Dillon es bastante mayor que yo: él nació en 1969, yo en 1981. Técnicamente soy un milennial, pero hay una parte de su relato vital con la que me identifico: los dos nos (de)formamos leyendo a pensadores postestructuralistas, de Barthes a Foucault pasando por Derrida y Deleuze y Guattari, y flipándolo con Lyotard o Jameson. Parece que fue Barthes (más sólido de lo que se suele recordar) el que más influyó sobre Dillon, para mí fueron Habermas y Cioran quienes mitigaron aquellos entusiasmos. Ya con bastantes lumbagos en mi haber, descubrir a Roger Chartier me ayudó a salir del callejón sin salida de la deconstrucción escolástica. Llegó un momento donde toda aquella devoración y la descomposición bizantina se nos hizo algo indigesta a muchos. En el fondo, no era más que una moda especialmente persistente, una especie de bunkerización. Deseábamos caminar por jardines melancólicos, y dejar de dar vueltas y más vueltas a espirales de egotismo encadenado.
Siempre he pensado que sin Foucault es totalmente imposible que construyamos un relato verosímil sobre el mundo que nos rodea, pero también que si uno se vuelve hacia Montaigne y Spinoza, y Hume y Kant, ve que aquel tinglado tentativo conserva más honradez y utilidad que la vocación de destrucción obligada en que se convirtieron los departamentos universitarios hacia 1990. No tiene sentido seguir flagelándonos, reflexionar racionalmente no es pecado cuando se ha comprobado que la cultura postmoderna era el reverso de la moneda de una dictadura financiera programada en los años 70, y que toda esa celebración supuestamente anárquica no conducía más que a un falso libertarismo, desregulación neoliberal en vena. Ver a estudiantes enredarse en versiones retrocadas y retroturbulentas, sin saber realmente qué están repitiendo, como clones, es una cosa bien triste: parece obligatorio citar treinta veces a Derrida antes de atreverse a decir algo sobre un texto cualquiera, parece pecado escribir crítica, parece pecado vivir y comer: aquello no era esto. Dillon es una voz afortunadamente libre de dogmas, obligaciones y corsés; una voz que nos habla de tú a tú, dándonos la mano bajo la lluvia. Pienso que Dillon circula por aquí cuando escribe estas líneas: “Si estás tan involucrado con las cosas —quiero decirle al ontólogo orientado al objeto y al nuevo materialista—, ¿cómo es que tu escritura es una repetición tan pálida de las tendencias teóricas de hace medio siglo y para nada la aventura rigurosa con lo discreto o lo peculiar que te imaginas que es? ¿Cómo puedes estar tan comprometido con la estidad y la aquellidad inhumana y sin embargo ser tan ajeno, tan exasperadamente lejano, cuando se trata de este o aquel ejemplo real? Una filosofía del objeto sin objetos, una materialidad sin materiales, ¿de qué le valen a nadie salvo a los inmaduros intelectuales que intentan abarcar demasiado, de quienes seguro que ha sido uno?” (p.90).
Efectivamente, el pensamiento de hace medio siglo se ha convertido en una pesadilla burocrática. Todos hemos de danzar en un desfile de postmultidesantismos mientras nos dejan sin trabajo, sin palabras, sin sexo, sin papelotes amarillos, sin manuscritos, sin regulaciones laborales, sin futuro. Es la razón por la cual leer a Rosi Braidotti me hace llorar, pero leer a Cioran y a Dillon me hace apreciar la vida, tan bella y deforme, tan en peligro, tan inesperada por imprevisible. Ensayismo, que acaba de publicar Anagrama en traducción de Inmaculada C. Pérez Parra, es la defensa de un modo de vida sangrante y humanístico, una indagación en los tonos menores que tratan de escapar de la megalomanía postestructuralista. La prosa de Dillon es como un chubasco suave entre unas ruinas sajonas; una cosa amable, cordial.
