Tan solo diez relatos, de entre los 670 presentados a concurso, han conseguido llegar hasta aquí. Estos son los finalistas que compiten por los premios del concurso de relatos #historiasdepadres, patrocinado por Iberdrola y dotado con 2.000 euros en premios. El fallo del jurado, que está formado por Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y la agente literaria Palmira Márquez, será anunciado el lunes 10 de abril. El primer premio está dotado con 1.000 € en metálico. El premio para los dos ganadores del segundo es de 500 € en efectivo.
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Empeños
Cristina Álvarez Fontecha
He ido a descambiar a mi padre. A mi edad y en pleno uso de mis facultades, he decidido que ya era hora. Cuando he llegado a la tienda, el dependiente me ha mirado por encima de las gafas y me ha dicho que ya iban cinco cambios ese mes. Y todos de la misma añada. Le he explicado que me he dado cuenta, a estas alturas de mi vida, de que siempre ha funcionado mal. Mi padre esperaba al lado sin decir ni mu. Cuando el dependiente le ha mirado, mi padre se ha limitado a subir los hombros. Qué le pasa, ha sido todo lo que ha dicho mientras se metía un palillo en la boca. He empezado con una larga retahíla de fallos: no es cariñoso, pero nada, si no piensas como él se cabrea, es un pesado con que me eche pareja, me tiene hasta el mismísimo moño. Además es muy criticón y casi todo le da miedo. Y, claro, por eso yo soy como soy. Me ha mirado esperando a que terminara. Pues soy igual, criticona, poco cariñosa y cada vez me dan miedo más cosas.
Así que al llegar a casa he enchufado a mi padre y lo he puesto a actualizar. No sabía si la actualización lo dejaría fuera de combate o al día siguiente hablaría cantonés.
Hoy por la mañana me he levantado inquieta. Mi padre estaba en la cocina preparando el desayuno mientras silbaba. Qué buena mañana hace ¿verdad?, me ha sonreído. Mientras cocinaba huevos con beicon, me ha dicho que iba a apuntarse a yoga, a una web de citas y a irse al Tíbet para rezar con los lamas. Me ha llamado Claudia y yo soy Sara. También se ha puesto a hablar de Joan, su mujercita canadiense y de que la lucha encarnizada entre demócratas y republicanos es de lo que se habla en la calle. Nosotros vivimos en España.
He tenido que volver a la tienda. ¿Otra vez usted por aquí? Me ha preguntado apático tras el mostrador. Sí, otra vez yo. La actualización no funciona, he dicho encaramándome y agarrándole de la camisa. Este no es mi padre y eso no me gusta, pero el de antes tampoco. Se ha zafado de mí, se ha sacado el palillo de la boca, me ha sonreído y se ha quedado en silencio. Me ha puesto de los nervios. Le diré lo que le digo a todos, tiene usted que matar a su padre, no queda otro remedio. ¿Matarlo? Pero ¿Cómo que matarlo? Sí, ha confirmado pasivo. Al padre hay que matarlo, desconectarlo. Si no, no dejará usted de tener estos problemas. He pensado que estaba delirando, que vaya respuesta más simplona, muerto el perro se acabó la rabia. O si no, ha añadido, se completará la descarga de software de su padre a usted. En ese punto he empezado a sentir pulsos eléctricos en la espalda. ¿A qué se refiere? Si no mata a su padre, usted se convertirá en él.
Así que aquí estoy, de camino al punto limpio. Mi padre me mira pensando que vamos a su primera clase de yoga
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Fósiles
David Villar Cembellín
En el convento de San Miguel de Priego, en Cuenca, se encuentra la capilla del Santo Cristo de la Caridad. Mi padre profesaba devoción a dicho Cristo y todos los años subíamos la familia a rezar a la imagen de madera, cuya rodilla izquierda se apoya sobre la esfera del mundo. Llamaba la atención la cantidad de objetos y figuras de cera que rodeaban al Cristo: manos rosadas, piernas azules, cabezas de bebé, tan grotescas ofrendas en muestra de gratitud depositaban los fieles. Mi padre aseguraba que eran pruebas de reconocimiento y milagros obrados por el Santo Cristo, pero yo no podía evitar pensar en extremidades cercenadas y bebés muertos. Cada vez la capilla me sobrecogía con un punto de museo del horror.
Y un poco más allá del convento y de la morera, aguardaban los fósiles.
Bajo una pared arcillosa en el chaflán de la montaña, multitud de restos fósiles esperaban a ser descubiertos por nosotros, intrépidos exploradores. Mi padre siempre repetía el mismo discurso:
—Estamos a mil metros de altura sobre el nivel del mar y a más de doscientos kilómetros de la costa —en ese punto hacía una pausa—; sin embargo, hace millones de años todo esto era océano.
Era un texto que conocía de memoria, pero me maravillaba año tras año. Miraba a mi alrededor y no había duda: ¡nos encontrábamos en lo alto de una montaña! ¡En lo alto de una montaña en la provincia de Cuenca! ¿De qué manera podía haber cambiado el mundo para que ese lugar hace años descansara sobre el fondo del mar? ¿Qué movimientos de tierra y cataclismos se habían tenido que producir para que pudiera yo encontrar restos marinos en el interior de esa pared?
La pauta para desenterrar los fósiles era sencilla: mis hermanas y yo nos armábamos con un palo y arremetíamos a golpes. De la pared arcillosa caían escombros, guijarros terrosos y también fósiles, pequeñas conchas fosilizadas o bígaros prehistóricos. Esos caracolillos convertidos en piedra conformaban la mayoría de nuestros hallazgos arqueológicos, pero eran importantes porque refrendaban las palabras de nuestro padre. Su existencia apuntalaba su testimonio. ¡Una vez todo aquello fue mar! ¡Esa montaña aconteció lecho marino durante millones de años!
Nuestro tesoro más preciado, no obstante, consistía en una concha de mayor tamaño —ammonites, descubriríamos más tarde— con forma espiral. Era un fósil mucho más hermoso que los vulgares caracolillos, los cuales una vez regados bajo la manguera del patio aparecían aburridas canicas. Nuestro afán siempre fue encontrar más fósiles en espiral, pero jamás volvimos a hallar ninguno.
Lo que si hallamos una vez fue otra cosa:
—¡Un alacrán! —grité yo.
