Desde hace tiempo y una vez al año, cuando se acerca el momento en que largo amarras e izo todo el trapo que el viento me permite, veo de nuevo aquella obra maestra que Roy Ward Baker rodó en 1958 basada en el libro A Night to Remember, de Walter Lord, con un guión firmado por un enorme Eric Ambler que ya había escrito, entre otras, La máscara de Dimitrios. La película se llama en inglés igual que el libro original, y en versión española es conocida como La última noche del Titanic —no confundir con Titanic, bodrio protagonizado por Clifton Webb, ni con el colorido Titanic de DiCaprio y compañía, que son otra cosa—. La veo por varias razones: lo hice en el cine siendo niño, con mi padre, que me llevaba a todas las películas que tenían relación con el mar, la volví a ver muchas veces a lo largo de mi vida, y la sigo viendo porque, aparte su perfección, es un buen recordatorio de que, como diría el marino Coy, protagonista de La carta esférica, los seres humanos vivimos entre estachas de ballena. Al filo del abismo, vamos. O de las impasibles reglas del caos. Y de vez en cuando, el caos impone sus reglas.
Supongo que muchos de ustedes la habrán visto; de no ser así, la recomiendo vivamente. Quizá, como me ocurrió a mí, algunas escenas de esa película se les queden grabadas para toda la vida: el Californian a pocas millas, cuya tripulación no sabe interpretar las señales de la tragedia; los tenaces radiotelegrafistas que hasta el último momento lanzan a la noche los inútiles mensajes de socorro; el capitán abrumado por la magnitud del desastre; la orquesta que sigue tocando en cubierta, heroica y digna hasta el final; los humildes pasajeros de tercera clase que intentan sobrevivir; el mayordomo que abraza hasta el fin al niño abandonado; los jugadores que siguen impasibles su partida de cartas mientras la cubierta se inclina cada vez más… Y, sobre todo, el hombre de barba blanca que lee sentado en la cámara, concentrado en el libro que tiene en las manos, mientras el caos se desata alrededor.
Ese hombre silencioso que lee —un breve plano en un par de secuencias— es, para mí, la verdadera clave de la película. Lo comentaba ayer por teléfono con Jorge Fernández Díaz, el periodista y escritor argentino que es casi mi hermano bonaerense —siempre lo llamo ‘cuchillero’ y él a mí ‘capitán’—, que acababa de verla por primera vez y estaba fascinado. El hombre de la barba blanca, insistía, y yo estaba de acuerdo. Ahí está la esencia, ahí está la imagen. Tienes que escribir un artículo sobre eso, capitán. Y, bueno. Aquí estoy, escribiéndolo, porque Jorge tiene razón. Mientras el barco se hunde, cuando se va perdiendo el control, y de la subida lenta y ordenada a los botes se pasa al desconcierto, las carreras y el pánico, el anciano de la barba blanca sigue sentado en la cámara, desdeñosamente ajeno a todo, enfrascado en la lectura de un libro. No vemos el título, y lo mismo puede tratarse de la Biblia, las Meditaciones de Marco Aurelio, La Divina Comedia, los sonetos de Shakespeare, la Odisea, el Quijote, Justine del marqués de Sade o un libro de problemas de ajedrez. Qué más da. Lo que importa es su actitud: la calma estoica con que un ser humano lúcido y culto, consciente de su destino y por tanto indiferente a él, resuelve afrontar el momento en que casi todos pierden los nervios, buscan salvarse a toda costa, corren de un lado para otro, se agolpan y empujan para subir a los botes donde no caben todos. Por eso me agrada verlo imperturbable, con su barba blanca y su libro en las manos; e incluso lo imagino alzando un momento la cabeza para dirigir una tranquila mirada en torno antes de pasar página y sumergirse de nuevo en la lectura que consuela, confirma y explica todo: incluso la trampa cruel, siempre al acecho aunque los pasajeros no eran conscientes de ello, del barco inclinado hacia el abismo. Para qué tanto escándalo, me gusta imaginar qué piensa el hombre admirable que lee mientras el Titanic se hunde. Al fin y al cabo, sólo se trata de morir.
