«Es un hombre alto, zurdo, que cojea un poco de la pierna derecha, lleva botas de caza de puntera cuadrada, con suela gruesa y un capote gris, fuma cigarros indios con boquilla y lleva una navaja mellada en el bolsillo. Hay otros varios indicios, pero éstos deberán ser suficientes para avanzar en nuestra investigación». Después de un exhaustivo examen de la escena del crimen, Holmes habló con Lestrade y le facilitó en la misma puerta de su alojamiento en Ross, el pintoresco pueblecito situado en el distrito rural de Herefordshire y muy cercano al lugar de los hechos, las pistas que se acaban de citar y que deben llevar al detective de Scotland Yard a la localización y captura del culpable.
Lestrade respondió con una ensayada sonrisa llena de escepticismo, parecía mentira que después de tantas aventuras compartidas juntos, en las que el inquilino del 221 de Baker Street le sacó muchas veces las castañas del fuego y también le hizo ganar méritos ante los ojos de sus superiores, seguiría adoptando una postura tan alejada de los procedimientos y minuciosos métodos que utilizaba.
Luego, cuando el detective y su ayudante se encontraron a solas en el comedor del hotel y pudieron hablar con entera libertad, Holmes le rogó que tuviera paciencia y encendiera un cigarro. Acto seguido le fue aclarando casi de una forma científicamente metódica el fundamento de todas sus anteriores deducciones.
Ya se sabe que para un experto en huellas (Holmes aprendió mucho sobe ellas en el taller del viejo Sherman, con independencia de la cuidada monografía que tenía redactada Sobre el rastreo de huellas, con algunas observaciones sobre la utilidad del yeso blanco para la conservación de las impresiones) y el detective lo era, no es difícil calcular la altura de una persona por la longitud de sus pasos y lo mismo ocurre respecto a la utilización o no de botas por las características de las pisadas. Lo de la cojera es pan comido para Holmes, que el asesino era zurdo lo dijo el forense en su informe. Respecto a la existencia de una prenda gris tirada en el suelo la extrajo de la declaración que hizo ante el juez el hijo de la víctima.
Junto al escenario del crimen se proyectaba la sombra de una enorme haya en cuya base Holmes encontró las cenizas de un cigarro indio. Es preciso recordar que el detective tenía escrita otra monografía Sobre las diferencias entre ciento cuarenta cenizas de diversos tabacos. También entre el musgo halló la colilla del cigarro, pero apreció en ella que el extremo no había estado directamente en la boca, por lo tanto se usó una boquilla y la punta parecía cortada no arrancada de un mordisco, pero el corte no era limpio, por lo tanto quien se fumó el cigarro utilizó una navaja mellada. Como el lector observará todas las piezas del puzzle encajaron en su sitio.
Holmes ya sabía quién es el asesino y le dirigió una nota citándole en su hotel. A la vista de las evidencias tan perfectamente ensambladas el culpable confesó. Se trataba de un anciano enfermo de diabetes al que le quedan unos pocos meses de vida y que había sido maltratado durante buena parte de ella por el hombre a quien en un arranque de furia eliminó.
Aquí entra en funcionamiento la particular justicia de Holmes. Había un joven en la cárcel acusado erróneamente del asesinato de su padre y era de justicia dejar bien arreglado el asunto antes de perdonar al anciano. El detective le obligó a firmar una carta en la que se inculpaba de todo para el caso de que el joven fuera condenado a muerte.
El anciano accedió y Holmes le garantizó la total impunidad, nadie sabría nunca la verdad de lo que había ocurrido, pero la condición es que el joven tenía que ser declarado inocente y al final con la valiosa mediación de Holmes logró su libertad. Watson se arriesgó a publicar la historia en el Strand, aunque tuvo buen cuidado en cambiar los nombres y los lugares donde se desarrollaron los hechos, de esta forma estará garantizada la confidencialidad para siempre.
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