Efectivamente, un día un alacrán emergió al escarbar la pared arcillosa. Su esqueleto transparente y su caminar arácnido eran terroríficos, una criatura construida del material con que se fabrica el miedo. «Alejaos y estad tranquilos», ordenó mi padre. El alacrán nos apuntó con sus quelíceros, luego titubeó desconcertado y pronto regresó a un agujero de la pared. En cuestión de segundos la aventura había pasado. El corazón nos latía con fuerza y aquel día no quisimos buscar más fósiles. La amenaza de un aguijón aguardaba tras la arcilla.
—La naturaleza siempre está ahí para recordarnos su poder —comentó nuestro padre—. A mí de pequeño casi se me lleva un buitre.
Esta era otra historia recurrente suya, la de un buitre que intentó llevárselo en esa serranía de Priego cuando contaba cinco años. Los buitres son carroñeros, pero cuando están muy hambrientos pueden intentar llevarse pequeñas piezas de ganado o niños. Siempre me ha mortificado la idea de que aquel buitre pudiese haber triunfado, que hubiese podido soportar el peso de mi padre y elevarse en el cielo con él. No ocurrió así, pero pudo serlo y yo no existiría.
Tan sencillo resulta no existir.
Recuerdo ahora esto y lamento no haber conservado ningún fósil de aquella época, ni uno solo de esos bígaros petrificados. Tampoco sé qué fue de aquel ammonites, durante mucho tiempo un tesoro de incalculable valor. Me gustaría tener uno conmigo y palparlo, toquetearlo con las manos, hacerlo girar entre mis dedos. Contrariamente a lo que se nos dice acerca del olor y el sabor, la memoria reside en el tacto. En el acto de tocar las cosas habitan nuestros recuerdos.
Escribo esto, pues, y grabo mis recuerdos en roca como tablas de la ley. Que mis reminiscencias infantiles queden aherrojadas en algún sitio, que sean testimonio, reivindicación a buril y materia pignorable, recuerdos fósiles que alguien dentro de mil millones de años encontrará. ¿Qué vemos de las estrellas sino vestigios de luz? ¿Qué otra cosa sino artesonado extinto y resplandor fósil? Detrás de la escritura subyace un deseo de perpetuidad, la belleza es prerrogativa de la memoria selectiva: anhelo que mi solidez sea reconocida, que mi insularidad sea tangible. Ser leído para ser tocado.
—Hace millones de años todo esto era océano —regresan las palabras de mi padre en lo alto de aquella montaña.
Quiero que dentro de muchas eras geológicas alguien sepa esto de mí: que Cuenca era océano, que yo era niño y que mi padre sabía encontrar fósiles marinos en lo alto de una serranía.
Y que aquello era amor.
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Cómo tocar el arcoíris
Pablo Guillermo Schidlowski
Lucas iba sujeto al asiento trasero; jugaba desganado con la cinta que atravesaba el auto por las ventanillas de lado a lado sobre su cabeza, y que mantenía atado en el techo el último colchón que restaba llevar. En el baúl iban los juguetes que sobrevivieron a su anterior infancia, algo de ropa de papá, de mamá, y una muda para él. Lejos, en la ciudad, quedaron los autitos con menos de cuatro ruedas y las horas pendientes de juego con amigos del barrio y del colegio.
—¿Qué te parecen las vaquitas Lucas? A que no encontrás dos iguales, ¿te animas?, podemos jugar los tres, mamá, vos y yo, a ver quién gana.
—No me importa.
Papá y mamá se miraron, no necesitaban repetir las conversaciones sobre lo que quedó atrás: Lucas haría nuevos amigos, aunque aún no lo creyera ni quisiera escucharlo.
—¿Paramos un ratito acá? —dijo el padre, desaceleró y tomó la banquina de tierra.
—¿Te parece? —dijo la madre— mirá los nubarrones, diría que se larga de nuevo en cualquier momento.
El padre le hizo entender que lo hacía por Lucas.
—Bueno sí —añadió la madre—, necesito estirar las piernas. Lucas, ¿traes las facturas?
Bajaron los tres, la madre sirvió chocolatada para todos. El padre tomó a Lucas de la mano y se acercaron unos pasos a ver de cerca dos vacas del otro lado del alambre de púas.
—Mirá las vaquitas, son buenas, ¿no? Y calladitas, ni mu dicen —. Lucas dijo muuuu, y al padre le bajó por fin la bebida al estómago.
—No responden —dijo Lucas—, ¿no saben hablar estas vacas?
—Las vacas mugen, no hablan —dijo el papá—, como Tomás, tu amigo del cole que es calladito —sabía del riesgo de traer el pasado al campo, pero Lucas necesitaba una transición.
—¡Pero Tomás no mugre, papá! Tomás habla y sabe contar hasta veinte.
—Muge, no mugre. Mugre es lo que tiene mamá en las zapatillas, mirá—. Entre risitas vieron cómo la mamá se quitaba barro de las suelas con un palito.
—Además —dijo el padre—, de esas vaquitas sale la leche de tu chocolatada.
Lucas miró el contenido del vaso, luego a las vacas, y le dijo a su papá que no podía ser porque esas eran blancas y negras y la chocolatada marrón.
—Tenes razón —le dijo el padre—, no lo había notado. ¿Qué tal la de allá?
—De esa sí, es igualita —dijo Lucas—, ¡mirá papá, un arcoíris!, es así de grande —explicó Lucas llevando los brazos hacia atrás, más grande imposible. En la ciudad lo había visto de a trozos, puentes de colores que unían edificios.
—¡Sí, y está cerquita! —dijo el papá casi arrepentido.
—¡Está cerquita, sí! ¡Quiero tocarlo! —dijo Lucas.
Los padres se miraron, ella le hizo un gesto como diciendo a ver cómo salís de ésta. Subieron al auto. El padre pensaba cómo darle a Lucas no lo que quería, sino lo que necesitaba.
Anduvieron unos cuantos kilómetros en la ruta, y a la distancia vieron un jinete. El papá se orilló poco después de pasarlo; el arcoíris ya fundía sus colores con el gris y el celeste.
—Buenas Don —dijo el papá al jinete. A lo lejos veía un casco de estancia, y detrás la caída del arcoíris—. Perdone la molestia, ¿son suyas estas tierras?
—Son del Tata Dios, yo sólo las trabajo.
Detrás de él y asiéndose a su ancho cinturón, iba un niño de edad similar a Lucas.
—Buena manera de ver la vida. Un gusto, soy Esteban y ésta mi familia, Laura y Lucas. El lunes comienzo en la cerealera.