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Publicado el 21 de abril de 2023 en XL Semanal.
Muchos, pocos, no sé, quizás algunos, nos pasamos la vida leyendo, ahora mismo, indiferentes o no al barco que se está hundiendo, arrastrandolo todo hasta el fondo, con la civilización como orquesta tocando, a la que nadie escucha. Y que mejor final épico que nos pille leyendo a Zweig y a su «El mundo de ayer». Quizás la épica está en el valor de la indiferencia. Quizás ni la vida ni la muerte tienen valor alguno en sí mismas, sino en el cómo. Cómo se vive y cómo se muere, con valor, con indiferencia…
Saber morir… Examen con una sola oportunidad y del que no conoceremos la nota.
Mientras tanto, los jueves siempre son mejores gracias a su columna.
Siempre me ha impresionado la tragedia del Titanic; no porque sea mayor que otras -de hecho, las ha habido mucho peores, en la contabilidad siniestra del número de muertos- sino quizá porque ha sido la más tratada cinematográficamente y con mayor pormenor. De ahí me viene mi miedo al barco, no me importa confesarlo: no tanto por el miedo a morir -morir es algo que nos va a pasar a todos el día menos pensado- sino por la forma angustiosa de esperar la muerte, quizá -¡horrible!- viendo morir antes a tus seres queridos sin poder hacer nada por ellos. Nunca se puede decir «de esta agua no beberé», pero no sé qué tendría que pasar para que me subiera a un barco, a un barco grande, a un crucero o algo así. Me produce terror imaginarme esa enorme masa a pique conmigo dentro o en sus excesivas proximidades. El avión me produce rechazo por su incomodidad, pero no miedo (si vienen mal dadas, en unos minutos, a lo sumo, todo se acabó). Quizá me dejaría seducir por un crucero fluvial -los hay muy atractivos por el Danubio o por los canales franceses- pero a regañadientes.
En fin, que no: sobre el Titanic ya he visto y leído todo lo que tenía que ver y leer y, además, no me seduce nada esa especie de masoquismo de la «titanicmanía» que aflora cada mes de abril, sea el aniversario redondo o cuadrado.
Buena singladura, don Arturo. Y, como decía la fámula de Rigoberto Picaporte, «que no le pase ná, señorito». Y si le pasa, pues lo mismo que se dice a las parturientas: que sea una hora corta. Y ahí nos vemos.
Es normal que quienes aspiran a vivir la vida como un crucero de placer corran como gallinas sin cabeza cuando ven brillar la guadaña. Vivimos en una gran patraña, y nosotros mismos nos la contamos. Hay muchas formas ejemplares de afrontar el tránsito a la otra vida. Recuerdo haber leído que, durante los fusilamientos de Paracuellos del Jarama en 1936, unos milicianos quedaron impresionados de que un militar recibiera la descarga fumando tranquilamente, como si nada, junto a la fosa en la que iba a caer, sobre una o dos capas de cadáveres recién ejecutados. Ahora bien, mi favorito es San Lorenzo, quien debió ser un chunguero de primera. Las autoridades romanas habían prestado oídos a los que propalaban la especie de que los cristianos acumulaban riquezas en secreto y decidieron hacer la primera socialización de la Historia y apropiarse de los supuestos tesoros. Después de martirizar al Papa (no recuerdo cuál), fueron a por Laurencio o Lorenzo, que era sacerdote o diácono, y le conminaron a entregar las riquezas de la Iglesia. Él respondió que lo haría encantado y que ya era hora de que el Estado reclamara lo suyo. Al día siguiente, se presentó con todos los inválidos, ciegos, cojos, mendigos y huérfanos de Roma y le soltó al juez algo así como «éstas son las riquezas de la Iglesia, ahora a cuidarlas muy bien». Enfurecido el juez, lo mandó asar sobre unas parrillas. El Santo tuvo la humorada de gritar: «¡Dadme la vuelta, que por aquí ya estoy bien hecho!». Según algunos autores, San Lorenzo era hispano, y es muy de creer que fuera así.