Entre todos los autores examinados, parece que es el viejo Cioran el que se lleva la predilección de Dillon: “Había sabido de Cioran pero lo había evitado. La mitología del fragmentista ascético viviendo como estudiante sin blanca en París en sus años más productivos, amamantando sus aforismos como si todavía se pudiera ser un Nietzsche o incluso un Pascal, Cioran con su desdén burlón-aristocrático por el laborioso trabajo de exégesis que tanto valoraba yo en gente como Barthes y Derrida: todo aquello me daba la impresión de ser una especie de kitsch metafísico, una pose de profundidad demasiado exagerada incluso para mi gusto por las poses llamativas” (p.132). Dillon llega a contar que en mitad de una discusión de pareja llegó a esgrimir un ejemplar de En las cimas de la desesperación afirmando que aquello era lo único que importaba en el mundo.
Pobres ensayistas: frágiles, neuróticos, algo egoicos, borrachos de éxito como Susan Sontag, potenciales suicidas. Pero Dillon ganó la guerra contra la adolescencia eterna. En sus conclusiones, se parece a nuestro Joan-Carles Mèlich: sólo una vida entendida como literatura en marcha, apoyada en la perplejidad y la vulnerabilidad, puede sacarnos del metaagujero. El autoabismo desaparece cuando lo convertimos en un ensayo, es lo que defiende Dillon en su interesante libro, como también lo defiende Mèlich en La experiencia de la pérdida (Fragmenta, traducción de Marta Rebón), y para conseguirlo hemos de abrazar las voces vulnerables de los escritores que problematizan algún aspecto de la realidad a través de su yo oblicuo. Estas divagaciones y paseos nos conducen a conclusiones claras sobre el género: leemos ensayos por puro placer, amamos a algunos ensayistas porque nos gusta su tono, y sin ese tono personal (o estilo inconfundible) no hay ensayista que valga.
Dillon entrelaza capítulos de su vida (las depresiones de su madre, la muerte de su padre, los libros que le legó, sus confusiones y dificultades como estudiante y profesor precario); nos trenza sus rupturas amorosas con las lecturas y anotaciones, el sentido de su vida es el sentido de las escrituras que analiza. En ese aspecto se parece a un Borges herido, desmadejado. Uno cierra el libro y siente ganas de hacerse amigo de Brian Dillon, de invitarle a una pinta en Dublín. Es incluso posible que algún día fuera esto posible, escribiendo a la editorial. Cuando la filosofía hegemónica se parece a la novela Neuromante, la verdad es que a uno le entran ganas de disponer de una torre en el Périgord y ponerse a leer a Lucrecio y a Séneca. La lectura de Ensayismo puede completarse con otro pequeño volumen simpático que acaba de editar Rosamerón, Nada hago sin alegría, de Pablo Sol, un estudio sugerente y nómada sobre Montaigne que, como Ensayismo, se plantea qué demonios es un ensayo y por qué escribimos y leemos ensayos. Y la verdad es que Dillon consigue caracterizar en varios puntos con mucha exactitud de qué tipo de texto estamos hablando: “Siempre, con el fragmento como con el ensayo mismo, existe ese puente ambiguo entre la identidad y la dispersión, entre la integridad formal, casi física, y la acción fracturadora o incluso pulverizadora. “Fragmento” nos da “fragmentario” y “fragmentales”: términos geológicos para rocas y esquistos heterogéneos, compuestos por más de una sustancia. Me gusta la idea del ensayo como una especie de conglomerado” (p.77). La prosa de Dillon es un prodigio de poesía y exactitud: “¿No es el estilo precisamente una contienda contra el vacío, una actitud o postura arrancada del caos y de la nulidad?” (p.14).
En la época póstuma que nos ha tocado vivir, basada en el fomento de la culpa, apostar por el estilo y contra la nulidad no parece una opción muy popular. Pero a los que estamos cansados de tanto vacío e inquisiciones ya nos parece bien. Según Pablo Sol, no leemos a Montaigne, sino que es Montaigne quien nos lee a nosotros. Tiene razón, y podríamos añadir que Brian Dillon también consigue leernos a nosotros escribiendo sobre Sebald, Browne, Pascal, Woolf, Connoly, Benjamin, Adorno, Perec, Blanchot, Sontag, Elizabeth Hardwick y Janet Malcolm. Ellas y ellos evitaron la razón agresiva, unidimensional o prepotente, para hablarnos de su mundo que era el nuestro, el que reconstruye Dillon para nosotros.
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Autor: Brian Dillon. Traductora: Inmaculada C. Pérez Parra. Título: Ensayismo. Editorial: Anagrama. Venta: Todostuslibros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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