—Entonces nos veremos a menudo. Antonio, pa lo que necesite —dijo. Bajó al niño, desmontó y estrecharon manos—. Mijo, salude al niño y diga su nombre, que pa eso lo carga.
—Benito —dijo frente a Lucas.
Los niños estrecharon manos como los padres, era la primera vez que Lucas saludaba como un grande. Lucas volteó hacia su papá, le jaló el pantalón y susurró:
—Papá, Benito anda a caballo —dijo, y el padre frotó sus cabellos.
—Don Antonio —dijo Esteban— Lucas quisiera tocar el arcoíris, y vemos que justo arranca detrás de su estancia… Queremos… saber cómo puede hacerlo —y le guiñó un ojo.
Laura lo codeó: Esteban le había pasado una pelota de piedra al hombre. Benito miró a su padre intrigado, Lucas como si fuera un Rey Mago.
—Mire Don Esteban que he salido de apuros bravos, pero éste… —dijo Antonio.
—Oí que junto a los arcoíris hay unos duendes con monedas, ¿vio alguno de casualidad? —dijo Esteban, señalando el cinturón del gaucho con la mirada.
—¿Que si he visto duendes? Montones —dijo —. Siempre me dejan una moneda por usar el viejo aljibe pa que salga el arcoíris; aquí tengo algunas —dijo Antonio mostrando el cinturón con monedas remachadas—, las llevo de recuerdo.
Benito se acercó y tocó las monedas como si jamás las hubiera visto. Lucas estiró una mano lejana.
—Venga joven —dijo Antonio a Lucas—, y usted, Benito, córrase un poquito que hay monedas pa todos.
Lucas se acercó y tocó una que le resultó familiar, de las que usa en el quiosco para comprar el alfajor, y otras de colores y tamaños que no conocía por viejas nomás, y supo que tocarlas era como acariciar el arcoíris. Corrió hacia su padre y le mostró la sensación que aún pendía de sus dedos.
—Tendríamos que ir yendo Esteban —dijo Laura—, está garuando.
Todos se saludaron de mano con promesas de verse pronto. Subieron al auto y encararon el corto trecho que les faltaba para llegar. Lucas, atrás, tiró de la soga y exclamó un chuchuuuu. Adelante, Esteban y Laura se tomaron de la mano: supieron que el tren por fin había partido.
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Corazón de pan
Susana Rudolf Macció
Ramón está recostado en el piso, apoyado en un codo, jugando con un yuyo. Lo enreda, lo trenza, muerde una punta, escupe un pedacito. Tiene la mirada perdida, si bien parece que sus ojos se concentran en ese juguete, la escena está muy adentro y a la vez muy lejos. ¿Qué estarán haciendo sus gurises? A esta hora, seguro correteando entre los pastizales, o tal vez ya están insistiéndole a la madre para saber cuándo estará pronta la comida. La ve a ella, con su panza enorme y el más chico calzado en la cadera, mientras revuelve una olla… ¿de arroz? ¿Le quedará algo de la plata que le dejó la última vez? Confía en que ella sabe estirarla, pero este verano ha sido tan avaro, con esta maldita pandemia. Hay muy pocos turistas en las casas, los grandes asados de otros años no abundan. Casi sin querer se le escapa en voz alta: si esta lluvia sigue unos días más, arranco pa las casas… total, sin trabajo acá, sin trabajo allá, por lo menos estoy acompañado.
Adrián es el más joven del trío, alto y flaco, es la primera vez que se prende en este intento de ganar algo con la leña. No parece la mejor oportunidad, se comenta que este año todo está por debajo de los años anteriores. Pero él no tiene a nadie, se arregla con lo que salga. Está conforme con el lugarcito que les alquiló el almacenero en el galpón de depósito, también semivacío. Sus compañeros de trabajo, que recién conoció allí, son buena gente. Tienen más oficio y le enseñan lo que saben. Arma un tabaco y piensa adónde iría si se quedara solo. Ceba otro mate y se lo pasa a Ramón. En otro rincón duerme el Indio. Le dicen así por su pelo largo y lacio y no se acuerdan si alguna vez dijo su nombre. Tampoco habla de su vida, todo él es un misterio silencioso.
El único que ya conocía el lugar es Ramón, viene todos los años. Tienen un pacto de pocas cláusulas: la comida se compra entre todos, el alquiler se paga entre todos. Aparte de eso, cada cual hace su vida. Salen a trabajar temprano, evitando el sol más cruel, y al mediodía descansan un rato a la sombra mientras comen algo y toman agua, mucha agua. ¡Cómo se suda la leña, golpe a golpe! En la tarde hacen los atados y los llevan en hombros a los compradores. Se conversa poco, solo en los momentos que matean alrededor del fogón intercambian algunos recuerdos, algunos sueños, algunas mentiras.
La lluvia no es densa, tampoco hay viento. Ramón ha trabajado muchas veces en condiciones peores pero ahora apenas hay a quien venderle, se permite el lujo de un descanso.
Igual se revuelve incómodo porque piensa en el invierno y sabe que tendrá que buscar algún otro lugar donde engancharse. Aunque para eso falta, antes tiene que pasar por su rancho a ver cómo están las cosas, si la Flaca ha ido al médico. Los grandes tienen que ir a la escuela. Por suerte la chica que trabaja en el hotel le ha regalado a veces pinturas, cuadernos, papeles de colores… cuando llega con esas cosas a los niños les brillan los ojos y a él también. Se siente orgulloso y feliz de poder llevar algo más que la plata para tirar hasta la próxima. No es muy experto para demostrar el afecto a sus hijos, pero sin dudas es por ellos que sale cada día a buscar una forma de arrimar algo. El padre de Ramón fue toda su (corta) vida peón de estancia, sometido a las injusticias de un patrón que le chupaba la sangre y nunca estaba conforme. Él hervía por dentro y se prometía que nunca iba a ser esclavo de nadie.
El monte que es más generoso con ellos, al que van casi todos los días, es a la vez el de acceso más difícil. Tienen que meterse a lo gato pasando un alambrado y trepar un camino muy rocoso. Ayer, cuando subían rodeando una gran roca blanca que resplandecía al sol, vio una planta en el medio de la piedra. Sola. Y se sorprendió. Esa plantita tenía una flor, desde un tallito corto, tierno y muy verde se abría una copa de color violeta intenso, con unos hilitos amarillos en el centro. Se distrajo unos segundos mirándola, porque sintió que era como un mensaje para él, los otros ni la vieron. Una vieja canción le subió a los labios y siguió tarareándola el resto del día
Hay un camino en mi tierra
del pobre que va por pan
tal vez sin ser bien baqueano
cualquiera lo ha de encontrar,
pues tiene el pecho de piedra
pero el corazón de pan.
