Cuando miro hacia atrás a mi pasado creo que no tenía muchas papeletas para que me fuera medio bien la vida, pero mi madre ejercía sobre su hijo mayor —ese soy yo— un exceso de autoconfianza mediante un trabajo constante y machacón, vigilando que no me pusiera un techo de cristal y dándome toda la ayuda que estuviera en sus manos. Fuera para lo que fuera, ella estaba allí si pensaba que podía ayudarme. Creo que si le hubiera propuesto a mi madre ir a la luna, ella hubiera ido cocinando la comida para el viaje.
—Si otros pueden, tú también, hijo mío.
De ella he aprendido muchas cosas y estar cerca de mis hijas es una de sus grandes enseñanzas. A vigilarlas de cerca sin que se note y a no dejar que se pongan o les pongan límites. Así que las machaco también con la misma regla de oro que mi madre esculpió en mi ser:
—Si otros pueden, tú también, hija mía.
Pero para que veáis lo encima que ha estado mi madre siempre, os voy a contar una historia de un día en que la quería matar y que hoy, con la perspectiva de muchos años a la espalda, me hace reír a carcajadas y me hace valorar mucho más a esa mujer que era y es la madre que me parió.
Resulta que cuando yo tenía la edad que tiene mi hija mayor hoy en día, 14 años, estando yo en primero de BUP, me llevaba todos los días un bocadillo para el patio. Un bocadillo de pan integral —que yo siempre he estado a régimen— con queso. Vale, mi madre no era la mejor dietista del mundo, pero en los años 80 era lo que había. Y yo me lo llevaba porque no tenía dinero para ir a gastar en la cafetería en bollos, sándwiches o bocadillos de salchichas con tomate, que eran una de las especialidades del centro. Era lo que había, bocadillo o nada.
Y mi madre todos los días me lo ponía bien envueltito y me lo dejaba en la mesa donde desayunaba yo mi tazón de leche con galletas mientras me leía un cómic de Iron Man, Mortadelo y Filemón, Thor, Superlópez o La Patrulla X. Yo lo cogía cuando terminaba, lo metía en mi mochila, y después de calzado y abrigado, comenzaba el viaje hasta el instituto.
Era un viaje que me tomaba unos 25 minutos. Lo tenía calculado, tomara la ruta que tomara, pero hoy gracias a Google Maps puedo comprobar que era así, y saber exactamente la distancia que separaba mi casa en la Calle Barcelona de Móstoles, con el Instituto de Bachillerato Móstoles VII, hoy llamado IES Juan Gris. Son 2,1-2,2 kilómetros que hice durante cuatro años para hacer todos mis cursos.
Pues bien, ese día en concreto me olvidé el bocadillo, pero no me di cuenta. Me fui al instituto, y entré en clase como un día más. Me senté en mi sitio, junto a mi compañera Elisabeth y mi compañero Javier Macías. Y todo iba normal. Como un día más en un instituto de bachillerato de un Móstoles de 1989, hasta que empezaron a sonar golpes en la ventana que estaba al lado de la mesa del profesor.
Veréis, yo estaba en la clase de 1ºB, y por la construcción del instituto estaba en la planta baja, así que desde el patio se podía ver la clase y tocar la ventana. Y sí, os podéis imaginar quién era. Yo, que estaba al final de la clase sentado en la parte contraria de las ventanas, miré con curiosidad. Yo era un chico heavy, empollón y poco avispado aún para la vida, y lo que nunca me hubiera esperado era aquello.
El profesor abrió la ventana y se puso a hablar con alguien. Yo no lo veía bien, ni tampoco lo oía, porque estaba justo en la diagonal opuesta de la clase. De repente, muy contento con la situación, se dio la vuelta a la clase y dijo:
—¿Hay aquí algún Josemari?
Yo, que conocía como me llamaba mi madre, me levante un poco del asiento para ver quién estaba allí, por si por una casualidad remota del destino, harto improbable, y que-no-sea-quien-yo-me-imagino, tuviera que ver conmigo. Y de repente… vi a mi madre. Y ella me vio a mí.
—¿Mamá?
Me quería morir. ¿Qué hacía mi madre allí llamando por la ventana del aula? Todos mis compañeros de clase me miraban con diversión, mientras yo, que era una persona extremadamente tímida y llena de los complejos de la adolescencia, me quería morir. Mi madre llamando por la ventana y parando la clase. Pero es que, seguro que tenía que haber estado buscando en qué clase estaba yo, así que seguro que había llamado a más ventanas de la planta baja. Me quería morir.
