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Proyecto Itinera (LXXXV): Thánatos a la mexicana

Proyecto Itinera (LXXXV): Thánatos a la mexicana

Por mucho que un entierro no sea el primero, y que ya con canas encumbradas en el pico del cabello se conozcan los clásicos arpegios que marcan la despedida de un ser querido, uno no se acostumbra a los funerales. Pese a que vayamos doblando la esquina y mirando poco a poco más cerca a la meta frente a la salida, hasta el mayor validador de la vida, ergo la muerte, revela momentos inusuales.

El de ayer era mi primer funeral mexicano. Uno podría pensar que no hay diferencias geográficas en la muerte, más si cabe entre países con una herencia religiosa tan marcada y troncal como son España y nuestro hermanado México. Sin embargo, en los dominios de mi familia adoptiva he podido comprobar que los mexicanos sí que saben decir adiós a las personas queridas.

"Si uno tuviese que comprar una festividad es fácil decantarse por el Día de Muertos, con su color, calor, y recuerdo nada impostado a los familiares y amigos que se fueron"

Ya había presenciado y vivido los homenajes a los difuntos en años acumulados del Día de Muertos, tan diferentes a los Todos los Santos de mi niñez. En aquellos años de infancia a los que aún acudía a los cementerios, los noviembres eran grises, fríos y lluviosos. Entre charco y charco aprendí el oficio de leer los apellidos de las lápidas, a recordar fechas, calcular edades de los muertos, a mostrar respeto por la memoria y a inventar historias a partir de las fotos o de las anécdotas contadas.

Ya de adulto, si uno tuviese que comprar una festividad es fácil decantarse por el Día de Muertos, con su color, calor, y recuerdo nada impostado a los familiares y amigos que se fueron.

Para un ateo —del griego a que significa no o sin, y theos que significa dios— vivir estos momentos es meramente una demostración de respeto y aprecio. En definitiva, un brindis por los que deciden que para despedirse, lo oportuno son ritos reconocibles y totémicos en los que el que suscribe se pierde en los estribillos.

"La calaca se llevó en esta ocasión de forma cruel a Paco, con maneras que invitan a que a uno le lleve la chingada acabando triste y furioso"

En México, la flexibilidad es como un quinto elemento que sirve para hacer milagros como dilatar el tiempo con la clásica expresión del ahorita —cuyo estudio sobre su duración podría rellenar enciclopedias— o en la definición de picante, que tiene tantos registros como el abanico de chiles.

Eso hace que dentro de algo tan estandarizado como un entierro, haya lugar para que una banda norteña toque música alegre, bailada o cantada frecuentemente en el pasado por el difunto con todo el alma, corazón y vida.

La calaca se llevó en esta ocasión de forma cruel a Paco, con maneras que invitan a que a uno le lleve la chingada acabando triste y furioso.

La vida no vale nada”, arrastraba el solista de la banda, intentando sobresalir entre trombón, percusión, trompeta, oboe y clarinete, reproduciendo el “Camino de Guanajuato”, de José Alfredo Jiménez.

Las estridentes chaquetas coloridas de varios de los componentes de la banda parecían suntuosas empuñadoras de xifos, espadas de los mirmidones que el mejor de los Hefestos ha creado en su fragua.

"El apretón de manos entre los dos dioses fue de los que demuestra respeto, pero sobre todo esa vieja complicidad y camaradería de los que han vivido todo lo que se puede vivir"

El sol caía tan a plomo que los rayos rostizaban las briznas de hierba, ya de por sí cristalizadas. Los enterradores, profesionales impertérritos ante el deceso, se movían mecánicamente con la sabiduría de conocer la dureza del terreno al introducir la pala, el movimiento preciso para voltear una losa de cemento, o el control maestro de la fuerza exacta para clavar las coronas de flores sin que los capullos caigan decapitados a la tierra.

Por lo bajo escuché mentar la madre —y el padre, para eso no hay distingo— a los dioses de turno. Otro familiar susurraba para su cuello de camisa que “la muerte ya no es lo que era, hijos de la gran chingada”, encabronado con los gestores del panteón, que permiten que se acumule basura y que hayan cerrado los grifos en los que los familiares rellenaban cuencos para regar las flores.

Entretenido con las moscas —cuando de escuchar a los curas se trata—, alcé la mirada por encima del hombro y me pareció ver a Mictlantecuhtli, el dios azteca de la muerte, acercándose a Thánatos que permanecía por respeto en segundo plano. Me pregunté quién le habrá invitado, pero enseguida me di cuenta de que desde que visité Grecia lo represento en todos lados, ya sea Sri Lanka o Jerez.

El apretón de manos entre los dos dioses fue de los que demuestra respeto, pero sobre todo esa vieja complicidad y camaradería de los que han vivido todo lo que se puede vivir en lo que dura una Era repetida a la secuencia Fibonacci.

"Nadie se quiere ir, quizá esperando que en una de esas Paco, aprovechando que Thánatos, la Calaca o el guardián de turno del otro mundo se despistan, salga del agujero para echarse un grito con la banda"

Me imagino su conversación, con Thánatos echándole en cara el calor, pese a que el sol irradia igual de fuerte a nivel de mar en la entrada al inframundo de Hades en el sur del Peloponeso, que en estas colinas a más de 2.000 metros. Y a Mictlantecuhtli, justificando que el dios de la lluvia mexica Tláloc está enfrentado con Chaac, su homónimo maya, por una cuestión de subvenciones del gobierno de turno, y por tanto hay restricciones de agua es estos lares.

Pese al calor, decía, del círculo de sobras con mil aristas que formamos los asistentes no se mueve nadie. Y, aunque a ratos el músico que toca el oboe muestra cansancio de henchir sus carrillos, o que entre la trompeta y el clarinete haya miradas de “Dios mío nos estamos cociendo”, las canciones se suceden invitando a mover las rodillas acompañando el ritmo.

Nadie se quiere ir, quizá esperando que en una de esas Paco, aprovechando que Thánatos, la Calaca o el guardián de turno del otro mundo se despistan, salga del agujero para echarse un grito con la banda.

A la despedida, y tras dar fuertes abrazos a conocidos y desconocidos, me giro y mirando las colinas sembradas con monolitos blancos que recuerdan los cementerios militares de los gringos, susurro en voz casi inaudible: “Thánatos a la mexicana”.

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