Desde entonces empezó a sentir esa nostalgia que se intensificó con la lluvia, las ganas de ver a su familia, de estar con ellos. También pensó que esta vez le gustaría llevarle un regalo a la Flaca, algo distinto, esas cosas que le gustan a las mujeres. Se levanta y se sacude las briznas que le quedan en la ropa. Voy a dar una vuelta y ya traigo para hacer unas tortas fritas, ¿tas de acuerdo?
Piensa pasar por esos puestitos que venden chucherías para turistas, nunca se había acercado ni a mirar, pensando que no eran para ellos. ¿Qué pierde con preguntar el precio? Un collarcito le gustaría. Y que fuera violeta, por la florcita que le dio la idea. No lo dice, claro. Son mariconeadas.
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El cocinero del Nanjai
Sol García de Herreros
Mi padre fue cocinero en un barco chino.
Mi padre fue cocinero en un barco chino, el Nanjai, en el que se enroló con dieciséis años como grumete sin distinguir la proa de la popa. Por fortuna para él, el capitán pareció tomarle pronto bajo su protección, y cuando el cocinero murió de un mal fulminante le adjudicó sin más su trabajo.
El capitán Peng era un lobo de mar con una larga experiencia en cualquier negocio que pueda desarrollarse con un barco, desde el contrabando a la caza de ballenas, y solo hablaba lo imprescindible. A mi hermano y a mí nos impresionaba siempre, aunque la hubiéramos oído contar mil veces, la respuesta que le había dado a Joao, el Portugués, cuando le preguntó por las canciones de su tierra.
—Yo no soy de ninguna tierra —murmuró con la mirada perdida en el Pacífico—. Yo soy del mar.
En casa había un atlas viejo de tapas de cartón y procedencia incierta, lleno de manchas de tinta y de grasa, donde a menudo mi padre iba señalando los sitios de los que hablaba. Eran siempre nombres sonoros y misteriosos que nosotros repetíamos en nuestros juegos y que no hemos olvidado: Buena Esperanza, Mar de Kara, Puerto Edén, Islas de la Lealtad. A lo largo de los años he repetido esos nombres dentro de mí, como un mantra mudo, en todas las ocasiones en que el miedo o la desesperanza me han hecho necesitar un padre, un sueño, alguna fe, como si su solo recuerdo me protegiera o me devolviera a la infancia. Con el dedo en los mapas, mi padre nos contó que hay ballenas más grandes que cuatro barcos y calmas más peligrosas que las tempestades, que hay días que duran veinte horas, mares de hielo y playas infinitas. Nos habló de tierras donde la gente va desnuda y otras donde se tapan hasta los ojos, de pueblos que invocan a sus muertos y otros que los temen o los olvidan. Nos explicó que somos mucho más distintos aun de lo que aparentamos, y que no hay ninguna necesidad de parecerse a nadie, ni siquiera a los padres, porque cada vida es un barco con un solo timonel y un rumbo por fijar.
Durante diez años recorrieron todos los océanos y fondearon en todas las costas, y el cocinero del Nanjai tuvo ocasión de comprobar lo que ya le habían advertido los marineros más curtidos: que todos los puertos, desde Róterdam a Valparaíso, eran un solo puerto. Las mismas calles peligrosas y húmedas. Las tabernas, todas alegres, ruidosas, sucias. Y las mujeres del puerto… Las mujeres del puerto, ya fueran espléndidas mulatas o maduras irlandesas, eran para él sinónimo de valentía y belleza. A veces mi padre se extendía más de lo necesario en sus descripciones femeninas. Entonces yo miraba de reojo a mi madre, en busca de algún gesto celoso que nunca se produjo.
La relación de mi madre con el Nanjai era complicada. La mayoría de las veces, durante el tiempo que nosotros permanecíamos hipnotizados por aquellos relatos, ella seguía ocupada en cualquier tarea con una leve sonrisa escéptica y cansada, como si no le importara nada, como si se sintiese el único árbol en aquella casa llena de pájaros. Pero algunas noches se rendía. Se sentaba, entornaba los ojos, respiraba el salitre que desprendía la voz de mi padre y se estremecía o sonreía abiertamente. Me gustaba observarla en esos momentos porque era cuando estaba más guapa, y yo estaba convencida de que debería haber sido una de aquellas mujeres del puerto, de risas y cerveza, en vez de lavar nuestra ropa en el hielo del río.
Una mala tormenta frente a Lobos de Tierra acabó con el Nanjai. Casi toda la tripulación sobrevivió gracias a que al abrirse la primera vía de agua fueron socorridos por un carguero español. Sólo el capitán Peng se hundió con él, agarrando fuertemente el timón con sus brazos llenos de sirenas.
Mientras buscaba un nuevo barco donde enrolarse, mi padre contrajo unas fiebres que por poco no le entierran en Perú. Permaneció semanas en un hospital siniestro y en muchas ocasiones sintió que se moría. Fue una de esas noches cuando vio a mi madre. La última vez que la había visto ella tendría siete u ocho años, pero no fue a esa niña larguirucha del pueblo a la que vio, sino a la mujer morena clara en que se había convertido. En su sueño ella le saludaba con la mano y él pensó que había llegado la hora de regresar.
Cuando murió yo tenía doce años.
Nunca he olvidado el silencio de mi madre en el velatorio, sentada allí, en la misma silla, como si todavía le oyese hablar de temporales y escolleras. Frente a ella, la abuela se preguntaba entre sollozos, enlutada e incrédula, cómo podía haber muerto su hijo tan joven. Si en toda su vida ni un día estuvo enfermo, repetía, si ni del pueblo salió apenas…
Qué equivocada estaba la abuela. Yo recuerdo a mi padre alto y fuerte, con sus ojos azules iluminando la piel morena, pero durante el tiempo que yo viví con él, siempre estuvo enfermo. Enfermo de nostalgia de lo que nunca vio, contagiándonos su ansiedad de atardeceres sangrantes y de olas infinitas más allá de las lastras y la sierra. A veces, al acabar la primavera, cuando estaban crecidos el trigo y la cebada, se tumbaba en los campos, cerraba los ojos y escuchaba el rumor del viento moviendo las espigas.
—Mirad, se oye la mar — nos decía.
Mi padre, como el capitán Peng, tampoco era de ninguna tierra.
