No sé qué hago leyendo un libro sobre la utilización de la leña en las estufas noruegas. No lo sé. El tema me importa un pito, en mi casa hay calefacción central y, afortunadamente, en el Retiro no dejan talar árboles. Pero el manual está tan bien escrito que ya conozco el ciclo de vida del abedul y su aportación calórica a las viviendas unifamiliares que soportan varias decenas de grados bajo cero durante el duro invierno nórdico.
He caído en la trampa. Como los cientos de miles de lectores de El libro de la madera (Alfaguara, 2016) que nunca arrancarán una motosierra, me estoy zampando 200 páginas sobre un tema que ni me va ni me viene. Para justificar esta excentricidad hay quien asegura que la obra supone una defensa de la vida lenta, que es un canto poético al fuego que nos conecta con el pasado. Son las típicas excusas que ponemos para enmascarar lo básico: Estamos atrapados por un libro sobre leñadores en el que no pasa nada.
El autor, Lars Mytting, cuenta cómo se interesó por la gente que hace cosas sin necesidad de hablar todo el rato. Su vecino, un anciano que apilaba leña, fue el hilo del que comenzó a tirar. Empezó preguntando por la descarga de un remolque de madera para la estufa y acabó firmando un superventas.
El ejercicio de estilo es lo que atrapa, ya que en este ensayo Mytting se pasa por el arco del triunfo todas las técnicas narrativas. Atención, gurús del storytelling, en este superventas no pasa nada, el libro es como mirar una pecera, mejor, como observar el crecimiento de un bosque.
Está claro que lo que leemos nos define, y ese es el problema. No sé si seguir adelante con El libro de la madera me convierte en un esteta, un pirado, un futuro leñador noruego o una persona demasiado influenciable por las recomendaciones de los suplementos culturales. Me espera por delante un capítulo de lo más apasionante sobre la importancia del hacha. A por él.
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