La sangre desconocida, novela ganadora del Premio Nacional de Novela Élmer Mendoza, es una obra para lectores exigentes, una novela que propone giros inesperados, que presenta personajes bien construidos e induce a comprender por qué la gente observa con desdén a los gobernantes actuales. Lo ha dicho el propio Élmer Mendoza y ésa es recomendación de sobra para intuir que su autor, Vicente Alfonso (Torreón, 1977), tiene madera de auténtico escritor. La sangre desconocida, obra publicada por Alfaguara en coedición con la Universidad Autónoma de Sinaloa, promotora del galardón, sigue tres líneas narrativas: por un lado, mediante el tono seco de la novela policial, relata las luchas sociales por los derechos civiles en el sur de los Estados Unidos, y por otro, desprendiéndose de ese tono, explora dos conflictos: el de una pareja que está desesperada por tener un hijo, sus deseos profundos y emociones, y la lucha de un puñado de jóvenes que integran células guerrilleras en la Sinaloa y el Guerrero de los años 70 y pretenden cambiar una realidad con la que están inconformes, historia que dejó cientos de familias damnificadas tras la represión de la que fueron objeto esos grupos guerrilleros en México y cuyos desaparecidos representan, precisamente, la sangre desconocida. Porque es cierto, como dice el propio Vicente Alfonso, que más allá de lo anecdótico, las luchas de los jóvenes en el sur de Estados Unidos o en el sur de México, en Guerrero, o en el norte, en Sinaloa, han sido sistemáticamente negadas por la historia oficial y sus protagonistas desaparecidos. En términos generales, esta novela nos permite darnos cuenta de que se suele pensar en la frontera entre México y Estados Unidos como algo dividido a rajatabla que elimina toda posibilidad de conexión pero, en realidad, hay muchas líneas que van de un lado a otro. Y La sangre desconocida revela algunas de ellas.
DE LA CORRECCIÓN POLÍTICA
No me parece que un escritor deba preocuparse por si la corrección política es o no necesaria en sus creaciones literarias. Pero últimamente este asunto parecen tenerlo muy en cuenta algunos escritores, sobre todo si consideran que su «prestigio» puede quedar en entredicho por algo que escribieron o afirmaron cuando la así hoy llamada cultura de la cancelación, las rabiosas redes sociales y la susodicha corrección política no existían. Pero no nos engañemos: sambenitos se han colgado a los escritores desde que hay ideologías, bandos y opiniones diferentes, y eso no ha amilanado a los escritores a expresar su verdad. Que el lector recuerde el caso que le venga primero a la cabeza. De Giordano Bruno a Celine, de Sócrates a Escohotado, crucificados por sus escritos hay un chingo. Y cada uno ha aguantado su vela. Pero últimamente, como digo, la cosa parece estar cambiando y hay autores que están revisando sus libros para reescribirlos o tachar aquello que puede avergonzarlos porque hoy queda mal o no es bien visto por los mandamases del canon de lo correcto, sean de izquierda o derecha, de acá y más allá, de una acera y la otra, ellos, elles y esos, nosotros todos que los otros somos, que decía el poeta. Es lo que le ha pasado a mi querido amigo Juan Villoro, quien para la reedición de su novela Materia dispuesta (Almadía, 2023), una novela de aprendizaje e iniciación publicada originalmente en 1996, el autor ha suprimido un par de escenas que, en su apreciación actual, «normalizan el abuso infantil». ¿Cómo? ¿Normaliza algo un libro? Puede ser que haya pirados que salgan a la calle después de leer una novela donde los negros (perdón, los seres humanos de color de piel obscuro) son muy malos y se líen a tiros contra ellos porque el autor dice que hay que exterminarlos, pero no creo que esta sea la norma; o sea, que lo normalice. Ese, o esos, serán unos pirados lean esto o lo contrario. Ojalá me equivoque, pero no me parece que los libros tengan tal virtud y poder