El éxito en los Oscar de la versión cinematográfica de Sin novedad en el frente obliga a recuperar este clásico de la literatura antibelicista que escribió Erich Maria Remarque y que ahora Edward Berger ha llevado a la gran pantalla. La novela fue originalmente publicada en Alemania en 1929 y, casi un siglo después, ha alcanzado los veinte millones de ejemplares vendidos.
En Zenda reproducimos las primeras páginas de Sin novedad en el frente (Navona), de Erich Maria Remarque.
***
I
Nos hallamos en la retaguardia, a nueve kilómetros del frente. Ayer nos relevaron; ahora tenemos el estómago lleno de alubias y carne de buey, estamos hartos y satisfechos. Incluso ha sobrado para otro plato por la noche; además hay doble ración de salchichas y pan: es estupendo. Hacía mucho tiempo que no pasaba eso: el cocinero, con su cara roja como un tomate, nos sirve la comida personalmente; con el cucharón, hace una seña a los que pasan y les sirve una buena ración. Está desesperado porque no sabe cómo terminar el rancho. Tjaden y Müller han encontrado un par de jofainas y las han llenado hasta el borde, como reserva. Tjaden lo hace por gula, Müller por precaución. Nadie se explica dónde mete Tjaden toda esa comida. Sigue, como siempre, flaco como un palillo.
En realidad, todas esas provisiones no eran para nosotros. Los prusianos no son tan espléndidos. Nos las han dado por equivocación.
Hace quince días tuvimos que avanzar hasta primera línea, como reemplazo. Nuestro sector estaba bastante tranquilo, y por eso el furriel había recibido para el día en que volvimos la cantidad habitual de provisiones y había preparado lo necesario para los ciento cincuenta hombres de la compañía. Pero, sin embargo, precisamente el último día la artillería pesada inglesa nos atacó por sorpresa a cañonazos, que retumbaban sin cesar en nuestro sector, de modo que sufrimos muchas bajas y solo regresamos ochenta hombres.
Habíamos abandonado el frente por la noche y nos habíamos acostado enseguida para poder descabezar por fin un buen sueño; porque Katczinsky tiene razón: la guerra no sería tan mala si pudiésemos dormir más. En primera línea casi nunca es posible, y pasar allí quince días cada vez es mucho tiempo.
Era ya mediodía cuando los primeros de nosotros salimos a gatas de los barracones. Media hora más tarde, cada uno había cogido ya su plato y nos reunimos ante la olla del rancho, que despedía un olor fuerte y apetitoso. Naturalmente, los más hambrientos se pusieron delante: el que tiene las ideas más claras de todos nosotros, Albert Kropp, y que por eso no ha llegado a más que a cabo segundo; Müller V., que todavía lleva consigo los libros de texto y sueña con notas de exámenes (incluso en medio de un bombardeo se dedica a empollar teoremas de física); Leer, que lleva barba y siente una gran predilección por las mujeres de los prostíbulos para oficiales; y jura que, por orden de la Comandancia, están obligadas a llevar ropa interior de seda y a bañarse en caso de clientes que sobrepasen el grado de capitán; el cuarto soy yo, Paul Bäumer. Los cuatro tenemos diecinueve años, los cuatro hemos salido de la misma clase para ir a la guerra.
Justo detrás de nosotros están nuestros amigos. Tjaden, un flaco cerrajero que tiene nuestra edad, el mayor goloso de la compañía. Se sienta a comer flaco y se levanta gordo como un cerdo; Haie Westhus, minero y de la misma edad, puede coger con una mano un pan de munición y preguntar: adivina qué tengo en la mano; Detering, un campesino que solo piensa en su granja y en su mujer; y finalmente Stanislaus Katczinsky, el jefe de nuestro grupo, tenaz, astuto, generoso, de cuarenta años, cara terrosa, ojos azules, hombros caídos y un olfato magnífico para oler el peligro, la buena comida y las buenas ocasiones.
Nuestro grupo formaba la cabeza de la serpiente que esperaba ante el rancho. Empezamos a impacientarnos porque el cocinero seguía inmóvil, esperando.
Por fin, Katczinsky le gritó:
—¡Venga, Heinrich, destapa la olla de una vez! Está claro que las alubias están listas.
