A continuación reproducimos la tercera entrega de la serie dedicada a Paul Boyton, aventurero y gran amante de los deportes acuáticos, escrita por Ramón J. Soria.
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¡ALTO A LA GUARDIA CIVIL!
La figura del pastor o la pastora llenarán los sueños de libertad y los húmedos de cientos de escritores. Es la Arcadia, una forma falsa de mundo feliz que en nada se parece a la verdad. Si te topas con ellos e intuyen que puedes ser un tipo interesante se cruzarán contigo como por azar y te darán conversación, si hay milagro hasta podéis compartir un rato la bota de vino, el cigarrillo y la merienda, pero lo habitual es que pasen de largo, saluden altivos y secos con un gesto o un condiós y te ladren los perros advirtiéndote de que allí solo eres un extraño, un tipo de ciudad, un vulgar sedentario advenedizo. Su soledad y su silencio es voluntario, el silencio y la soledad que has dicho que fuiste a buscar al campo es, al final del paseo de dominguero, una incomodidad inquietante a la que nunca te vas a acostumbrar. Tú nunca podrás ser un maldito «Habirû» sino un dominguero disfrazado con ropa “de aventura”.
Recordemos que estamos en invierno, ha nevado y ha helado, no hay mucho pasto para comer. Pero a Boyton le asombra esa ocupación inconcebible para quien conoce los abundantísimos pastos de las grandes praderas norteamericanas o el verdor del Danubio. Esta vez los pastores se asustan, también una joven gitana que más abajo cuida de cuatro cabras y que amenaza con un gran pedrusco a esa extraña nutria gigante con rostro humano que pasa a su lado farfullando sonidos incomprensibles. Una y otra vez se queja el aventurero de la imposibilidad de salir del cañón del río, “estaba entrando en un pasaje cerrado, las paredes perpendiculares parecían tragarse el río. Fui arrastrado por una poderosa corriente. Estaba seguro que me llevaba a un rápido subterráneo, pero, de repente, caí en una poza profunda. El río corre ahora suave y plácidamente.”
Contempla las marcas de antiguas inundaciones en la roca de granito pulida, como cinceladas por un escultor de fuerza sobrehumana. Una y otra vez asusta a patos y garzas, águilas, búhos, buitres, alimañas. Anochece. Escucha un rugido que le asusta. Apenas ve nada y teme que sea un rápido mortal, así que busca un resquicio en la orilla para descansar y hacer fuego hasta que se haga de día. Al amanecer descubre nuevas cascadas que rompen siempre en rocas afiladas. Intenta buscar una ruta posible, se desliza por una zona más tranquila, pero el agua lo atrapa, lo zarandea, se rompe la brida con la que sujeta la vital bolsa de las provisiones. La velocidad de la corriente aumenta todavía más entre curvas cerradas y caídas. Aun así, Boyton disfruta, va cogiendo el tranquillo a los rápidos, a cómo librarse de chocar contra las piedras, esquivar lo afilado, colarse por las chorreras con más agua y menos peligro de muerte. Es un kayakista de aguas bravas, pero sin kayak.
En un momento determinado mira hacia arriba y ve a un guardia civil. “El gendarme de España” aclara Boyton, “que agita su tricornio cuando pasa”. El cuerpo de seguridad ha sido creado 34 años antes demostrando pronto su eficacia justiciera.
Podemos remontarnos a la “Santa Hermandad”, un grupo armado para luchar contra los ladrones creado por Isabel la Católica en 1476 y que no se disolverá nada menos que hasta 1834. Además, antes de la Benemérita, había otras muchas policías mercenarias locales o regionales, más o menos ineptas, para luchar contra los ladrones, criminales, rebeldes sin causa y demás fuerasdelaley sin influencias o padrinos covachuelistas. Pero en 1844 ya llevan tiempo los mandamases de provincias quejándose del bandolerismo y sus coplas apologéticas, así que elevan un informe muy firmado al gobierno sobre la inseguridad en sus territorios. El ministro de la Gobernación encarga al bronco, eficaz absolutista, anticarlista, isabelino y militar pamplonica Francisco Javier Girón y Ezpeleta, II duque de Ahumada y V marqués de las Amarillas, la creación de una policía rural moderna que acabe de una vez con los bandoleros despeñaperreros, los asaltos a las diligencias Johnfordianas, las conspiraciones esparteristas, las últimas trifulcas con los carlistas, los Robinhoodes autóctonos, el contrabando de tocino, azucarillos y aguardiente, los paqueteros del tabaco, los trasmalleros sin licencia, los asesinos en serie, los cazadores furtivos, los pascualesduartes furiosos, los cuatreros de caballos, unicornios y mulos, los gitanos en general, los vagabundos en particular y cualquier levantamiento agrario o revolución pendiente que pudiera nacer al calor de los abusos crónicos que perpetran los terratenientes en la España profunda de entonces. Y ahí está él al final de todo eso, un Guardia Civil caminero agitando el tricornio y la carabina, avisando por señas a Boyton que se va a pegar un buen golpe como siga flotando en esa dirección. “La corriente aumentó y el rugido se hizo más audible”, “la lluvia que producía la catarata se eleva en el aire, su rugido era como el retumbar del trueno.” Escribe en su diario.
