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6 poemas de Diego Otero

Diego Otero es un poeta nacido en Lima, Perú, en 1973. Ha publicado los poemarios Cinema Fulgor (Colmillo Blanco, 1998), Temporal (Solar, 2005), y Nocturama (AUB, 2009). A propósito de este libro el poeta Eduardo Chirinos escribió: «Un libro al que calificaría de brillante si no fuera porque todas y cada una de sus páginas buscan la opacidad». En colaboración con el músico Santiago Pilllado y el diseñador gráfico Goster, Otero publicó en 2006 el proyecto artístico en formato de libro «La Grabadora. The Sound Of Periferia», que se presentó como parte de la muestra antológica «Tránsito de imágenes (Puntos de fuga hacia el arte último)», en el MALI, bajo la curaduría de Jorge Villacorta. En 2018 publicó la novela corta Días laborables (Penguin Random House), sobre la cual el novelista y crítico Luis Hernán Castañeda escribió: «Casi cada párrafo contiene un hallazgo que revela epifanías». El califato de Lima (AUB, 2021) es su más reciente libro.

***

EL DESPEGUE

Si no fuera porque somos nosotros los que estamos adentro,

dijo el Capitán,

se podría pensar que todo esto es, bueno, un poco

ridículo.

 

Aunque la palabra clave es desafío: la palabra

que nunca oiremos pronunciar en

la cabina–

La tripulación

suele estar más interesada en otras, como por ejemplo inspiración

o fe.

 

Lo importante –así

de arbitraria es la poesía– es que éste

es el avión más grande concebido por

la mente humana. No tiene

asientos, ni cinturones de seguridad,

ni nada de eso. Es como un gran salón vacío

 

y está aquí: en Lima,

en esta parte más bien picante de

Sudamérica.

 

¿Que por qué está aquí?,

en verdad

no tengo idea. Supongo que desaparecer

es una forma de turismo

peculiar–

 

y las preguntas difíciles son servidas

siempre

luego del postre.

 

Los gigantes remaches de acero sobre la redondez

un poco exagerada

de las alas,

las turbinas,

el fuselaje.

 

Cualquiera diría que el hecho de que las ruedas giren

y aún no despeguemos

no tiene en realidad la menor importancia.

 

(También podríamos preguntarnos

qué puede ser equivalente a pellizcarse un brazo

cuando estamos encerrados en una pesadilla

en la que no hay tacto).

 

El Capitán suda, respira con fuerza,

se frota las manos

como una mosca

mientras contempla la peligrosa belleza

del tablero de mando.

 

El Capitán

sabe, desde luego, que podría quedarse sin trabajo

si los pasajeros se pusieran repentinamente sentimentales

y empezaran a notar

cómo de pronto les brotan unas horribles plumas

de la cara y

de las manos

 

o cómo el cuerpo

se les encorva en un breve

temblor

y define su postura de ave rapaz

o de carroña–

 

y no estamos hablando de moral

sino de apetito.

 

Pero ninguna de esas cosas sucede,

desde luego.

 

Allá están todos. El gordo Alfonso con sus gruesos anteojos

de carey

y su camisa celeste,

y esa casaca siempre demasiado delgada

para la estación.

 

O el vecino de la casa amarilla

que parecía existir solo para regar su metro y medio de jardín.

(Ahora camina unos pasos con las manos atrás,

y puedo ver su pelo canoso, desordenado, y sus ojos

fríos pero turbios

como una pecera de peces muertos).

O mi papá levantando la mano y protegiéndose del sol.

 

(Alcanzo a escuchar

que le dice algo a mi hermano acerca del volumen del aparato,

acerca del amplio recorrido

antes del despegue. O eso

me parece).

 

¿Y yo?, yo quiero hacerme el duro,

pero a mí también me hiere la luz. Y me hace sentir un poco avergonzado.