Heinrich movió la cabeza soñoliento:
—Primero tenéis que estar todos.
Tjaden se rio por lo bajo:
—Ya estamos todos.
El furriel seguía sin entender.
—¡Qué más quisierais! ¿Dónde están los otros?
—¡Hoy ya no tienes que preocuparte por ellos! Están en el hospital o en la fosa común.
Cuando comprendió los hechos, el cocinero se quedó de una pieza. Trastabilló.
—¡Y yo que he cocinado para ciento cincuenta hombres!
Kropp le dio un codazo en las costillas:
—Por fin nos hartaremos de comer. ¡Anda, empecemos de una vez!
Pero de pronto a Tjaden se le ocurrió una idea luminosa. Su rostro afilado, de ratón, empezó a relucir, y, con los ojos empequeñecidos de malicia y temblándole las mejillas, se acercó lo más posible:
—¡Hombre! O sea que también te han dado pan para ciento cincuenta hombres, ¿verdad?
El furriel asintió, desconcertado y ausente. Tjaden le cogió por las solapas.
—¿Y también salchichas?
Cara de Tomate asintió de nuevo. A Tjaden le temblaban las mandíbulas.
—¿Tabaco también?
—Sí, de todo. Tjaden miró radiante a su alrededor.
—¡Cielo santo, a eso se llama tener suerte! ¡Así que todo es para nosotros! A cada uno le toca…, un momento…, ¡justo, doble ración!
Pero el furriel despertó de nuevo a la vida y dijo:
—No puede ser.
Pero también nosotros nos espabilamos y nos acercamos a ellos.
—¿Y por qué no puede ser, vamos a ver? —preguntó Katczinsky.
—Lo que es para ciento cincuenta hombres no puede ser para ochenta.
—Te lo demostraremos —gruñó Müller.
—Por mí os podéis comer todo el rancho, pero de las otras raciones solo puedo entregar para ochenta hombres —insistió Cara de Tomate.
Katczinsky se enojó.
—¿Quieres que te releven o qué? No has recibido provisiones para ochenta hombres, sino para la segunda compañía, y basta. ¡Nos las darás! La segunda compañía somos nosotros.
Acosamos a aquel tipo. Nadie podía soportarle porque más de una vez, en la trinchera, habíamos comido frío y tarde por su culpa, y eso porque bajo el fuego de granadas no se atrevía a acercarse lo bastante con la olla y los que iban a buscar la comida tenían que andar mucho más que los de las otras compañías. Bulcke, de la primera, se portaba mejor. Era gordo como una marmota, pero si llegaba el caso era capaz de arrastrar la olla hasta primera línea.
Estábamos de malhumor, y sin duda habríamos repartido leña si no se hubiera presentado el teniente de nuestra compañía. Se informó del caso y se limitó a decir:
—Sí, ayer sufrimos muchas bajas…
Luego echó una ojeada al interior de la olla.
—Esas alubias tienen buena pinta.
Cara de Tomate asintió.
—Llevan manteca y carne.
El teniente nos miró. Sabía lo que estábamos pensando. Sabía muchas otras cosas, porque había ascendido entre nosotros tras empezar de soldado raso. Levantó de nuevo la tapa y olfateó. Mientras se alejaba, dijo:
—Traedme un buen plato a mí también. Y que se repartan todas las raciones. Las necesitaremos.
Cara de Tomate puso cara de tonto. Tjaden empezó a bailar a su alrededor.
—¡No te pasará nada! Este se cree el amo de intendencia. ¡Y ahora empieza, gordinflón, y no te descuentes!
—¡Así te ahorquen! —refunfuñó Cara de Tomate.
Aquello era increíble, iba contra toda lógica, ya no comprendía el mundo. Y como si quisiera demostrarnos que todo le daba igual, nos dio voluntariamente media libra de miel a cada uno.
*
Hoy realmente es un buen día. Incluso ha llegado el correo, casi todos hemos recibido un par de cartas y algunos periódicos. Ahora damos un paseo en dirección al prado que hay detrás de los barracones. Kropp lleva bajo el brazo la tapa redonda de un barril de margarina. En la orilla derecha del prado han construido una letrina comunitaria, un edificio sólido con techo. Pero eso es para los reclutas, que aún no han aprendido a sacar provecho de las cosas. Nosotros buscamos algo mejor. Por doquier se alzan pequeñas casitas individuales que sirven para lo mismo. Son cuadradas, limpias, de madera, bien acabadas, con un asiento cómodo e impecable. A cada lado disponen de unas asas para poder transportarlas.