La gente apostada en el magnífico puente le grita y le indica con todo tipo de gestos, berridos y ruegos que sí, que no, que adiós. “Fui cayendo sin control por una serie de repisas como los escalones de una colosal escalera de agua hasta llegar a un profundo canal, medio aturdido y casi ahogado por las frecuentes inmersiones. Me dirigí, por fin, hacia la orilla.” Unas manos salvadoras le rescatan. Es un curita que, además, sabe algo de francés. La multitud emocionada le toca y le abraza, las fuerzas vivas civiles, militares y religiosas le reciben como a un héroe. Le prestan de nuevo ropa mitad curil y mitad militar. Hay discursos, comilona, carne asada, licores recios, más aplausos, admiraciones, reverencias. ¡Está claro que a Puente del Arzobispo si llegó la recomendación de Alfonso XII! “Me sentí tan dolorido y destrozado que decidí quedarme allí a descansar un día.” Pero no le dejan, le obligan a hacer el tour turístico de rigor por los lugares de interés del pueblo, el palacio arzobispal, las casas más señoriales, una hermosa cárcel llena de bandoleros y hasta un complejo molinero espectacular que hay junto al río y que al moderno yanqui le parece un tinglado muy primitivo, medieval, obsoleto. “La ciudad destaca por la producción de un aceite de oliva superior, pero el modo de producirlo es muy primitivo. Es casi el mismo que utilizaban los moros hace cientos de años.” Por algo se sigue llamando, aún hoy, “Almazara”. El aventurero nos explica en sus memorias, en detalle, cómo primero se trituran las aceitunas verdes con piedras de moler cónicas movidas por la energía hidráulica, luego la pasta se coloca entre arpilleras de esparto construyendo un bocadillo de muchos pisos que se exprime utilizando una prensa de tornillo gigante que ayuda a roscar un asno atado al extremo de la viga. El líquido resultante se decanta para separar el aceite del alpechín y “los desperdicios”, los orujos, la pasta que se queda en la arpillera “alimenta a los cerdos y al ganado”. Entonces le sale a Boyton la vena yanqui tecnológica, presuntuosa, suficiente y apunta en sus notas que “con nuestra maquinaria estadounidense mejorada podríamos extraer aproximadamente cuatro veces más aceite de la pulpa desechada que de ese primer prensado”.
Ese molino junto al Tajo sigue existiendo hoy y es espectacular. Se remonta a la época musulmana. Lo hereda el Arzobispo Tenorio en el siglo XV y tenía entonces “cuatro aceñas con cinco piedras muy veloces”, tritura “1.000 fanegas de trigo anuales” y es el más grande de todo el territorio. Crecerá con los siglos hasta ser un soberbio edificio de “siete cuerpos con cuatro tajamares y once piedras de moler con nombre propio: Rayo, Espolique, Vapor, San Juan, Santa Catalina…”. Tres de ellas ruedan en una construcción más alta y se llama “el molino de invierno”, ya que permite seguir moliendo incluso cuando el río iba crecido y se inundaba la parte inferior. Además, tenía herrería para reparar la maquinaria y componer las piedras de repuesto, carretería, cuadras para los burros, alojamiento para los molineros, almacenes para los costales y hasta una gran pecera para mantener vivos los peces capturados en las canalizaciones de las acequias.
Si hay unas edificaciones que se mantienen aún en las riberas de todos los ríos de la península esos son los molinos de grano o de aceituna. La mayoría están abandonados, ruinosos, perdidos. Apenas quedan de ellos los cuatro muros, las enormes piedras de moler y partes del azud o la represa. Unos pocos se han reconstruido como casa de verano o para alojamiento turístico y los menos como museo del oficio, con su ingeniosa maquinaria recompuesta o restaurada y en uso. Los hay pequeños y grandes según el número de piedras que movían. Su construcción siempre es robustísima, de sillares sobredimensionados, muros enormes y gruesas viguerías del mejor castaño o roble. Su factura no deja indiferente a ningún visitante. Están diseñados para aguantar las vibraciones de una maquinaria traqueteante muy agresiva y una ingeniería hidráulica que desgasta mucho cualquier material. Sin contar con las famosas crecidas, que pueden inundar cada año la fábrica y la fuerza de la corriente, golpeándolo todo año tras año. Hay cientos, miles de molinos por todo el país, casi siempre de construcción musulmana o medieval, pero también hay muchos del XVIII y XIX siguiendo la comba del crecimiento demográfico de España y, por tanto, de su necesidad de pan y de aceite.