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Papel de estraza
Óscar Figueruelo Burrieza
De espaldas a él, se acerca al perro que sigue tumbado en el suelo. Vuelve a la mesa con el collar de cuero en la mano. El portugués sabe después de tantos años lo desconfiado, y a la vez habilidoso, que es el tío José Zacho. Nunca lleva todo el dinero junto y nunca repite el escondijo. Es un collar de cuero de doble capa. Entre ellas, van las monedas metidas. Descose por debajo de la hebilla y las saca. Son duros y únicamente Dios sabe el milagro que es juntarlos. Los otros salen de debajo de la boina.
Joao no fuma. Por eso no le ofrece. Él se lía con destreza un pitillo y lo saborea mientras guarda la mercancía en la mochila. Los rollos de tela son de un metro y caben justos inclinados. Lo demás, en los bolsillos, por si hay que deshacerse de la carga entre algún carrasco y lo demás, donde sea menester, pero no todo junto. Siempre hay que hacer lo posible porque ni en dinero ni la carga viaje toda junta, para no perderla entera la misma noche. Que algo quede para volver a empezar. Un volver a empezar constante en tiempos de agitación y nerviosismo donde uno muchas veces no sabe ni dónde pisa, ni hacia dónde. Como ahora, que sabe la dirección que debe tomar, pero no si sus pasos lo levarán a su destino. Joao le advierte que mucho cuidado hasta dejar el pueblo atrás, que las cosas están feas y que proliferan los chivatazos para ganarse el favor de los guardiñas.
A oscuras, sale a la calle primero el anfitrión, y cuando avisa, ya lo hacen José y Moro. No sé ve nada, y tampoco se oye nada. La total oscuridad no permite ver, pero sí oír. Si reina el silencio, buena señal. Ellos no se despiden para no romperlo. Sólo un apretón de manos. Tiene que conseguir que tampoco lo haga ningún perro. El suyo no lo hará. Está enseñado. Ahora va detrás, donde le ha dicho que lo haga. Ya en campo abierto lo pondrá delante. La noche está estrellada y el cielo en reposo, tanto que va oyendo sus pisadas a pesar de llevar las suelas de cuero. Lo ponen nervioso, pues el silencio es sepulcral. Va buscando pisar por el centro de la rodera, donde suele haber más hierba seca. Aprieta el paso para llegar lo antes posible al cobijo de los árboles. El terreno ya es para abajo. A los pocos metros, oye movimiento en la distancia, pero no muy lejana. Se esconde tras unos carrascos. No se escucha hablar. Por otro parte, normal. Sean otros como él o sean las autoridades, no hablarán. A lo mejor son jabalíes. Pero al no volver a oír nada, desconfía que sean animales. Le toca permanecer escondido un buen rato. No se puede aventurar. Debe asegurarse que al reiniciar la marcha, si eran personas, no estén ya por allí. Para esto ha traído al perro, para que vaya a investigar. Y lo hace. Vuelve moviendo la cola en señal de que no ha oído ni olido nada. Unas caricias y a reanudar la marcha.
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El mejor amigo de Carlos
Ignacio Hormigo de la Puerta
Cuando era niño y estaba en el colegio, mi mejor amigo se llamaba Carlos. Era un compañero de juegos genial, capaz de hacerme reír en cualquier situación con sus ocurrencias. Solo había una persona que conseguía enturbiar el ánimo de Carlos, su padre. Se llamaba Ramón y nunca le conocí un empleo. Su falta de actividad laboral me parecía una extravagancia, más si cabe, teniendo en cuenta que Ramón era un hombre en apariencia normal, salvo por el detalle del rabo, claro.
Como sus rutinas no estaban sometidas a ningún horario, a media mañana Ramón le llevaba el bocadillo a su hijo al recreo. Llegaba siempre puntual. Cuando sonaba el timbre y salíamos al patio, Ramón ya estaba allí, esperándolo del otro lado de la verja. Veía a su hijo y se ponía loco de contento, se agitaba inquieto, golpeaba la verja con las palmas de las manos, los ojos parecían hacérsele más grandes y el rabo se le meneaba de un lado al otro como un limpiaparabrisas desquiciado. A todos los niños aquello nos hacía muchísima gracia, pero a Carlos lo mortificaba. Se acercaba a su padre cabizbajo, cogía el bocadillo y se alejaba de él sin dirigirle siquiera la palabra.
Que Carlos se avergonzara de su padre era algo que venía ocurriendo desde que éramos unos críos. La cosa era aún peor cuando estábamos en la guardería y en los primeros años de colegio. Cada día, Ramón iba a recogerlo a la entrada para acompañarlo a casa. Al verlo salir por la puerta, le saltaba encima, le plantaba las manos en el pecho y le lamía la cara hasta dejársela empapada de babas. Carlos se ponía rojo como un tomate y se iba de allí caminando tan deprisa como le permitían sus pequeñas piernas de niño. Cuando cumplió nueve años, le dijo a su padre que ya era suficientemente mayor como para volver solo del colegio y que no se le ocurriera aparecer por allí nunca más.
Aunque era capaz de entender cómo se sentía Carlos, no podía dejar de experimentar una punzada de lástima al ver la cara que se le quedaba al pobre Ramón, la tristeza que le llenaba los ojos cada vez que su hijo renegaba de él. En alguna ocasión, intenté hablarlo con Carlos.
—No seas así, hombre. Tu padre no lo hace queriendo, le sale solo.
—Eso es muy fácil decirlo, tu padre no tiene rabo.
En eso tenía toda la razón, mi padre no tenía rabo, tampoco una serie de comportamientos, un tanto peculiares, que exhibía el padre de mi amigo cuando estaba en su casa. Las tardes en que iba a jugar a la casa de Carlos, Ramón andaba siempre por allí. Muchas veces se unía a nuestros juegos y entonces era como un niño más. Saltaba, gruñía y se revolcaba por la alfombra. En la intimidad de su hogar, sin extraños presentes que le hicieran sentirse incómodo, Carlos le dejaba hacer. Las tardes en que jugábamos a algo más tranquilo, como a las cuatro en raya o al ajedrez, Ramón se arrodillaba en el suelo, a los pies de su hijo, y apoyaba la cabeza en su regazo. Carlos le rascaba distraídamente detrás de las orejas y Ramón cerraba los ojillos y entraba en una especie de éxtasis. Eran los únicos momentos en que parecía que padre e hijo llegaban a entenderse.
