El escritor japonés y Premio Nobel de Literatura Kenzaburo Oe falleció el 3 de marzo por causas naturales, según ha informado esta semana su editorial. En 2004, José Ángel Mañas realizó una entrevista al autor de Cuadernos de Hiroshima que reproducimos a continuación.
Es un señor amable y contenido. Nació en una isla perdida del archipiélago japonés, en un valle rodeado de bosques que aparece a menudo en sus obras. Un lugar predominante en su imaginario personal, del que ningún miembro de su familia había escapado previamente. Le pregunto por las imágenes que le quedan de su niñez, y su primer recuerdo es el de una mañana en la que alguien llegó corriendo a su aldea. «¿Dónde está la casa del señor Oé?». Media docena de críos lo observaba. «Soy el hijo de los Oé. Sígueme», repuso uno, avanzando. Y lo guió hasta su hogar, donde el mensajero anunció gravemente: «La guerra ha empezado». Era 1941. Kenzaburo tenía seis añitos.
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—Parece que la figura más importante de su infancia, la señora Oé, fue una contadora de cuentos extraordinaria.
—En efecto. Siempre pensé que habría sido mejor escritora que yo.
—Y usted no empezó a leer hasta los nueve años…
—Así es. Piense que la mía era una aldea aislada. No había ninguna librería. Empecé con los libros del colegio. Hacia el final de la guerra mi madre se acercó a la ciudad más importante de mi prefectura, y volvió con una novela de Thomas Mann y El maravilloso viaje de Nils Holgerson, de Selma Lagerlof, que sigue siendo desde entonces una de mis obras favoritas de todos los tiempos. Me atrajeron enseguida, porque recreaban situaciones completamente ajenas a mi universo. Constituyeron un viaje fantástico a lugares muy lejanos.
—Al empezar la Segunda Guerra Mundial, usted era un niño de seis años y, cuando acabó, tenía apenas diez. No obstante, la guerra aparece recurrentemente como trasfondo de sus obras. Su primer relato, La presa, narra la fascinación de un grupo de niños en una aldea similar a la suya por un prisionero negro recién caído en paracaídas. ¿Es autobiográfico?
—No, aunque el texto arraiga en las sensaciones que experimenté en su momento. Imagínese. Estoy viviendo en una aldea apacible, rodeada de bosques. Más allá de esos bosques está la guerra. Y yo vivo continuamente con la impresión de que hay algo amenazante escondido al otro lado. Ese era el tipo de sensaciones que quise recrear.
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«Mi hermano y yo éramos dos menudas semillas envueltas en una vaina dura y de pulpa espesa (…) Para nosotros la guerra solo significaba la ausencia de los hombres jóvenes de la aldea y, de vez en cuando, la entrega por el cartero de un comunicado oficial anunciando una muerte en el campo de batalla. La dura envoltura y la espesa pulpa no se dejaban penetrar por la guerra». (La presa)
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—Luego llegó Hiroshima. Nosotros tenemos la imagen abstracta del champiñón atómico. Como es sabido, Hiroshima tenía una población de 350.000 habitantes, de los cuales 80.000 murieron desintegrados en el acto. Usted ha escrito sus Notas sobre Hiroshima al respecto. ¿Cómo le afectó aquello?
—Cuando los Estados Unidos lanzaron sus bombas atómicas, los japoneses no sabíamos ni lo que eran. Nuestra isla estaba un poquito al sur de Hiroshima. Al arrancar aquella mañana de verano, los jornaleros de nuestra aldea salieron, como de costumbre, a hacer sus labores. Todos vieron una luz cegadora encima del mar. Cuatro o cinco días después empezaron a llegar los primeros grupos de refugiados. Muchos tenían sus cuerpos cubiertos de pequeñas llagas. Eran los heridos más leves. Murieron en cuestión de días. Esa fue mi experiencia directa. Después pasaron 18 años y yo estaba atravesando un momento difícil. Mi hijo recién nacido permanecía en una incubadora. Con una hidrocefalia. Yo tenía que decidir si quería que lo dejaran morir o someterlo a una operación que lo dejaría lesionado cerebralmente de por vida. En esas circunstancias me resultaba imposible concentrarme en una novela, y un amigo me invitó a acercarme con él a una asamblea de víctimas de Hiroshima. Para escribir un reportaje. Así que lo hice. Contacté con los supervivientes y con un doctor que había estado en Hiroshima desde el mismo día de la explosión y que se convirtió en la figura central de mi reportaje. El ejemplo de este hombre, que había tenido que enfrentarse con un sufrimiento humano tan intenso y en muchos casos irremediable, me ayudó a asumir lo de mi hijo.