—Josemari, cariño, que te has dejado el bocadillo y te lo he traído.
Os podéis imaginar el cachondeo que hubo en ese momento. El profesor no podía contener la alegría, mis compañeros se descojonaban con la situación y de mí. Una anécdota que no esperaban vivir nunca, y que mi madre y yo les servimos en bandeja. Y yo me puse del color de la nariz de un payaso. Me quería morir.
El profesor cogió el bocadillo envuelto perfectamente en plástico transparente —para que se viera bien el pan integral y el queso— y yo me levanté a por él. El profesor me lo entregó, divertido, mientras yo seguí tomando tonalidades de rojo más intenso, pasando al color del cangrejo.
—Adiós, cariño, te veo en casa para comer —me dijo mi mamá.
Ahí hubiera deseado que la tierra me hubiera tragado, pero no, quedaba todo el día por delante. Y toda la semana. Y todo el curso. Y hoy en día aún algunos de los compañeros de aquellos años me lo recuerdan para mofarse de mí. Pero hoy ya no me duele. Al contrario, me parece encantador que mi madre hiciera aquello.
Es verdad que no me comí el bocadillo. Lo tiré de la rabia a la basura cuando nadie me vio. Y me enfadé con ella mucho cuando regresé a casa. Mis compañeros se mofaron de mí todo lo que quisieron, y mucho más de lo que una persona de esa edad debería soportar. Pero hoy en día lo veo totalmente diferente. Mi madre me quería. Y no iba a dejar que yo pasara hambre en el descanso. No tenía dinero para la cafetería y no tenía mi bocadillo… ¿y si no tenía energía para seguir las clases? Eso no podía pasar. Para eso estaba ella, para ayudarme con ese problema.
Mi madre dejó todo. No se lo pensó dos veces. Vino al instituto. Me buscó por las clases. Y cumplió su misión. Tenía un objetivo claro en su cabeza y lo cumplió. Su misión en la vida era apoyar a sus hijos y así lo hizo. Y hoy se lo valoro más que nada en el mundo. Porque por más que aquel día la quisiera matar por convertirme en el centro de las mofas, sé que en mi vida ha estado siempre ahí, para llevarme el bocadillo cuando me lo he dejado. Fuera ese bocadillo lo que fuera. Tuviera que hacer lo que tuviera que hacer, lo ha hecho.
Y por eso quiero tanto a mi madre. A pesar de que siga discutiendo con ella mucho, sé que mi madre siempre me va a traer el bocadillo para que no tenga un problema. Aunque sea yo hoy el que se preocupa de que ella tenga su bocadillo. Y he de decir que, si he tenido suerte de que con alguna papeleta me fuera bien en la vida, le debo a mi madre todos los bocadillos que me ha traído, porque si lo he necesitado o no, ella ha estado lista con ellos.
Y ahora os dejo, que voy a ir preparando los bocatas para irnos a la luna, que mi madre ya está preparando las croquetas.
Me ha gustado muchísimo. Yo también soy madre de dos adolescentes, un chico de 15 años y una chiquita de 13. Nunca les he llevado el bocata al instituto pero a mi hijo mayor sí el portátil (vivo delante del instituto) porque el tiene una adaptación por disgrafía y para él el portátil es como las gafas a un miope (los dos lo somos). Lo he dejado siempre en conserjería. Yo pensaba que era de las pocas madres que se levantaba con sus hijos a hacerles el desayuno (no trabajo fuera de casa) y el bocata y la que les repite que pueden llegar a ser lo que deseen trabajando y con esfuerzo. Siempre me he sentido culpable, sobre todo con el mayor. Me siento un tanto madre helicóptero como si las generaciones actuales las estuviéramos educando con más mimo cuando en realidad intentamos educarlos con más respeto y empatía y cada vez hay más familias que lo hacemos así.
Gracias por tu articulo.
Yo no he llegado a pasar por ese «trauma», al igual que tú yo era incapaz de no pasar un mal trago por esa situación y ponerme rojo como un tomate. Si que mi padre me llevó una vez al colegio un libro de 1º EGB, pero al ser tan pequeño lo soporte bien.
Madre no hay mas que una. Qué difícil es estar atento con quienes queremos, pero sin molestar. Buena pinta tiene el bocadillo Buen finde.