Al margen de las innumerables proyecciones a las que asistí en el Palacio de la Música cuando era la primera sala de la acera de la izquierda de la Gran Vía, viniendo el espectador de la Red de San Luis —Patton (Franklin J. Schaffner, 1970), Un verano para matar (Antonio Isasi-Isasmendi, 1972), Blade Runner (Ridley Scott, 1982), Underground (Emir Kusturica, 1995)…—, recuerdo un par de asuntos ajenos a aquellas entrañables sesiones, o que sólo las conciernen de un modo tangencial. El primero son las motocicletas conducidas por Chris Mitchum (Ray Castor) en Un verano para matar —el último de los thrillers cosmopolitas de Isasi—, exhibidas desde el estreno de la cinta en unas vitrinas colocadas al efecto en el vestíbulo.
Cómo imaginar entonces, ante tanto buen humor, que, al cabo de los años, Emir Kusturica, en apariencia tan correcto políticamente que incluso proclamaba el antitabaquismo de su extravagante formación musical, iba a acabar siendo uno de esos cineastas con los que todo han de ser cautelas llegado el momento de escribir sobre ellos. Siendo, sin embargo, así, quiero dejar constancia, antes que nada, de que vengo a hablar de su cine y del estigma que pesa ahora sobre su filmografía por sus opiniones personales, que no a subrayar sus teorías ni a caer en ninguna de las apologías en las que haya podido caer él.
A grandes rasgos, Underground nos contaba la historia de Yugoslavia desde la ocupación nazi hasta la primera de sus guerras finiseculares (1991). Sus protagonistas eran un poeta, Marko Dren (Miki Manojlović), presto a esconder a un amigo partisano, Petar Popara (Lazar Ristovski) y a su familia en un sótano cuando estos huyen, perseguidos por los alemanes. Y allí, en el subsuelo, el underground referido en el título, les mantendrá durante décadas, fabricando armas para la lucha, en el convencimiento de que prosigue el conflicto en el exterior.
Plena de simbolismos y de secuencias antológicas —el bombardeo del zoológico de Belgrado, las borracheras de Marko con la charanga interpretando su alegre repertorio mientras la sigue a la carrera, las visitas al burdel de los dirigentes comunistas…—, nos descubrieron eso que la crítica más superficial fue a definir como cierto surrealismo que trufa el naturalismo de la propuesta del no fumador. Una divertida alucinación, a fin de cuentas, a la que el cineasta ya se había referido, calificándola como la principal característica de su discurso. Unas ilustraciones alucinadas, que articulan su narrativa y tocan tan de cerca al Nuevo Primitivismo como mi recuerdo de la Orquesta de No Fumadores al patio de butacas del Palacio de la Música. Sí señor, el realizador venía hablando de su caligrafía desde el estreno de su primera obra maestra, El tiempo de los gitanos (1989): “Uno de mis principios estilísticos es contraponer hechos concretos a elementos imaginarios, en aras del entendimiento, un reflejo de la verdadera historia en lo irreal”.
Tras el estreno de Underground, nadie pareció darle ninguna importancia a que la última de las bromas de sus secuencias fuera a cuenta de los cascos azules. Sin embargo, en la antigua Yugoslavia —sus protagonistas eran trasuntos de sendos jefes partisanos que en verdad combatieron junto a Tito—, el filme provocó tal revuelo que su realizador, tras recibir un sinfín de amenazas, tuvo que exiliarse en Francia, donde acabó nacionalizándose.
Aquel Kusturica ya era un cineasta singular respecto a sus afectos y solidaridades. Siempre crítico con las políticas europeas y estadounidenses, sus puntos de vista a favor de Yugoslavia en las guerras que asolaron el país durante los años 90 ya habían llamado muy negativamente la atención sobre él. Musulmán bosnio de nacimiento —vino al mundo en Sarajevo en 1954—, cuando en 2005 se declaró públicamente serbio al ser bautizado en su Iglesia Ortodoxa, recordó que su padre era ateo. “Tal vez fuimos musulmanes durante 250 años, pero éramos ortodoxos antes de eso y siempre fuimos serbios. Eso es algo que la religión no puede cambiar”.
Remontándonos a esos años 80 y 90 en que sus películas aún eran objeto de las más destacadas distinciones en los festivales europeos, su brillante palmarés no bastaba para evitar la polémica suscitada por su supuesto apoyo a Slobodan Milošević. Bernard Henri-Lévy escribió una columna criticando la concesión a Kusturica de su segunda Palma de Oro en Cannes por Underground. A decir del filósofo francés, la cinta es un apoyo manifiesto al proyecto de la Gran Serbia de Milošević. Pero, a diferencia de Alain Finkielkraut —el otro pensador y polemista del país vecino, quien encabezó junto a Henri-Lévy una iniciativa para la defensa de los croatas y los bosnios—, Henri-Lévy, una vez vio la película, rectificó. Cinematográficamente hablando, incluso la elogió.