Colocamos tres de ellas en círculo y nos acomodamos. No pensamos movernos antes de dos horas.
Todavía recuerdo cuánto nos avergonzaba al principio, cuando éramos reclutas, tener que utilizar la letrina comunitaria. No tiene puertas y veinte hombres se sientan uno junto a otro como en un tren. De una sola mirada los ves a todos; el soldado debe estar siempre bajo vigilancia.
Entretanto hemos aprendido algo más que a superar esa vergüenza. Con el tiempo hemos aprendido otras muchas cosas.
Aquí al aire libre resulta verdaderamente un placer. No me explico por qué antes rehuíamos con vergüenza esas cosas, al fin y al cabo son tan naturales como comer y beber. Y quizá tampoco sería necesario hablar de ellas si no fuera porque juegan en nuestras vidas un papel tan esencial y no hubieran supuesto algo nuevo para nosotros; los demás hacía tiempo que las daban por supuestas.
Al soldado, su estómago y su digestión le resultan un terreno más familiar que a cualquier otra persona. Las tres cuartas partes de su vocabulario provienen de él, y tanto la expresión de su alegría como la de su enojo encuentran ahí su fuerza descriptiva. Es imposible expresarse de un modo más claro y rotundo. Nuestras familias y nuestros profesores se asombrarán cuando volvamos a casa; pero aquí es el idioma universal.
Para nosotros, todas esas actividades han recobrado su carácter inocente debido a su forzosa publicidad. Más aún: las consideramos tan naturales que damos el mismo valor al hecho de llevarlas a término confortablemente como a jugar una buena partida de cartas a resguardo de las bombas (una buena partida de póker sin ochos a resguardo de las bombas). No es por casualidad que ha surgido la expresión «comentarios de letrina» refiriéndose a todo tipo de habladurías; en el ejército, esos lugares sustituyen a los bancos de los parques y a las mesas de los bares.
En estos momentos nos sentimos mejor aquí que en cualquier servicio de lujo con baldosas blancas. Aquello solo puede ser higiénico; pero lo de aquí es bonito.
Son horas de una maravillosa inconsciencia. Encima de nosotros se extiende el cielo azul. En el horizonte brillan globos cautivos amarillos y las blancas nubecillas de los disparos de los cañones antiaéreos. De vez en cuando, cuando persiguen un avión, se levantan como una espiga.
Oímos el sordo rumor del frente como una tormenta muy lejana. Los abejorros que zumban a nuestro alrededor apagan el rumor.
Y a nuestro alrededor se extiende el prado florido. Los tiernos tallos de hierba se mecen, las mariposas se acercan revoloteando en la dulce y cálida brisa de finales del verano; leemos las cartas y los periódicos mientras fumamos, nos quitamos los cascos y los dejamos en el suelo a nuestro lado; el viento juega con nuestros cabellos, juega con nuestras palabras y nuestros pensamientos.
Las tres casitas están rodeadas de amapolas, rojas y brillantes.
Colocamos la tapa del barril de margarina sobre nuestras rodillas. De ese modo conseguimos un buen tablero para jugar a las cartas. Las ha traído Kropp. Jugamos. Podríamos quedarnos aquí sentados eternamente. De los barracones nos llega la música de un acordeón. A veces dejamos las cartas y nos observamos mutuamente. Entonces uno de nosotros dice: «Chicos, chicos…», o bien: «Podríamos haber salido malparados», y por un momento quedamos en silencio. Tenemos una sensación intensa y contenida, todos nosotros la notamos, no es necesario hablar de ello. Hubiera podido suceder fácilmente que hoy no estuviéramos sentados en las casitas, ha faltado endiabladamente poco. Y por eso ahora todo nos resulta nuevo e intenso: las amapolas rojas, la buena comida, los cigarrillos y la brisa estival.
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Autor: Erich Maria Remarque. Traductora: Judith Vilar. Título: Sin novedad en el frente. Editorial: Navona. Venta: Todostuslibros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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