La ley de Murphy llevada a su máxima expresión, cuando todo se confabula para salir, no mal, si no peor. Eso fue lo del Titanic, que por cierto, no ha sido ni de lejos la peor tragedia marítima de la historia moderna, pero si la mas famosa.
Creo que el tipo de la barba pensaría castizamente, «De perdío, al río» o «Ir p´a ná, es tontería».
Pues si, me creo el relato, me creo la película y me creo la frialdad lectora y abstraida sin arrogancia ante situaciones difíciles. Lo he experimentado en mi propia carne. A un servidor, aquejado durante varios años de una grave enfermedad hepática (que terminó, de momento, en un trasplante de hígado exitoso por el que debo la vida a un generoso donante anónimo, o a su familia, y a un maravilloso equipo médico de la sanidad pública, benditos sean) debía acudir casi semanalmente al hospital cercano a mi domicilio para que, por acumulación en el abdomen por mi enfermedad, me extrajeran un buen número de litros de líquido interno. La cosa, desde que ingresaba en urgencias de forma pautada, duraba unas tres horas tras las cuales, ya aligerado, volvía a mi domicilio. En ese tiempo, en todas las innumerables ocasiones, ajeno en la medida de lo posible a mi propia intranquilidad y a la angustia y dolor de otros enfermos a mi alrededor, incluso presenciando desgraciadamente el óbito de algunos, tuve un compañero fiel y magistral: un libro electrónico regalo de mi atenta esposa, en el que guardaba como un tesoro casi doscientos volúmenes de novelas, relatos y obras clásicas literarias. Con esa maravilla tecnológica supe y pude soportar todas esas amargas situaciones. De hecho, por la frecuencia, ya casi me conocían todos los profesionales del servicio de urgencias de los diferentes turnos. Y un día, una atenta enfermera, en confianza, me comentó que alguna de sus compañeras me había puesto un mote que hizo fortuna entre las demás: el paciente del e-book. Y con él me quedé.
Este artículo se puede escribir y entender despue de cierta edad.
Qué gran película la de Roy Ward Baker, de esas que muestran tan bien lo peor y lo mejor del ser humano, y no tienen ni una sola escena, ni un solo plano, que bajen el nivel. Por las novelas, los artículos y las entrevistas que he leído de Arturo Pérez-Reverte, entiendo que el hecho de haber sido reportero de guerra, añadido a sus lecturas, le ha dado una admirable lucidez sobre la vida y la muerte, y sobre la entereza a la hora de afrontar esta última; lucidez que, junto con una innegable habilidad narrativa, hace tan sólida, tan interesante y diría que, por momentos, tan imprescindible gran parte de su obra. Pero me sorprende que el resto del personal tenga tan claro cómo va a reaccionar cuando le llegue la hora. Yo creo que no he tenido una vida regalada, y desde luego no considero que el mundo sea un jardín de rosas (más bien todo lo contrario). Pero si un mal día me toca palmar en una catástrofe aérea, por ejemplo, no acabo de estar seguro de que fuera a afrontarlo con la valentía, o la indiferencia, de las que sin duda haría gala alguno de los otros comentaristas de verse en tan delicada situación. Me gusta mucho la primera frase del segundo comentario: “Saber morir… Examen con una sola oportunidad y del que no conoceremos la nota”.
Genial. Sin embargo Cyril F. Evans a las 23:00 horas les envió el siguiente Cyril F. Evans a las 23:00 horas les envió el siguiente mensaje:
“-Oiga viejo, estamos parados y rodeados de hielo. Desvíense o chocarán”
Y John George “Jack” Phillips no le hizo caso a esa advertencia y a otras 12 que le fueron enviados por otros barcos
Estimado señor Pérez Reverte: el lector del Titanic pudiera ser William Thomas Stead, un reconocido periodista de aquella época. Supongo que usted ya se habrá asesorado al respecto. Eché en falta en su artículo una mención a quién pudiera ser ese lector. Busque usted, si considera, una imagen de William Thomas Stead en internet y observe el asombroso parecido con el actor de la película. Saludos. Mario S. Zamora.
