, hasta que un día recibió una carta. Llevaba la firma de su padre, quien de su puño y letra había pergeñado aquellas líneas en las que le contaba tardíamente aquello que aún ignoraba: «Tu mamá es ahora un ángel que cuida de nosotros desde el cielo.» Me cuenta todo eso nueve décadas después, sentada en una butaca donde revisa otras correspondencias que ha mantenido a lo largo de los años con artistas, con escritores, con músicos, con cineastas. No me atrevo a preguntarle si conserva, entre todas las misivas que pasan ahora por sus manos frágiles pero aún certeras, esa carta de su progenitor con la comenzó a desmoronarse su inocencia. Brillan sus ojos claros y apacigua su sonrisa el dramatismo de aquel momento cada vez más remoto que ahora invocan sus palabras. «Supongo que no se atrevió a decírmelo en persona, él también era un hombre joven, no sabría muy bien cómo tenía que hacerlo; la verdad es que era una carta muy educada, muy respetuosa, también cariñosa, muy bonita», lo disculpa. Luego inclina la cabeza y se entrecierran sus párpados, la mirada se posa en algún punto inconcreto de la alfombra: «Pero también es verdad que no es eso lo que una niña pequeña espera de su padre.»
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