Fotografía de portada: David Ruano.
Cuando Eva Baltasar no escribe, cuenta adoquines. Ahora le ha dado por ahí y, por más que se esfuerza, no consigue quitarse el vicio. Camina tranquilamente por la calle y, ¡zas!, se descubre a sí misma midiendo el grosor de la acera en adoquines, calculando cuántos adoquines cabrían en la parcela de un árbol, mensurando los adoquines cuadrados que ocupa la terraza de un bar… A esta mujer siempre le ha gustado contar cosas, de acuerdo, pero nunca antes se había obcecado con el empedrado de la ciudad y, aunque le gustaría saber de dónde sale y qué significado tiene esta obsesión, lo cierto es que no pierde ni un segundo analizándola. Simplemente la disfruta. Un adoquín, dos adoquines, tres adoquines… Y así.
Normalmente, Eva Baltasar se pone a trabajar a las 10:00 AM y termina sobre las 12:00 o 13:00. Esas dos o tres horas le dan para escribir, corregir y pulir medio folio, si hay suerte incluso uno entero, y el resto del día lo dedica a leer, a disfrutar de la vida o incluso a contar baldosas. Ha instalado su despacho en la habitación más pequeña de su apartamento, una estancia mal iluminada y sin elementos decorativos en la que solo hay un escritorio, una silla, una cama y una ventana ciega con una pared enfrente. Todo muy austero, como corresponde a una mujer que hace ahora 20 años, tras terminar sus estudios de Pedagogía y con una hija ya de tres años, se hartó de la vida urbana y se instaló en una casa rural que, por no tener, no tenía ni corriente eléctrica. Lógicamente, allí se acostumbró a escribir a mano y, aunque actualmente vuelve a vivir en un centro urbano, asegura que en cualquier momento hace las maletas y se marcha de nuevo.
Baltasar cambió muchos hábitos durante su experiencia campestres, pero hay una costumbre que ha permanecido inalterable desde que, allá en su infancia, empezó a construir sus primeros textos: la de colocar un espejo sobre el escritorio. Dice que necesita mirarse a los ojos mientras escribe, que quiere asegurarse en todo momento de que está siendo sincera consigo misma, de que no se ha vendido ni al éxito ni al dinero. Pero también asegura que ese espejo, o mejor dicho su reflejo, le sirve para interpelarse a sí misma en los momentos de duda y a no sentirse tan sola cuando, encerrada en esa habitación que parece una celda de convento, siente la necesidad de compañía.
Eva Baltasar no es de mapa ni de brújula ni de varilla de zahorí, sino de poner la oreja y escuchar las voces. Lanza la primera frase de sus novelas sin haberse parado a pensar en el argumento, sin saber siquiera la temática del libro, sin haber trazado un triste esquema en una libreta. Simplemente se sienta ante el ordenador —y ante el espejo, claro— y escribe, reescribe y vuelve a escribir las dos o tres oraciones de arranque de su nueva ficción hasta encontrar una voz, la del narrador, que sea lo suficientemente sugestiva como para querer saber quién se oculta tras esas palabras. Entonces imagina un escenario cualquiera, el primero que le viene a la mente, una casa, una ciudad o hasta un país entero, y a partir de esos dos elementos, la voz y el pasaje, levanta la historia a medida que escribe.
Ahora bien, además de esos dos elementos, Baltasar necesita un tercer punto de apoyo para mover su mundo: una editora comprometida. Y es que estamos ante una autora que, lejos de narcisismos y soberbias, considera que sus ficciones brillan ante los ojos del lector porque ha habido una editora, en este caso Maria Bohigas, que entró en sus borradores con una antorcha y que iluminó las zonas oscuras que todavía había los manuscritos. No todos los editores abandonan su trono y bajan al barro de este modo. Los hay que solo ven su profesión como un puente entre dos mundos y los hay que la conciben con un sentido más activo, más crítico, más intervencionista si se prefiere. A Baltasar le gustan los segundos, que suelen ser los que comprenden que con cada libro los escritores se juegan el pan de sus hijos, y no cambiaría a su Bohigas ni por todo el oro de mundo.
Así trabaja Eva Baltasar: con un espejo delante y una editora detrás. Y como resulta que sus novelas han sido traducidas a chorrocientos idiomas y como además está entre las cinco finalistas del Booker internacional, pues, ¡hombre!, habrá que copiar su método. Salvo lo de los adoquines, claro. Que eso ya es más rarito.
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Eva Baltasar ha quedado finalista del International Booker Prize con su novela Boulder, pero su última ficción es Mamut (Club Editor/Random House).
No entendí mucho el sentido del artículo. Me resultó soso.
Qué cosas aprende uno cuando le da por interesarse por la obra de algún escritor actual. Me pregunto si Virginia Woolf o Emily Brontë contaban adoquines o colocaban espejos sobre la mesa de trabajo para mirarse a los ojos e interpelarse a sí mismas (que igual sí, aunque a Emily Brontë, allá en Yorkshire, no la acabo de ver dada a tales genialidades). Aún no he leído ninguna novela de Eva Baltasar, pero después de la descripción de su proceso creativo y de los elogios que le dedica el autor, ya pueden ser buenas…
Artículo interesante, no he leído nada de Baltasar, lo del espejo es interesan
Lo del espejo es interesante, lo de los adoquines es una rareza, si es verdad?, puede ser ficción por parte del autor del artículo.
Es muy valiente y, por otra parte, romántico, encerrarse en una casa rural, sin electricidad y escribir a mano.
Me identifico mucho con Eva, pues si no dispongo de dos o tres horas por delante, sabiendo que no voy a tener interrupciones, me pongo a pintar, en caso contrario ni me molesto en coger el pincel.