No tenía intención de escribir de Patria. En Zenda ya se ha hecho; mucho y muy bien por cierto. No lo veía necesario. De hecho, he dilatado en el tiempo su lectura con esfuerzo y angustia. Pero no me he podido resistir a la tentación. Solo llevo 40 páginas y he de confesar que estoy sobrecogido por su intensidad y grandeza.
Es edificante como lector encontrarse con una obra como esta: profunda, rotunda y reveladora. Tan maravillosamente escrita. Por contra, como escritor me frustra y desmotiva enfrentarme a esos párrafos pluscuamperfectos. Aquí, nada sobra. Cada página de la novela está trazada con tiralíneas. Nada es gratuito ni está puesto por casualidad o para rellenar.
Me dijo un amigo que Patria se lee rápido, en «un suspiro». Lo siento, querido, ¡mientes como un bellaco! He tenido que pararme tras cada línea. Masticar cada coma, cada punto y coma, cada punto y seguido, cada punto y aparte. Tomar aire tras cada hoja para poder retomar la lectura. La primera página de la novela es impecable. Sé que no estoy exagerando si digo que esas 301 palabras son ya historia de nuestra literatura contemporánea.
La imagen que ha taladrado mi cerebro en en este comienzo de Patria ha sido la de esa vecina que se acerca a Bittori para decirle que se ha acabado: adiós a los atentados, a los silencios, a las miradas esquivas. No porque se alegre por la protagonista, sino porque ya ha terminado su castigo: ya puede hablar con ella, tratarla como una persona, sin miedo al qué dirán, a verse expuesta ella también al escarnio público. Ya no habrá que fingir que no la ha visto. No tendrá que esperar nunca más en medio de la tormenta —empapada— a que Bittori suba a casa para no cruzarse con ella.
—¿Te has enterado? Dicen que lo dejan, que ya no van a atentar más.
Bittori no pudo menos que acordarse de los días en que esta misma vecina evitaba encontrarse con ella en la escalera o esperaba en la esquina de la calle, mojándose bajo la lluvia, con la bolsa de la compra entre los pies, para no coincidir las dos en el portal.
No solo esa vecina ha soportado el aguacero de la vergüenza. Lo mismo nos ha ocurrido a mucha gente en Euzkadi y en España. Hemos preferido mojarnos hasta los huesos que gritar ante la injusticia. Y es que en toda esta historia de terror, asco y matanza el mayor crimen lo hemos cometido los que nos hemos refugiado en el silencio. Como leemos en Patria: a los muertos, a los asesinados no los enterramos, los escondimos; por miedo, por vergüenza.
Son las tres de la mañana. Sigo leyendo. Afuera llueve. El techo de la habitación no es suficiente para refugiarme del aguacero.
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