—¿Podría definir la guerra?
—En mi niñez siempre me imaginaba una oscurísima tierra baldía donde se perpetraba una violencia extrema.
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«…descansen en paz, porque el error no se repita». Es la inscripción del cenotafio que recuerda a las víctimas de la bomba atómica. Hiroshima es, como su nombre indica, una isla extensa, un pedazo de tierra bañado por los siete canales del río Ota, cuyas aguas silenciosas parecen guardar aún un poco del terror que inundó la ciudad hace cincuenta y ocho años, cuando un 6 de agosto la transformó para siempre. Tras el lanzamiento de la bomba atómica, en unos segundos se borraron las calles, se fundieron los edificios, desaparecieron los pobladores y se esfumó también algo de la inocencia de la raza humana». (Extracto periodístico recreando la tragedia de Hiroshima).
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—En el año 57 se trasladó a Tokio. Para estudiar. Era la primera vez que salía de su comunidad. ¿Como sintió aquel periodo de libertad existencial?
—Yo vivía en un microcosmos muy cerrado. En mi aldea todo el mundo me conocía. Y yo conocía a la perfección ese mundo, dado que mi madre me relataba incesantemente la historia del lugar y sus mitos. Entonces llegué a Tokio y caí en la cuenta de que no entendía a la gente. Hablaban demasiado rápido. Era un universo completamente extraño. Allí empecé a leer literatura francesa. Desde ese momento, la más importante palabra de esa lengua para mí sigue siendo autrui, la gente «otra», los Otros. Yo vivía rodeado de ellos.
—Nada más llegar, en el año 58, siendo todavía estudiante de filología francesa, ganó un importante premio, el Akatugawa, con La presa. A eso en España se le llama llegar y besar el santo. ¿Fue el primer texto que escribió?
—Efectivamente.
—Luego, su primera novela, Arrancad las semillas, fusilad a los niños, también fue un éxito.
—No de público.
—¿Le afectó a usted aquella exposición tan precoz?
—Mucho.
—¿Lo lamenta?
—Mucho.
—¿Incluso hoy? ¿Lamenta la publicación de un texto tan aclamado como La presa?
—La presa me gusta. Pero pienso que habría podido esperar cinco años antes de sacarla a la luz. Un escritor debe meditar mucho antes de publicar.
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«Mis sentimientos de remordimiento y vergüenza eran como una raíz que al crecer se ramificara pero acabara volviendo a unirse por las puntas. En concreto, a propósito de Diecisiete y Muerte de un activista, no cesaba de repetirme lo siguiente: podía haber escrito aquellos relatos con más habilidad, o sea, sin provocar los ataques de la ultraderecha y haciendo a un tiempo más eficaz su mensaje (…), el hecho mismo de haber empezado a escribir me parecía un error irreparable». (Cartas a los años de nostalgia)
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—Sus detractores en esa época consideraron sus textos demasiados oscuros y poco elegantes. Usted mismo ha afirmado querer violentar al idioma japonés con una sintaxis irreconciliable con él. ¿Puede aclarar esto?
—Sí. Yo primero escribo tres frases. Luego las ensamblo y construyo una sola. Es un método muy sencillo. Sin embargo, en Japón no lo hacen. No conectan las frases.
—Prefieren colocar ladrillitos uno tras otro.
—Algo así. Digamos que, haciendo lo que yo hago, la frase que resulta es extraña, aunque yo creo que esa nueva frase es necesaria.
—Igual en su época. A lo mejor hoy convendría que muchos volviesen a los ladrillitos.
—Es posible. Ja, ja…
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La risa anima esos rasgos algo desaboridos, humanizándolos. Hasta aquí Oé ha permanecido inexpresivo, casi hierático, enfundado en su chaqueta impecable, las manos cogidas, la cara tristona entre esas orejas de soplillo, la mirada grave, velada por las gafas, casi un enigma. Un haiku, pienso. Inevitablemente, se me vienen a la mente palabras como: «Posado sobre el borde de mi plato,/como un guerrero en emboscada,/una mariposa…».