 

Y cuando pienso que el movimiento debe ser

por fin hacia arriba

 

la gravedad

se apodera de todo

y la inmensa masa metálica vira pesadamente

hacia la izquierda–

 

se abren solas unas puertas

que jamás había visto

 

y estamos

en la calle.

 

Desde los autos

y las veredas

surgen ojos que observan la escena como si observaran una hoja caída

volviendo ingenuamente

a la rama desnuda–

 

las alas parecen rozar

los letreros y los postes de luz.

 

Entonces pienso que debería escribir algo

sobre la pequeña voluntad

y el gran deseo–

 

pero no lo hago.

 

Le miro las piernas a una aeromoza y ella sonríe,

y en un susurro impostado

me dice:

 

Al final de la pista no hay literatura.

***

EL CAMPEÓN DE TIRO (POEMA PARA EDWIN VASQUEZ)

Amamos los poemas con balaceras

pero odiamos las balaceras,

dijo el tipo que fumaba cigarros con pitillo en la aparente calma

de una terraza soleada.

 

Ahora es de noche, sin embargo,

y la neblina desfigura el paisaje de edificios

y estira las luces de la larga línea

de postes.

 

La escena del crimen luce tan desoladora

que no hay asesino ni víctima ni móvil–

 

Pero si miras bien,

me vas a ver parado justo en el centro de esa intersección,

con los ojos abiertos…

 

–La puta madre:

esto no es en modo alguno

lo que quería decir.

 

Alguien sabe, pregunto,

por qué se nos han hecho imprescindibles

esos trucos de respiración y de postura

para siquiera soñar con pegarle al plato que atraviesa la oscuridad de nuestra habitación

y silba

y nos despierta de golpe.

 

El campeón de tiro, en todo caso, sueña que flota sobre el barrio

a media altura,

y reconoce con alivio que ese cuerpo marcado en tiza sobre

la pista

 

no es el suyo.

 

Pero no solo eso.

Reconoce tus ojos. (Sí, tus ojos).

Y sabe que si miras hacia arriba

por un instante

 

vas a ver las luces rojas y azules de los

patrulleros reflejándose en su piel.

 

Y sabe que te parecerá una imagen

gratuita y bella.

O monstruosa.

***

EN EL SEMÁFORO

Veo la noche a través de las lunas polarizadas
de un taxi. La doble oscuridad de la calle

y las luces flojas, como disueltas. La chica que
espera en la esquina lleva puestos unos

audífonos claros, y una falda de rombos
o escudos, pero yo solo distingo bien sus facciones,

subrayadas por el brillo vibrante de la pantalla
del celular. Ella no sabe que yo la estoy viendo,

y que intuyo sus piernas en la penumbra. Tampoco
lo sabe el monstruo que empieza a moverse

tras ella.  El monstruo es como la vida: una cosa
imprevista. Y pese a tener tres pares de ojos

y una cabeza triangular, no puede ocultar
su tristeza. No puede dejar de intuir que

una serpiente se enrosca y se agazapa
detrás del corazón de los insatisfechos.

Lima parece una ciudad pero en realidad es
un taxi. Un taxi cuyas lunas polarizadas ya casi

no permiten ver lo que pasa afuera, en la noche.
¿Qué hacen, por ejemplo, ahora, el monstruo

y la chica? ¿Es un acto de amor o un acto
de violencia? Es difícil vivir en la sombra cuando

tienes que mirar.  Es difícil viajar en un
taxi cuyo conductor tampoco ve casi nada,

y sin embargo espera el cambio de luz.

***

VUELO DE EXHIBICIÓN (MÁS IDEAS SOBRE AVIONES)

Por alguna de esas cosas extrañas de la vida

hemos conseguido introducirnos

en la cabina

de un caza.

Un F16.