La vi tambien siendo niño con el mismo titulo en español. Pero no se me olvida un personaje: el cocinero o pinche de cocina que iba de vez en cuando a su litera para tomarse un trago mientras el agua subia. Creo que al final hizo uso de unas sillas en la cubierta y confecciono una balsa, espero que se salvaria.
Sublime
Sr Pérez Reverte :
Cómo cree que sería su estado de ánimo si estuviese en la misma situación que los pasajeros del Titanic?
Me gustaría que escribiese algo sobre sus creencias y momentos destacados de su vida en los que pensó y tomó decisiones importantes.
Hágalo, por favor.
Excelente su nota señor Pérez Reverte, excelente.
Esas actitudes frente a la vida y a la muerte; que en mi opinión, una y otra, son la misma cosa, no dejan de asombrarme. Todos nos encontramos en el mismo barco, y en el mismo océano tratando de que nuestro tiempo pase de la mejor forma; pero sin poder respondernos con total certeza la pregunta sin respuesta: ¿qué es la vida?.
Creo yo, que las actitudes de los hombres y mujeres frente a los acontecimientos límites, nos brindan un dato; a diferencia de los animales, nosotros los seres humanos entendemos nuestra finitud, por esto consideramos que somos seres superiores; pero cuando miro a mi perro a los ojos, lo acaricio, y él me brinda su gratitud moviendo la cola feliz, comprendo mi condición de saber y entender que el final es inexorable y mi noble amigo no lo sabe, para él la vida es un constante devenir de sensaciones sin límites; me pregunto: ¿quién será más inteligente?.
Si pudiéramos abstraernos de nuestra condición de humanos en esas situaciones límites, las mismas serían menos traumáticas y más normales. Seguir leyendo mientras el mundo se desploma a nuestro alrededor, es una noble actitud, de los que se animan a darle ese sentido a la vida que tal vez no tenga. Es algo así, como, vivir para saber morir…pero ¿quien sabe vivir?, y ¿quién está preparado para morir?; de un modo u otro, aquí aún estamos, y también dejaremos de estar; esa es la única certeza de nuestra pregunta sin respuesta.
Pero también están los comienzos, y ellos son sin duda un refugio para nuestra inteligencia; una nueva vida, una nueva relación, un nuevo trabajo, un nuevo proyecto; la esperanza de encontrar algo mejor…que mi fiel amigo ya encontró hace rato, él es feliz, jugando desnudo, como Dios lo trajo al mundo, y cree seguramente, que seguirá así por siempre.
Saber morir no es fácil , primero porque el hombre se aferra a la vida y teme la muerte y después por qué para el la muerte es el fracaso de la vida , el fin .
Señor Don Arturo Reverte, Toda mi Admiración❗
El personaje fue un pasajero que existió. William Thomas Stead. Periodista de investigación. Un avanzado para su época. Denunció la trata de mujeres en Londres y escribió un cuento en el que denunciaba a las navieras por lanzar barcos al mar sin suficientes botes salvavidas. Se dirigía a Estados Unidos a una conferencia sobre la Paz a la que obviamente nunca llegó. Dos años después la guerra barría Europa. Sin duda uno de los pasajeros más fascinantes del Titanic
Unos cuantos de esos que corrían desesperados de un lado a otro del barco en busca de un maedio para escapar de la muerte, lo lograron. El viejo de la barba blanca ni siquiera lo intentó. Al fin y al cabo, sólo se trataba de vivir.
Siempre he pensado que la muerte etc eran elementos que permiten en la dramatización en el teatro y en la literatura mostrar los cambios propios de los hechos me viene a la memoria La alcahueta que procura amores .
El ahogamiento masivo fue un hecho infalible son muchos los casos que recuerdan la situación -Al igual que la metáfora del iceberg que mostrando una pequeña parte en su superficie esconde la gran masa que nos hace zozobrar y en este caso hundir un barco ocioso con todos sus integrantes abordo por una causa natural .
Ortega empleo dicha metáfora en La Rebelión de las Masas pocos años despues ocurrieron los hundimientos masivos en la guerra por las novedosas armas de torpedos para algunos infalibles .El hecho de las aglomeraciones de gente y sus circunstancias .
Excepcional relato, describe a la perfección la consciencia de finitud