LA LEGENDARIA HOSPITALIDAD ESPAÑOLA
Volvamos a Boyton. Lo dejamos descansado en el pueblo mientras nosotros hablamos de molinos y guardias civiles. Cuando vuelve al agua tiene que soportar antes de tirarse, de nuevo, las advertencias que ya escuchó en Madrid “el río es ahora peor, muy malo, muy peligroso, remolinos, corrientes, cascadas, pedruscos, abismos, Escilas y Caribdis de agua dulce…”. Pero se encuentra con tramos de río con muy poca corriente en los que tiene que palear duro para avanzar camino y, de nuevo otra vez, cañones y embudos, rápidos que le hunden y le lanzan contra las piedras. Son las diez de la noche y no encuentra a un alma, hace sonar la corneta y ve una luz al fondo de la poza, junto a la luz dos almas, un hombre y una mujer de edad indefinible, una gran barca, no se entienden, pero, una vez más, da igual. Le indican que se acerque a la pequeña y precaria cabaña donde viven, encienden un fuego de picón. Boyton entra en calor, quiere descansar, acostarse en el suelo junto al fuego, pero los barqueros no le dejan, le dicen con señas que ahí tiene su cama matrimonial, qué menos, es su invitado. Al poco se queda dormido. De madrugada despierta, entreabre un ojo, el matrimonio duerme en el suelo bajo unas cuantas mantas, pero a la tenue luz de las brasas ve a una figura erguida ante la cabecera de la cama, firme, rígida, marcial, ¿un monstruo? El tricornio de su cabeza y el pico de su carabina colgada del hombro le identifican de inmediato. Boyton se incorpora algo asustado, se asombra ¿qué pasa?, pregunta. El guardia hace el saludo militar y le responde “Por orden del rey estoy aquí para ofrecerle protección y asistencia”. Boyton cierra los ojos y vuelve al sueño.
“Después del desayuno de tocino de jabalí, que era la carne más dulce que he probado en mi vida, el guardia y los barqueros me acompañaron al río. Llevaba un buen suministro de oro y plata conmigo, pero todas las ofertas de dinero a lo largo de las ochocientas millas completas de este viaje por el Tajo, fueron rechazadas perentoriamente”. Me emociona este párrafo que luego sigue detallando. A lo largo del camino se ha encontrado con pastores, barqueros, molineros, gente pobre que le ayuda, comparten con él lo poco que tienen, cama, chozo, fuego, ese “tocino de jabalí” y hasta le dan algo de comida para proseguir su viaje. Paul Boyton quiere pagarles siempre, pero nadie, es importante repetirlo hoy, nadie, durante todo el viaje acepta su dinero. Es la antiquísima ley no escrita de la hospitalidad, que luego me he ido encontrando en muchas crónicas de viajeros a lo largo de todo el siglo XIX y hasta el XX. Boyton escribe el párrafo anterior años después, tras haber bajado muchos ríos americanos y europeos y conocido a mucha gente de todo tipo, clase y condición, reyes, nobles, poderosos. Pero tendrá mucho interés en anotar con asombro esa generosidad, ese desprendimiento de los habitantes de las tierras manchegas y extremeñas, en las que el hambre siempre ha sido compañera. Y me emociona, porque yo también la he conocido y disfrutado en mis andanzas. Siempre quien poco tiene comparte con el viajero ese poco, sobre todo comida, vino, fuego, refugio, conversación. Siempre quien poco tiene, da. Quien tiene mucho a veces dará o no, pero su dádiva no le importará gran cosa, porque en nada cambiará su confort, su bolsa o su despensa. En cambio, quien tiene poco está arriesgando su inmediato futuro, la comida de mañana y hasta la precaria seguridad de su presente.
Dice la RAE: hospitalidad. Del lat. Hospitalĭtas, -ātis. 1. f. Virtud que se ejercita con peregrinos, menesterosos y desvalidos, recogiéndolos y prestándoles la debida asistencia en sus necesidades. 2. f. Buena acogida y recibimiento que se hace a los extranjeros o visitantes.
Los extremeños siguen estando a la cola de todos los indicadores económicos y de bienestar social. De esta situación tal vez, en parte, hoy, sean responsables ellos, en otra parte no, y no es este libro el lugar para explicar las causas históricas, económicas y políticas de esa otra parte. Pero antes y ahora, muchas veces, he visto esta generosidad de los que tienen poco y que anotó con asombro y gratitud el Capitán Boyton. El día que perdamos el sentido de la hospitalidad, aunque tengamos más, aunque tengamos mucho, lo habremos perdido todo.
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Entregas anteriores:
Las aventuras del intrépido capitán Boyton y su descenso por el salvaje río Tajo.
Boyton comienza su aventura española
Entrega posterior:
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