Nunca podré olvidar lo que ocurrió en aquella casa una tarde, durante las vacaciones de Navidad. Unos chavales del barrio habían comprado petardos y se dedicaron a tirarlos en la calle. Al oír el estruendo, Ramón se metió debajo de la mesa del comedor, se cubrió la cabeza con las manos y comenzó a gemir entre temblores, paralizado por el miedo. En un intento vano de reconfortarlo, su mujer y su hijo le acariciaban la espalda y le susurraban palabras tranquilizadoras al oído. De pronto, se acordaron de que yo seguía ahí, testigo indiscreto de un momento de crisis familiar que debería haber permanecido vedado a mis ojos. Levantaron la vista y me miraron con impotencia. Supe que era hora de volver a casa.
Un domingo, estaba en mi habitación, estudiando para el examen de Matemáticas que teníamos el lunes, cuando mi madre llamó a la puerta y entró en el cuarto.
—Ha pasado algo —dijo.
Por su cara supe que lo que hubiera ocurrido tenía que ser algo terrible. Lo era. El padre de Carlos había muerto en un accidente absurdo. Lo había atropellado una furgoneta de reparto mientras perseguía un gato. Había cruzado la calle corriendo, sin mirar, y el conductor no había podido hacer nada por evitarlo.
Al día siguiente, todos los compañeros de clase estábamos en el tanatorio para arropar a nuestro amigo. Carlos estaba roto por la pena. Su mejor amigo, el más fiel, aquel que había estado siempre a su lado, dándole todo sin pedirle nada a cambio, no era yo, sino su padre. Carlos se había dado cuenta cuando ya era demasiado tarde. No había nada en el mundo que pudiera consolarlo. Lo que salía de su boca no era un llanto de niño, era un lamento desgarrado, primario, un quejido animal que le nacía en un lugar mucho más profundo que la garganta o los pulmones. Escuchar sus aullidos de dolor nos partía el alma.
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La carrasca
Ángel Villanueva Pérez
Patricia, la joven señora de la finca de los Lestache, atravesó el patio retorciéndose las manos. Se detuvo entre las dos grandes portadas que separaban la casona de los campos y suspiró con alivio al ver el pozo y el aljibe cerrados. Este niño la iba a matar a disgustos.
Manuel, el aparcero, que era apenas unos años mayor que ella y que la había visto salir desde los escalones de la casa de labranza, se acercó por detrás y apoyó el brazo sobre el hombro de la joven.
—Patricia.
La aparición del mozo la sobresaltó, pero se sobrepuso enseguida y, entre hipidos, se limpió la cara de lágrimas.
—No me llames así, Manuel. Soy la señora.
No hubo enfado en las palabras de Patricia, ni ira en su gesto al quitarse la mano del hombro, ni prácticamente ninguna emoción: la joven solo constató un hecho. Pero fue esa misma frialdad la que golpeó a Manuel con más fuerza que cualquier desaire. Patricia se giró hacia el aparcero:
—Tráeme a Silvio, seguro que está en la carrasca —le suplicó—. Y si lo encuentras con él, ¡deshazte de una vez del maldito perro! ¿Cuántas veces te lo voy a tener que pedir?
El mozo no podía apartar la vista de los labios temblorosos, de los ojos enrojecidos por el llanto; de ella.
—¡Ve! —insistió Patricia, antes de entrar de vuelta en la casona. Y él, por fin, echó a andar.
Manuel también creía que el niño estaría en la carrasca, dónde si no. Enfiló el camino bordeado de pinos que subía hacia la era, junto a la que crecía el viejo árbol.
Aunque hacía más de un año que había terminado la guerra, Patricia no había podido quitarle al pequeño la manía de subirse a las ramas bajas de la carrasca a vigilar el camino que venía de la carretera. El niño estaba convencido, contra toda esperanza, de que su padre y dueño de la finca, Andrés Lestache, aparecería por allí cualquier tarde. Verlo subido al árbol ya sacaba de quicio a su madre, pero tener a “Sultán” escarbando alrededor la hacía perder los nervios.
El perrucho, un mil leches vagabundo, había surgido hacía meses de entre los campos y Silvio se lo había apropiado con la feroz determinación de los hijos únicos. A Manuel, el perro le había puesto los pelos de punta desde el principio, y el sentimiento era mutuo: el chucho le sacaba los dientes cada vez que se encontraban a solas. Incluso a Patricia le gruñía. Con el único con el que todo eran mimos y lametones era con el pequeño Silvio, al lado de quien aparecía correteando como por arte de magia en cuanto el niño salía de la casa. Se habían vuelto inseparables, y había sido siguiendo al perro como el pequeño había descubierto la privilegiada vista desde el árbol más alto de toda la finca.
Manuel dobló la última curva del camino y vio, en efecto, a Silvio subido a la carrasca. También estaba “Sultán”, removiendo la tierra junto a las grandes raíces.
Manuel torció el gesto.
—¡Silvio! —llamó, saludando con la mano.
El niño se volvió, el desencanto pintado en el rostro.
—Déjame, Manuel. No hago nada malo.
—Vamos, señorito. Ya sabe que a su madre no le gusta que suba ahí.
—¿Por qué? Solo quiero estar aquí para recibir a mi padre cuando vuelva.
—Ya ha pasado un año, señorito.
—Tú no lo entiendes —desafió el niño al aparcero—. Siento que está cerca.
El mozo asintió; no tenía ganas de discutir. Y claro que lo entendía.
El perro ladró, atrayendo la atención de ambos. Estaba todo manchado de tierra.
—Maldito animal, ¡deja de escarbar! ¡Para ya, bestia del diablo! —gritó Manuel mientras agitaba la azada. Patricia tenía razón: cualquier día el chucho les daría un disgusto.
El perro obedeció a medias: dejó de arrancar tierra con las patas, pero siguió metiendo el hocico entre las hormas.
—¡No lo asustes! —intervino Silvio—. Debe de haber olido un hueso viejo.
Manuel se estremeció y estuvo a punto de persignarse.
—Vamos, señorito. De todos modos se está haciendo oscuro, ya casi no se ve.
Refunfuñando, el niño bajó y caminó hacia la casa, siempre por delante del mozo, con “Sultán” correteando a su lado.
Un escalofrío recorrió la espalda de Manuel cuando su mirada se cruzó un instante con la del perro: sus ojos estaban de un rojo brillante, como si hubiese escapado del mismo infierno; el aparcero hizo el signo contra el mal fario a escondidas.
Lo haré esta noche, pensó. En cuanto el niño se duerma. Saldré a buscarlo. Le partiré la crisma. Con la misma azada.