 

Aunque se trata

de un avión en el que cabe solo una persona

–un piloto parasitado por un

combatiente–,

nosotros,

seres

espirituales,

interesados en las artes de la poesía y no

en las del poder, hemos

conseguido de algún modo

introducirnos

y vivir la experiencia.  El cielo

 

se ha abierto

como una fruta azul.  Y el corazón

se nos ha pegado tanto a la espalda

que parecemos

criaturas bidimensionales, habilitadas

solo para alejarse

o venir.

 

Romper la barrera

del sonido de

las palabras. Esa es la misión.

Al menos para los que estamos

acá,

atrás.

 

Al menos mientras el piloto

continúe obligado a mirar hacia

delante

porque su cabeza está entubada y cableada,

y rodeada de voces–

pilotear un caza

se parece de pronto

a estar en UCI o en el quirófano,

pienso.

 

Y deseo

que rompamos la barrera

del sonido

de las cosas

no dichas.

 

Al menos

hasta que el piloto

pueda quitarse el casco a seiscientos metros

por segundo,

voltear,

y hablar con expresión dulce:

 

¿saben ustedes

para qué puede servir un ángel

si no es para lanzarse

a las turbinas

de los aviones de guerra?

***

POEMA NEGRO

En los últimos años he descubierto que me gustan las novelas policiales.

Me gusta su belleza fácil.

 

También me identifico con el detective, vanidosamente.

Y tengo miedo,

mucho,

pero ruego que el miedo no entorpezca mi estilo: no me prive

del comentario irónico cuando me pongan el cañón

del arma

en la frente.

 

En términos generales diría

que intento parecer un tipo elegante que se hunde

en un abismo soleado y caluroso.

 

(Solo consigo lo segundo: el

hundimiento).

 

 Y

mientras caigo voy combatiendo con el mal.

 

El mal es una ciudad parecida a Los Ángeles o

a Lima o a tantas otras. El mal se manifiesta

en los pensamientos o en el movimiento

de labios y el intercambio de cosas. El mal tiene

tentáculos invisibles (representantes, sucursales)

que agarran del cuello

a todas las personas (que quieren ser) honorables, y

pronto

nos vemos doblegados, de rodillas, igual que el

pobre investigador privado Philip Marlowe, que no tiene

donde caerse muerto y

precisamente por eso

se levanta con escaso equilibrio y se alista

para escupir en la cara de los cerdos que lo vienen

aplastando.

 

¿Pero de verdad escupes, Marlowe?

¿O crees que has escupido porque susurraste un par de

palabras y moviste los brazos airadamente?

 

Como sea, estás ahí: en el escenario de los bares, las avenidas

y las luces furiosas de los autos. Y la perspectiva

 

que todo va adquiriendo es oscura

y promete diversión.

***

CONTEXTO (2017)

En el noticiero de la noche vemos que el presidente

es entrevistado por un tipo con cabeza de pájaro.

 

Debe ser una de las noches más frías del año.

Hemos prendido la estufa y estamos tapados

hasta el cuello.

 

Mi esposa pregunta

si la cabeza del entrevistador representa

a un cóndor o a un gallinazo.

 

No sé, respondo, y

subo el volumen para que el contexto

(las cosas que dicen)

nos ayude a sacar alguna conclusión.

Pero todo

lo que brota

del parlante

es muy feo, por eso el entrevistador parece

pronto hiperventilado

y acerca su cabeza a la cabeza del presidente

y le clava el pico en un ojo.

 

La sangre

salta

hasta cubrir

la pantalla, como

una cortina pesada y

roja.

Y no nos queda más

que apagar. Y volver sobre esa tarde de marzo

en que la luz era de un brillo

dorado

limpio. Y en la que mi hijo de cinco años

corría entre los muebles, y se carcajeaba,

y tiraba al aire una pepa de palta

que giraba como un pequeño planeta

o de repente solo como un país.

 

Un país

arrasado.

 

Un país o una pepa de palta

que debería seguir girando

en el aire del departamento, cada vez

más lentamente, hasta el punto de convertirse

en la única excepción del mundo

a la ley de gravedad.

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