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Mokusatsu

Elías Borgovo, el detective vocacional, nunca hubiera imaginado que el autor del capítulo Aparición, de la historieta El inventor, fuera un joven de 19 años recién cumplidos. Lisandro, ahora un casi sexagenario, había creado el personaje al final de sus 18, luego de eludir el servicio militar obligatorio. Tras una temporada de páginas semanales —incluido Aparición—, le vendió El inventor a la poderosa editorial Jalgaro, que lo puso en manos de sus guionistas clásicos y célebres. Lisandro, cobrando los royalties correspondientes, se dedicó finalmente al negocio inmobiliario. Como una suerte de Rimbaud de la historieta, compuso su obra magna a los 19 años y abandonó el afán. Borgovo había buscado ese capítulo durante un cuarto de siglo

Lisandro, entregándole una revista extrañamente brillosa luego de 37 años, explicó:

—Le traje el episodio. Creo que es el único ejemplar sobreviviente. A cambio quiero que me ayude a resolver un caso.

Borgovo recordaba un texto magistral de García Márquez: tras buscar un cuento de Simenon durante décadas, al encontrarlo lo leía de pie en el sitio del hallazgo.

Borgovo, tentado de leer in situ ese capítulo del cual solo recordaba que El Inventor hacía aparecer a su propio padre, no obstante controló su ansiedad y prestó atención.

—Hará unos siete meses, poco antes de su muerte, totalmente desvariada, mi madre me dejó saber que ella había matado a mi padre; muy aleatoriamente, me reveló que “con su propia biblioteca”. Mi padre había muerto algunos años antes, mansamente, en su sillón de lectura. Aparentemente, sin dolor, y en uno de los sitios que más apreciaba. Pero esa confesión de mi madre, que bien puede ser el invento de una mujer desquiciada, no ha dejado de darme vueltas en la cabeza, y en el alma. Pronto se venderá la casa de mis padres. Aún está intacta la biblioteca. ¿Qué me dice?

Borgovo asumió el desafió y se quedó con la historieta.

"Borgovo ponderó, como la supuesta víctima, leer hasta morir en ese espléndido sillón. Pero morir leyendo por propia voluntad no era lo mismo que ser asesinado con la propia biblioteca"

Hablaron largamente de El Inventor y Borgovo ametralló a preguntas a Lisandro: como siempre, los autores decían mucho más en sus obras que sobre ellas. Cuando por fin Lisandro se marchó del despacho de Borgovo en la calle Posadas, el septuagenario detective leyó el capítulo de pie. Una maravilla.

La biblioteca de José —como se llamaba el difunto padre de Lisandro—, en la casa familiar de Almagro (Sarmiento y Mario Bravo), incluía cualquiera de las delicias añoradas por un lector como Borgovo: Morris West, Ira Levin, la colección completa del Selecciones de Reader’s Digest 60/70/80; las osadas enciclopedias a color para niños pronosticando el hombre del futuro, invariablemente pelado (no tan erradas), los dos tomos de todo Nippur de Lagash; los fascículos de El Tercer Reich; Toynbee, Aron, Huntington, la biografía de Hitler de John Toland.

Borgovo ponderó, como la supuesta víctima, leer hasta morir en ese espléndido sillón. Pero morir leyendo por propia voluntad no era lo mismo que ser asesinado con la propia biblioteca. ¿Qué habría querido decir la anciana moribunda? La lujuriosa oferta de lectura entorpecía la dedicación al caso: Borgovo se perdía en los anaqueles y procastinaba su cometido. Decidió llamar como colaborador a su remoto amigo el profesor Plones, especialista en el tiempo. Si bien no era un caso específico para su erudición, no se le ocurría alguien mejor: la interminable biblioteca de un muerto era lo mas parecido a un refugio del tiempo que Borgovo pudiera imaginar. Plones, a quien los altos poderes habían condenado a nunca más vivir una historia de amor, aceptó la partida. Pero ambos amigos conocían sus limitaciones y las de la raza humana: no podían soportarse diariamente en un mismo espacio. Acordaron pasar medio turno, alternativamente, curioseando e investigando la casa: una mañana Borgovo, una tarde Plones, y viceversa. Almorzaban juntos en la cevichería de la esquina —pero cada uno en su mesa, porque tampoco aceptaban compartir esa instancia—, y sí intercambiaban conclusiones, en la misma mesa, con el café. Cada uno pagaba lo suyo. Una noche Borgovo se quedó a dormir. Otra, lo hizo Plones. Otra noche Plones pidió permiso para llevar a una mujer; Borgovo transmitió el pedido a Lisandro, que lo concedió.

