Los amantes no entienden de fronteras. No, al menos, como las que se prefiguran en la mente de algunas personas. No, los amantes sólo entienden de pasiones. Y saben cuándo éstas remiten sin posibilidad de renovarse con la fuerza necesaria para continuar adelante con su hechizo compartido. Esto es lo que va a ocurrirle a la pareja que protagoniza Los amantes de Coney Island. No se destripa nada, porque el objeto de la narración firmada por el irlandés Billy O’Callahan (Cork, 1974) estriba en eso precisamente, en ofrecer una crónica de una separación anunciada tras más de medio siglo de encuentros amorosos ilícitos, de canas al aire, que es sin duda la mejor forma de lanzar el cabello al albur del viento (como si fuera obligado que todas las infidelidades o traiciones tuvieran que ver con ese momento de la vida en la que el folículo capilar ha perdido su fuerza cromática, vaya por Dios).
Es lo que ocurre con Caitlin y Michael, a punto de instalarse en la cincuentena, una pareja que se encuentra mensualmente desde hace décadas en una aséptica habitación de hotel al sur de Nueva York, en el ahora decrépito entorno de la decadente Coney Island, lugar para preciosas fotografías de Weegee, vídeos de U2, películas de Tom Hanks y encuentros ilícitos de diversa índole, mafia mediante. El que nos ocupa es exclusivamente amoroso y va a durar una jornada, el tiempo que tiene un narrador interventor en hacer recuento condensado de la tragedia que se avecina, el momento en que queda en el aire la vibración de acaso la palabra más amarga, dolorosa y sentida que acontece en el momento de una separación. Hay que llegar al final para descubrirla, pero tampoco será una sorpresa. El ambiente no ayuda: la meteorología simbólica es propicia al desastre, con tormentas amenazantes y lluvia persistente, auspiciadora de una resolución que ya no parece tener vuelta atrás. Lo que se narra es la crónica de ese desastre, esa bajada a los infiernos de lo que ya no tiene freno posible. Se cuenta en pequeños interludios, intercalando el relato del encuentro con las retrospecciones de las vidas cotidianas de los amantes. Caitlin, casada bien joven con Thomas. Persiste en ella “la levedad de quien todavía siente la curiosidad por conocer los límites del mundo y una ternura irresistible”, mientras que Michael, hoy un desgarbado grandullón con más de veinte kilos de sobrepeso, sigue con Barbara, enferma de cáncer terminal y es padre huérfano de un hijo (James Matthew) que murió demasiado pronto y deja un dolor no resuelto de por vida.
Billy O’Callaghan confirma lo que John Banville dijo de él, que es sutil y preciso, emocionante y lúcido. Se olvidó de decir que tiene la elegancia de los grandes. De otro modo no podría acertar como lo hace en describir el encuentro amoroso con las palabras medidas y la sensibilidad a flor de piel. Aquí el hombre no se corre, sino que “termina y sucumbe al sueño de los saciados y los ignorantes”, y tienen cabida sentencias como que “el amor consiste en dejar atrás ese miedo [al otro] y abrazar el vacío que se extiende más allá. Una vez eso ocurre, el fracaso pierde toda importancia. Pero llegar hasta ese punto no es fácil”, o que “la perspectiva y la conciencia de lo que verdaderamente importa sólo llegan con la edad. Y para entonces es demasiado tarde”. Hoy Caitlin y Michael se tienen muy vistos, además, la decrepitud física empieza a llamar a su puerta, también la sensación abisal de que siempre estamos solos, por lo que hay que poner tierra de por medio. El bar en el que se conocieron ya queda lejos y el alcohol que sirven ahora es fraudulento. Porque el amor o es llama, o no es nada. El trabajo puede ser rutinario, el matrimonio frío, pero el amor debe quemar, debe arder siempre. Que sea llama o no sea. Dicho queda.
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Autor: Billy O’Callaghan. Traductora: Rita da Costa. Título: Los amantes de Coney Island. Editorial: Salamandra. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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