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—Usted habla muy a menudo de Kazuo Watanabee, un profesor suyo. Un erudito especializado en literatura francesa del siglo XVI. ¿Fue algo así como su padre espiritual?
—Sí. Él fue quien me enseñó lo que significa ser humanista. En él encontré a mi auténtico padre. Cuando murió, yo tenía 40 años. La experiencia me aplastó. Fue la peor crisis de mi vida. Empecé a pensar en escapar del Japón. Fue cuando me refugié en Ciudad de México.
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«(…) ¿crees normal que tú, viviendo en el extranjero, únicamente intercambias unas palabras, por la mañana, con el portero de la finca, que solo habla español, y que, aparte de ir a dar tu conferencia semanal a los estudiantes, permanezcas aislado en tu apartamento el resto del tiempo?« (Cartas a los años de nostalgia)
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—Hemos recordado antes que en el 63 nace su hijo Hikari, discapacitado mental, abriendo una nueva etapa vital. Durante los próximos años escribe usted una serie de relatos más o menos extensos sobre el tema que le granjearon un indudable reconocimiento internacional, entre ellos Una cuestión personal y Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura.
—[…]
«A partir de ese día, el dolor físico de su hijo se transmitía directamente al hombre gordo en forma de resonancia a través de sus manos unidas (…). El hombre gordo desempeñaba para la mente de su hijo sacudido por el dolor, de algún modo, el papel de ventana, una ventana abierta por un lado sobre el temible mundo exterior y por el otro sobre el lastimoso y oscuro universo interior tan solo capaz de sufrimiento y prácticamente cerrado a las realidades externas». (Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura).
—A mí ambos textos me transmiten una intensidad emocional nada común. Son ficciones que consiguen que se me haga un nudo en la garganta…—insisto.
—Humm…
—Al mismo tiempo me desconcierta que usted admire tanto a Vargas Llosas. Para mi es un gran constructor de novelas, con un talento opuesto al suyo. El trabajo de Vargas Llosa, bajo mi punto de vista, se asemeja en lo estructural al de Beethoven o al de Bizet, y el suyo al de Wagner o Berlioz. La fuerza de Oé radica en esa sensibilidad extrema que, con su energía nerviosa, se lleva por delante cualquier intento de formalización. Su principal baza es el magnetismo que confiere a sus textos lo que Unamuno llamaba el sentimiento trágico de la vida. Vamos, que es usted un romántico, en el sentido más extenso de la palabra. ¿Está de acuerdo?
—Sí. Pero eso no es contradictorio con que admire el sentido de la estructura de Vargas Llosa.
—Según un importante poeta francés, un clásico es un romántico que ha aprendido su oficio. ¿Ha terminado usted siendo un clásico?
—Ni soy clásico, ni quiero serlo. No me gusta sentirme encerrado en el estilo o en la estructura narrativa clásica. El técnico más admirable de la novela es Cervantes, en el Quijote, con sus infinitas digresiones. Yo a eso no lo llamo un estilo clásico.
—Para Vargas Llosa, novelar es como un estriptis invertido en el que el autor se va vistiendo progresivamente. Usted parece haber recorrido el camino contrario. ¿Se ha llegado a sentir desnudo en alguna de sus obras?
—No me importa estar desnudo. Me gusta estar desnudo cuando escribo. No tengo nada que esconder.
—¿Podría usted definir lo que supone la creación literaria para usted?
—Reescribir y reescribir y reescribir. Ese es mi método. Un escritor lo único que tiene es una cierta técnica del lenguaje. Conoce el lenguaje y lo utiliza. Escribe y escribe, y al final esa elaboración crea algo.
—Pero también está la capacidad de empatía, ¿no?
—Sí.
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…among the Just
Be just, among the Filthy, filthy too,
And in his own weak person, if he can,
Must suffer dully all the wrongs of Man.
(The Novelist. Poema de Auden citado por Kenzaburo Oé en su discurso de recepción del Premio Nobel.)
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—En la página 419 de Salto mortal, Patrón, uno de los dirigentes de la secta sobre la que versa su texto, afirma: «Uno entra en la vida con una total ignorancia, y cuando alcanza cierta edad, en mi caso fue pasados los treinta, se ha dado cuenta de pronto de que el fundamento que sostiene la vida se le desintegra entre las manos, y no alcanza uno ya a recomponer aquella unidad». Eso me recuerda lo que decía Onetti de que a los 30 uno es ya un hombre hecho o deshecho. ¿Cómo vivió usted la treintena? ¿Cuáles fueron sus sentimientos al convertirse en padre?