colectivo como el que les atribuye Villoro. No obstante, dice Juan que «todos hemos aprendido en estos años que hay cosas que normalizábamos (antes) y que decíamos con mucha tranquilidad. Por ejemplo, en una novela dije que una persona era ‘mongol’ y hoy en día la expresión adecuada es persona con Síndrome de Down, porque no tienes por qué asociar una discapacidad con una cultura”. Pero todos entendimos a qué se refería y si cuando lo escribió así se hacía entender, pues qué le vamos a hacer. Ya está. Imaginemos hoy a Cervantes o a Shakespeare reescribiendo todos sus libros para las nuevas ediciones. ¿Qué quedaría? ¿No nos estamos tomando muy en serio esto?¿Y qué va a hacer Villoro si dentro de, digamos, diez años, no es políticamente correcto distinguir entre hombres y mujeres, y lo «normal» es hablar sencillamente de «seres humanos» porque se ha alcanzado y superado la tan ansiada igualdad de género? ¿Corregiremos nuestros textos publicados (si tenemos la suerte de que se reediten) eliminando o sustituyendo las palabras «hombre» o «mujer» ahí donde las escribimos porque deseamos sostener una relación de respeto con los otros? Villoro trata de explicarse y expone que en la relectura de su novela identificó dos escenas explícitas y vacías que, admite, no aportaban nada al relato. «Si el protagonista no aprendió lo suficiente, el escritor sí tiene que aprender de su propio libro y arrepentirse un poco de eso que no le da mucho a la novela, porque quizá me quise ver falsamente atrevido”, declara. Alguien diría: «Pues te jodes. Y lo asumes. Y a otra cosa mariposa». A Villoro le preguntaron si había realizado antes este tipo de correcciones en su obra. Y, qué pena, Juan confiesa: “Lo he hecho en varias ocasiones. En mi monólogo Conferencia sobre la lluvia describíamos a la mujer que le gusta al Quijote como una puta, pero en realidad es una aldeana que puede ser vista como una mujer coqueta, que seduce al caballero de la triste figura. Esa observación se la hicieron al actor Arturo Beristain, en Bolivia, y me pareció correcto que lo cambiáramos y dejarla como ‘una aldeana’”. Entonces, de un plumazo, o mejor, de un borradorazo, se acabaron las putas. No más putas, señores escritores. De hoy en adelante son «señoras coquetas», «aldeanas». (¿Y qué pensarán en las aldeas de Galicia, por ejemplo?) Juan reconoce que la corrección política ha propiciado cambios «verdaderamente absurdos», como ocurrió en el caso de las novelas de Roald Dahl, y a la pregunta sobre si la corrección política nos hace una mejor sociedad, responde que “depende de equilibrios y de hasta dónde modifiquemos la realidad sin distorsionarla». Pero la realidad son también las novelas, por muy fantasiosas e imaginativas que nos parezcan, no digamos ya políticamente incorrectas, porque de muchas maneras son un reflejo de nuestras realidades. Y con estos cambios ya estamos distorsionando eso que algunos quieren o pretenden inmaculado. El propio Villoro afirma algo incuestionable: que los personajes deben tener derecho a ser escabrosos e, incluso, aberrantes. «Una de mis novelas favoritas es Lolita, de Nabokov, que es la historia de un pederasta, pero el autor lo presenta como un perturbado y en ningún momento lo muestra como un héroe que deba ser emulado; es alguien que, incluso, está en la cárcel por los crímenes que cometió, así que entendemos la parte humana del criminal y el límite está justamente ahí». No sé si ese será el límite. Pero me pregunto: ¿queremos un mundo perfecto, corregido, donde nadie lea que hubo una época en que a una persona con síndrome de Down se le decía mongol? Pues sí la hubo, o al menos en 1996 así ocurría, y esto lo reflejó Villoro en su novela. Aunque en 2023, 27 años después, quiera borrarlo. Yo veo mejor que escriba otra novela. Que eso se le da de puta madre. Perdón. Se le da de forma muy coqueta.
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