Lo enterraré bajo la misma carrasca.
Manuel recordó el día, hacía dos años, en que Andrés Lestache había aparecido por ese mismo camino que vigilaba ahora Silvio. El niño, ardiendo de fiebre por la escarlatina, ni siquiera se había enterado. El señor tampoco tuvo el menor interés en verlo: toda su atención estaba puesta en su esposa, tras un año en las trincheras.
Esa noche, Manuel no había podido pegar ojo. Y cuando habían comenzado a oírse los golpes, había agarrado esa misma azada que ahora llevaba al hombro y había entrado en la casona. Andrés Lestache, preso de su propio frenesí, ciego de alcohol y de lujuria, no oyó llegar al mozo ni venir al golpe.
Después, como cada noche, Manuel había abrazado a Patricia, esta vez los dos cubiertos de sangre.
Los gruñidos de “Sultán” lo sacaron de su ensoñación. Como si le hubiera leído el pensamiento, el perro se le había encarado, ladrando con rabia, la espuma arremolinándose en torno a su boca. Pero cuando parecía a punto de atacar al aparcero, Silvio se interpuso y aplacó al perro acariciándole la cabeza.
Manuel sonrió para sus adentros, orgulloso al ver al niño heredar el coraje del padre.
***
Un frasco de crecepelo, una guitarra, una caña de pescar
Oti Corona
Mi hermana y yo nos echábamos a hurtadillas el crecepelo de nuestro padre. De raíces a puntas. Era un frasco de color azufre que guardaba en el armario del baño en nuestro piso de la calle Felipe II, número catorce, sexto, cuarta. La dirección no viene al caso pero me gusta recitarla; mi padre insistía en que la memorizásemos desde que aprendíamos a hablar, mucho antes de entonar la tabla del dos o el avemaría. Por si nos perdíamos. Tenía pánico a que alguno de sus hijos se perdiese. Sin duda, mi padre era consciente de la velocidad a la que se reducía el volumen de su preciada loción, y también sabría quiénes éramos las culpables del despilfarro. Sin embargo, jamás nos llamó la atención por ello.
Los domingos ocultaba su ingenio bajo la gorra del uniforme de la banda municipal y nos llevaba de la mano para que le viésemos tocar la trompeta y para que mi madre pudiese limpiar tranquila. En una ocasión, se acercaron dos niños algo mayores que nosotras a preguntarle si era policía. Mi padre se señaló el pecho con el dedo pulgar y, a un volumen considerable, respondió: «No. Yo soy músico». Aunque los chavales no ocultaron su decepción deduje, por la pose orgullosa en la réplica, que dedicarse a la música te convertía en una persona realmente importante.
En casa no tocaba la trompeta pero sí la guitarra. Siempre había una guitarra de mi padre por en medio. Casi todos los sábados nos despertaba al alba con las piezas de Isaac Albéniz que mis hermanos y yo tarareábamos en contra de nuestra voluntad el resto del día. A veces tenía la decencia de salir a la terraza para que pudiésemos dormir un rato más; de tanto en tanto los vecinos comentaban que se habían despertado con sus canciones, pero ninguno llegó a quejarse nunca. En aquella terraza de Felipe II tuvo una buena temporada una jaula con gallinas y un pastor alemán llamado Bismarck. Era un perro bueno y fiel que por desgracia tuvimos que regalar porque la situación en el piso era insostenible, sobre todo para mi madre. De las gallinas rendimos buena cuenta en la cazuela y un buen número de pollitos, según me cuentan, padecieron un final trágico entre mis manos.
Mientras mi padre reunía dinero para comprar un coche, nos desplazábamos a pie o en su mobylette verde pistacho. Gracias al sillín alargado, conseguía viajar con mi hermana en la parte trasera y conmigo delante, agarrada al manillar. Mi madre me ponía un generoso chorro de colonia en el pelo para que mi padre percibiese el aroma mientras nos llevaba hasta el colegio, situado en la parte alta del casco antiguo, a la cual se accedía a través de unas callejuelas de adoquines salpicadas de hippies que, aquí y allá, ofrecían productos artesanales a los turistas.
En cuanto aprendí a pescar con su caña gigantesca me compró una telescópica. Nos levantábamos cuando aún era de noche, preparábamos unos bocadillos y nos íbamos hasta el rompeolas. A la vuelta, dejábamos en la cocina la bolsa de plástico en la que gerrets, rojas, jureles y raors se retorcían en un intento vano de aferrarse a la vida. Una madrugada sucedió que los peces, como por un encantamiento, solo acudían a mi anzuelo aunque nos hubiésemos situado a apenas metro y medio de distancia uno del otro y usásemos, como de costumbre, la misma técnica y el mismo cebo. Regresamos con una veintena de peces de los que mi padre había apresado no más de tres o cuatro. Fue la última vez que salimos juntos de pesca.
Tengo la impresión de que nuestras vidas se precipitaron desde que la empresa en la que consiguió trabajo como comercial le proporcionó un Renault 4L. Es posible que coincidiese con la época en que mi infancia quedó sepultada por las obligaciones, las inquietudes y los disgustos propios de la adolescencia, o puede que la aparición de un coche en la vida familiar acelerase el devenir de los acontecimientos. Mi padre se cortó el mechón de pelo de la sien y dejó al aire su calvicie. Entregado a su trabajo, parecía echar de menos su vida de músico y los amaneceres en el rompeolas mientras los hijos, de manera escalonada, abandonamos la casa familiar.
Si me preguntáis por mi padre, os diré que tenía un frasco de crecepelo, un uniforme de músico, una trompeta plateada, una guitarra, un gallinero en la terraza, un perro de nombre Bismarck, una mobylette verde pistacho y una caña de pescar. Que, a pesar del pánico a que sus hijos se perdiesen, aprendimos de memoria la calle, el piso y la puerta de aquel lugar al que siempre podríamos volver.
***
Son los hijos
Patricia Collazo González
Empezábamos en septiembre. Llevábamos las capas al tinte, lustrábamos las coronas, cepillábamos los camellos y zurcíamos a conciencia los sacos de transporte. A mediados de noviembre empezábamos a recibir cartas e íbamos adelantando trabajo. Por experiencia sabíamos que después había muchas de última hora, que llegaban el mismísimo cinco. Eran unas semanas de vorágine, de no dormir más de un par de horas seguidas, de quebraderos de cabeza para conseguir deseos complicados con un presupuesto que había que estirar y repartir entre muchos.