—Pienso que mi caso no es del todo representativo. Tras el nacimiento de mi hijo, Hikari, empecé a integrarme en la sociedad. Hasta ese momento yo era un joven escritor, sin apenas contacto con la gente. Estaba en una habitación cerrada y a oscuras. Luego fui entrando progresivamente en el mundo…
—Y el mundo lo recibió con los brazos abiertos. Tras su estancia en México, sobrellevando la misantrópica crisis de los 40 de la que habla en Cartas a los años de nostalgia, el aprecio de Carlos Fuentes, Octavio Paz y García Márquez le abrió las puertas del mercado editorial internacional. En España, su obra empezó a difundirse en los 80. Y el proceso culmina en el año 94, cuando le concedieron a usted el galardón literario más prestigioso del planeta: el Nobel de literatura. Usted ha escrito una tesis sobre Sartre. ¿Qué opina de que el escritor francés rechazase en su momento el Premio?
—Sartre era el mejor ensayista del siglo, pero no un buen novelista. En mi caso no tuve tiempo ni para pensarlo. Ese año el Nobel debería haber sido para Abe Kobo, solo que él murió a principios de año y me tocó a mí.
—Lo digo porque, a continuación, Kenzaburo Oé rechazó la Orden del Mérito Cultural Japonés…
—Es otra cosa. La Orden del Mérito la entrega el Emperador.
—No parece usted muy amigo del Emperador…
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Es otro de los temas recurrentes de sus novelas. Un buen día, allá por el año 46, el Emperador se vio obligado a confesar que se sentía humano. Fue su propio «salto mortal», algo que conmocionó a la nación casi tanto como Hiroshima. Kenzaburo Oé reaccionó convirtiéndose en un feroz demócrata. En buen adalid del compromiso sartriano, participó activamente en las virulentas manifestaciones contra el Tratado de Cooperación y Seguridad Mutua entre el Japón y los Estados Unidos, en el 52.
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—En Japón la cultura vive a la sombra del Emperador. Yo no quería entrar en su círculo —aclara—.
—¿Y no lo tomaron en su país como un desplante?
—Algunos —confiesa—. Hubo manifestaciones violentas a las puertas de mi casa. Pero no me importó.
—Como en sus novelas.
—Sí. Ja, ja…
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«Cuando Patrón y Guiador se mudaron a esa casa, era feroz la compleja persecución que sufrían por parte de una gente que no solo los miraba con antagonismo, sino que les tenía plena aversión. En tales momentos y para protegerse de posibles ataques a pedradas, hicieron instalar esas contraventanas. Y no ya con el propósito de proteger su integridad fisica, sino también llevados por el temor de que las piedras arrojadas rompieran los cristales, pensaron en un principio que solo tenía sentido instalar las contraventanas por el lado exterior de los cristales. Sin embargo, Patrón argumentó con insistencia que él solía echarse en el sofá a leer libros y que por eso quería tener las planchas de madera –y mientras más sólidas fueran, mejor– lo más cerca posible de su propio cuerpo, como una muralla envolvente». (Salto mortal)
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—Hablemos de Salto mortal. A mí me ha parecido un texto extraordinariamente largo.
—Sí.
—Ochocientas páginas. No es moco de pavo…
—No.
—Hay que concentrarse mucho…
—Claro.
—Va un poco en la línea de Proust, Henry James, ¿no es eso?
—Sí.
—¿Qué le parece el minimalismo?
—Bien.
—¿Y se ha quedado a gusto? ¿Ha exprimido lo suficiente la historia?
—Ja,ja…
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Este hombre ha escrito, posiblemente, una de las novelas más ambiciosas y densas de la década. Acaba de regalarle a los amantes del maratón esotérico y de los infinitos matices del alma humana una obra inabarcable, de una extensión monstruosa, una puesta al día de Los Hermanos Karamazov, con misticismo milenarista y sectario inclusive, y el mito de Jonás como trasfondo simbólico. En contraste con el hermetismo irresumible de su propuesta, resulta desarmante esa sencillez de anciano sabio y respetable. El humor no parece hacer mella en la legendaria cortesía japonesa.