"Destacaba el encuentro en crucero, en altamar, entre Churchill y Roosevelt, contado por el hijo del americano, meses antes de Pearl Harbor"

A la mañana siguiente —Plones y su ocasional visitante ya se habían retirado—, Borgovo reparó en tres gruesos lomos de una Crónica Reader’s Digest de la Segunda Guerra Mundial. Le llamó la atención el orden numérico: 1, 2, 3. La mayoría de los libros se agrupaban en espectros temáticos, no alfabéticos. Lisandro le había señalado que la biblioteca era usufructuada casi exclusivamente por el padre. Borgovo eligió el tomo 2 y lo hojeó: extraordinario. Destacaba el encuentro en crucero, en altamar, entre Churchill y Roosevelt, contado por el hijo del americano, meses antes de Pearl Harbor. Lo regresó al anaquel; pero no lo puso antes del 3, sino del 1. Borgovo se dijo que un lector como José, nunca hubiera dejado los tomos ordenados numéricamente. Algo había en esa clase de lectores, como él mismo, como José, como Plones, que les impedía atenerse al orden exacto.

Al finalizar la cena, bebiendo té con Plones, en la cevichería, Borgovo comentó el detalle. Plones —una paradoja que el experto en tiempo le hiciera la sugerencia al detective—, propuso revisar las huellas digitales. Borgovo asistió con el equipo correspondiente y, por primera vez juntos en la casa de José, el detective y Plones revisaron los libros. Las huellas de María, la esposa de José, la madre de Lisandro, solo aparecieron en el tomo 3 de la Crónica Reader’s Digest de la Segunda Guerra Mundial, “De Pearl Harbor a Hiroshima”.

¡Qué título espectacular!, elogió Plones: el final de la primera mitad del siglo XX en una línea. Borgovo asintió: Reader’s Digest, lo que sea que signifique, replicó, siempre me pareció uno de los modos más sensatos de leer la vida.

"Borgovo miró a los ojos a Plones, el experto en tiempo le respondió con una mirada significativa"

María solo había hojeado ese tomo. Pero sus huellas se intensificaban en ciertas páginas del capítulo dedicado al drama atómico. El presidente Truman —ya había fallecido el heroico Roosevelt, bendita fuera su memoria—, le anunciaba el ultimátum a Japón: o se rendían incondicionalmente, o afrontarían una “rápida y absoluta destrucción”.

“El Consejo nipón de ministros, después de una larga discusión, decidió no contestarlo (“mokusatsu”, literalmente: matarlo por el silencio)”.

Borgovo miró a los ojos a Plones, el experto en tiempo le respondió con una mirada significativa. Borgovo cerró el libro con un ruido decisivo y lo colocó delante del tomo 1.

—Su madre mató a su padre por medio del silencio —le devolvió Borgovo a Lisandro el ejemplar de El Inventor; pero el autor se lo regaló: aceptaba el veredicto, dictado en el despacho de Borgovo de la calle Posadas.

—No sé —siguió Borgovo—, si se odiaban por algo en particular o por el mero hecho de convivir hasta la muerte: la gente en general se odia por mucho menos que eso.

—No creo que se odiaran —especuló Lisandro— Pero no sé si después de los cincuenta alguna vez se quisieron. Tampoco podían separarse.

—Ella hizo silencio hasta que él murió —repitió Borgovo—. Un hombre puede soportar hasta cierto grado de silencio femenino; después, se produce la fisión. Una mujer cuenta con otros recursos. Cuando el alto mando japonés, por proteger al emperador, creyó que mataban a los americanos con el silencio, estaba firmando su propia sentencia. La bomba atómica fue el fin de la guerra: un arma silenciosa.

—Después de todo —se consoló Lisandro—, a diferencia de la vida, esa guerra terminó bien.

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Este artículo fue publicado enel diario Clarín de Argentina

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