Finkielkraut, que también arremetió contra la cinta sin haber asistido a su proyección, después de verla se ratificó en sus afirmaciones, publicadas a priori, en Le Monde: “El jurado debió de pensar que estaba premiando a un creador con una imaginación desbordante. Pero distinguió, de hecho, al lacayo de unos clichés criminales, la versión rockera, posmoderna, espeluznante, americanizada y filmada en Belgrado de la propaganda serbia más engañosa”.
Convertido en el mayor valedor de Milošević en la cultura europea junto al Nobel austriaco Peter Handke —a quien el cineasta apoyó cuando fue vetado en la Comédie-Française por sus afectos yugoslavos—, a partir de entonces todo fueron controversias. Pero nunca acabaron por afectar al elevado concepto que la crítica y la afición tenían de la obra del autor de Underground. En 2004 el cineasta llevó a los tribunales al periodista montenegrino Andrej Nikolaidis, quien le insultó a cuenta del supuesto apoyo del no fumador a las políticas de Milošević. Ganó el juicio y el cronista tuvo que indemnizarle.
Tres años después, la ópera de París estuvo a punto de estrenar una ópera punk basada en El tiempo de los gitanos. Pero el líder de la Orquesta de No Fumadores seguía marcado a fuego por las guerras que asolaron la Yugoslavia finisecular. En 2010 tuvo que retirarse del jurado del Festival de Antalya —la muestra de cine más antigua de Turquía— después de que el entonces ministro de cultura turco, Ertuğrul Günay, el mismo que le invitó a aquella cita, manifestase su absoluto rechazo a unas declaraciones del no fumador sobre la guerra de Bosnia. “Me enojé mucho”, comentó el serbio. “Si los turcos son tan sensibles a los genocidios, deberían empezar reconociendo el que cometieron ellos con el pueblo armenio”.
Ese mismo año que se le invitaba a marcharse de Antalya, Francia le distinguía con su más alta condecoración, la Legión de Honor, en reconocimiento de su múltiple y diversa actividad, que, además de la creación musical y la puesta en marcha de la construcción de pueblos tradicionales serbios, también abarca la literatura. En fin, antes de que su cercanía a Putin —quien le otorgo la Orden de la Amistad en 2016— acabase por cansar a Europa de que simpatizase con sus enemigos, Emir Kusturica aún era embajador en Serbia de la UNICEF.
Tengo la sensación de que, si el cineasta hubiese disfrazado su complicidad con el sátrapa del Kremlin de pacifismo, como hacen esas iluminadas por el buen rollo que pretenden acabar con la invasión de Ucrania mandando “más médicas” a Kiev, el lugar que ocupa en la historia del cine Papa está en viaje de negocios (1985), primer largometraje del no fumador, no se estaría empezando a desdibujar por ese olvido que comienza a caer sobre su autor. Auténtica gloria de la pantalla anticomunista, en sus secuencias el entonces joven realizador hizo honor a la excelencia de la cinematografía checa —se había formado en la Escuela de Artes Escénicas de Praga— que ha dado obras maestras de la altura de Los amores de una rubia (1965), del Miloš Forman anterior al exilio estadounidense; Alondras en el alambre (1966), del gran Jiří Menzel o El incinerador de cadáveres (1969), del igualmente grandioso Juraj Herz.
Focalizada a través de una mirada infantil a la Yugoslavia de la posguerra —la que, pese a haber partido con el estalinismo soviético seguía sin admitir la disidencia—, los negocios que el niño cree ocupan a su padre no son otra cosa que los trabajos forzados a los que ha condenado el estado al infeliz progenitor. Merecedora del León de Oro en Venecia, las actuales filias de Kusturica no deberían eclipsar las excelencias de su tan deslumbrante debut en el largometraje.
Aún resonaban los aplausos obtenidos por Papa está en viaje de negocios en la cartelera internacional cuando llegó El tiempo de los gitanos. Anunciada como la primera película de la historia rodada en romaní, su protagonista Perham (Davor Dujmovic) era un huérfano del gueto gitano de Skopje, la capital de Macedonia, que para desposar a la chica con la que sueña tendrá que llegar a ser alguien en la mafia de su comunidad. A partir de entonces se moverá en un submundo donde se venden los recién nacidos, que apenas crecen, si son niños, se preparan para la mendicidad; si son niñas, para la prostitución. Su peripecia arrastrará a Perham, que naturalmente no podrá casarse con la chica por la que suspira: la deja embarazada un tío, muere durante el parto y desaparece el bebé. Con todo, la vitalidad de Perham es tan conmovedora como la belleza plástica de la secuencia de los gitanos navegando sobre las aguas, en una de esas ilustraciones alucinadas que jalonan la narrativa del no fumador.
Quiera la suerte que tanto buen cine, que encontró una encomiable segunda parte en Gato negro, gato blanco, un nuevo acercamiento de Kusturica al mundo calé, no caiga en ese olvido, consecuencia de las dudosas simpatías de su autor, en el que ya empieza a caer toda la filmografía del presente siglo del no fumador.
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