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—En su novela hay mucha filosofía. Se tratan todos los grandes temas: la poesía, la muerte, la fe, la religión. ¿No es demasiado ambicioso? ¿No es pedirle demasiado a la forma novelesca?
—Cualquier cosa puede entrar dentro de la novela. Eso es lo que pienso.
—Un cajón de sastre donde cabe todo. Dixit Baroja, vamos.
—Eso.
—Me encanta el concepto de salto mortal. ¿Se debe a la influencia de Kierkegaard?
—Puede ser —los ojos rasgados se guiñan detrás de sus gafas—. Yo leía mucho a Kierkegaard cuando era joven.
—El filósofo danés daba un salto mortal desde el descreimiento hasta la fe. Sin embargo el de sus protagonistas, los dos líderes que apostatan de su secta, es un salto mortal de espaldas: desde la fe hasta el descreimiento.
—Muy bien visto. Ja, ja…
—¿Eso es voluntario? Quiero decir: ¿quiso invertir el salto de Kierkegaard?
—En mi concepto, saltar hacia delante o hacia atrás viene a ser lo mismo.
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Cuando yo muera,
sed los guardianes de mi tumba,
saltamontes…
Uno se queda con ganas de profundizar en el tema. De hablar del supurante y crucificado Patrón y de su amanuense Guiador. De la bailarina mística. De la inmolación simbólica de Patrón bajo un gran ciprés en llamas. De la escena de sexo anal entre Kizúo, el viejo profesor de arte enfermo de cáncer, y el joven Ikúo, obsesionado con esa voz que grita dentro de su cabeza: «¡Hazlo!», como en el anuncio de Nike. Pero el mundo de la prensa es inmisericorde. En estos momentos entra una chica en el salón de hotel. Se acerca con una sonrisa, toqueteando ligeramente el reloj de pulsera. Ah, los premios Nobel, esa agenda tan llena de citas con entrevistadores que apuntan cada una de sus palabras con una seriedad de espanto. Como le explico al señor Oé, no puedo dejarlo escapar sin hacerle las preguntas de rigor sobre la actualidad política.
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—Le prometo que es lo último. ¿Ha seguido las manifestaciones de este fin de semana en España? ¿Ha seguido todo lo que ha ocurrido desde los atentados del once de marzo?
—Por televisión. Me han parecido maravillosas por la serenidad de la gente.
—Estamos a pocas calles de la estación. ¿Se ha acercado a Atocha?
—Yo soy un extranjero. Tengo que tener mucho cuidado con mis actividades — dice con una prudencia algo críptica.
—¿Y qué piensa del terrorismo islámico y de la política exterior americana?
—Estoy en contra de ambas violencias. Bush no tiene derecho a bombardear Afganistán. Lo critiqué en su momento y lo seguiré criticando. También he criticado el envío de tropas japonesas a Irak, un hecho inédito desde la Segunda Guerra Mundial. Hemos de encontrar la manera de luchar contra el terrorismo y contra el poder de los Estados Unidos. Hemos de conseguir unas Naciones Unidas fuertes, ¿no le parece?
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«(…) retomo su tesis de que los intelectuales colaboran a veces en la construcción los sistemas de intolerancia. Deseo sinceramente que los intelectuales de este país discutan entre ellos la mejor manera de destruir ese mecanismo que empuja el sentir nacional en una dirección determinada. (…) No tengo en mente solo a ese limitado número de personas que escriben para los medios de comunicación, sino a ese gran número de intelectuales que constituyen las verdaderas fuerzas motoras del sentir nacional». (Carta abierta a Vargas Llosa)
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—Estoy muy de acuerdo. Pero desde Kant hasta acá no parece que la cosa haya avanzado demasiado por el camino de la paz perpetua. Me alegra, en cualquier caso, ver que alguien de su edad y con tanto mundo siga creyendo en las virtudes consensuales de la democracia.
—Yeats dijo que a él le gustaría llegar a ser un viejo loco y cabreado (a crazy angry old man). A mí me gustaría morirme siendo un loco y viejo demócrata cabreado.
—Muchísimas gracias, señor Oé —me incorporo, tendiéndole el maravilloso mamotreto que nos ha compuesto.
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Hace mucho tiempo yo lo interrogaba
sobre la profundidad sin fondo de la nieve…
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—¿No le importaría echar aquí una firmita…?
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Entrevista publicada en la revista Gentleman, mayo de 2004.
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