Después de revisar y registrar cada pedido, pensábamos regalos adecuados para aquellos que no nos habían hecho llegar el suyo. Eso era complicado, pero nos gustaba mucho analizar costumbres, gustos y aficiones para encontrar lo mejor en cada caso.
Alimentábamos equilibradamente a nuestras monturas y entrenábamos a diario largas caminatas y levantamiento de elevados pesos.
Planificábamos recorridos, rutas rápidas, estudiábamos atajos, accidentes geográficos y previsiones meteorológicas.
Los últimos días nos poníamos a dieta. Sabíamos que después nos atiborraríamos de turrón, roscón, galletas, polvorones y todo lo que hubiera sobrado de las celebraciones navideñas. No podíamos defraudar a nadie y en cada casa había que hacer los honores y comer, aunque fuera un poco.
A pesar de que parecía que nunca lo haría, el gran día siempre llegaba. Nos vestíamos con esmero, nos cobijábamos en nuestras capas y montados en los camellos seguíamos la estrella arrastrando los sacos cargados de regalos.
Procurábamos pasar desapercibidos y dejar los paquetes sobre los zapatos mientras todos dormían, pero siempre había algún niño que nos veía desde un par de ojos restregados a causa del sueño y la incredulidad. Y la ilusión de aquellas caritas hacía que todo el esfuerzo valiera la pena.
Por eso, desde que nos dijeron la verdad, echamos tanto de menos todo aquello. Alguna vez teníamos que saberla, sí. Es ley de vida. Pero no por eso es menos decepcionante. De un día para otro, un hermano mayor o un amiguete que nos saca unos años y que ya tiene bisnietos, nos lo deja caer.
Al principio no lo crees. ¿Que los niños son los hijos? ¿Que todas esas caritas ilusionadas que nos esperaban cada año no existen? ¡Anda ya! Al principio no te lo crees ¿Cómo va a ser verdad que no eres rey y menos que menos mago si durante tantos años has estado comportándote como tal? ¡Pero si hasta en las noticias aparecían las novedades sobre nuestros preparativos y nuestro viaje! ¡Si en cada ciudad nos recibían con grandes cabalgatas y emoción!
Que no, te dicen. Es que los niños han querido mantenerte la ilusión. Porque no hay nada más bonito que la inocente ilusión de un padre entregado.
Y te quedas de piedra, y lloras un poquito procurando que no se note. Y te preguntas qué harás el próximo 5 de enero por la noche, cuando ya no tengas que andar de puntillas porque ya sabes que todo el mundo dejará de simular que eres un verdadero rey.
Lustras tu corona, llamas a tus hijos y les explicas cómo sacar mejor partido de un presupuesto limitado, cómo alimentar correctamente a los camellos, cómo organizar las cartas por zona geográfica y mantener el inventario de regalos siempre actualizado. Cómo identificar el regalo perfecto para los que no envían carta, y por último pones a su nombre el apartado de correos al que te ha llegado la correspondencia durante toda la vida. Les entregas la corona y haciéndoles todo tipo de recomendaciones, les dices que tienes un secreto muy importante que contarles y les haces creer que ellos son los reyes. Te da un poco de pena mentirles, pero la ilusión con que palpan tu capa de terciopelo y acarician los camellos hace que sientas que estás haciendo lo correcto.
Tremendo pufo. No me creo que no hubiese nada mejor. Se nota que esto es todo influencias y «amigos de». Pat´ético
Me gustan varios, felicidades por la selección.
En esta ocasión os habéis esmerado.
Algunos me sorprendieron, otros me emocionaron, pero todos me gustaron. Unos más que otros, es cierto, pero todos tenemos nuestros gustos, así es que está bien.
Felicitaciones a los clasificados. Seguro que no estaré de acuerdo con el veredicto final del Jurado, pero rara vez lo estoy. Gustos, como dije.
Carlos, envidio tu capacidad de emocionarte con estos relatos. Si algo se busca en un relato corto es la capacidad de emocionar o de sorprender. Yo me he quedado igual que cuando me leí el prospecto de la pravastatina que me recetó mi médico. Por cierto, los camellos de patricia (una autora de las que aparecen frecuentemente en estas convocatorias, y aquí veo algunos de ellos), muy recurrentes; ya hizo uso de ellos en una convocatoria de Navidad. En fin, echo de menos cuando se podían leer todos por internet, tan solo he podido leer dos o tres de valientes que los han puesto en sus redes sociales. Esta es la selección y es lo que hay, de hacerla otra persona serían otros, así que nada en contra de ella, tan válida como cualquier otra, y como mi crítica. A mi personalmente, no me aportan nada, ni calidad en su narración ni mucho menos originalidad. Pero yo soy muy raro (lo reconozco).
Amigo Cesar que se esconde en el anonimato.
Usted lo que pasa es que es muy tonto.
¡Pero que grande es esto de internet, que un tío que se pone de nombre “Bosco” le dice a otro que se llama Cesar, “te escondes en el anonimato”!
Si es que os tengo que querer a la fuerza, aunque de pequeños tuvieseis alguna carencia vitamínica o afectiva. En cuanto detecto a alguno como tú, os leo, me parto y ya se me pasa.
Voy a contar un microrelato… A, es escritor (o periodista), pero como la cosa está mal, resulta que complementa sus mermados ingresos con una apertura de un “Taller de escritura”. Resulta que B, acude a este taller para mejorar sus indudables dotes de escritor, para lo cual paga a A, cierta cantidad de dinero (que nada es por amor al arte y mucho menos el literario). Una vez ha pasado el tiempo y A considera que B ha llegado al nivel correspondiente (ya lleva unos meses pagados) le propone presentarse a certámenes y concursos. Resulta que A, como tiene cierta reputación, forma parte de algunos jurados que seleccionan a los participantes, y resulta que, como el “Taller” de A es muy bueno, muchos participantes resultan escogidos. B, que no cabe en sí de gozo, decide seguir participando en lis “Talleres”, y A, logicamente, se sigue beneficiando de ello.
Al final, se da la circunstancia que tanto A como B resultan recompensados, por lo que, cual bucle infinito, perpetúan dicha situación, (a todo esto, el patrocinador sigue acuquinando religiosamente, que eso no va con él).
…. Y es que hay ciertos “talleres” que son muy buenos y provechosos (This is Spain).
Felicidades a los que quedaron, pero ninguno me tocó el corazón, no encontré la palabra emotividad. Si es así como dicen las conversaciones, no vale la pena concursar.