Después subí una calle,
pero en realidad la calle me subía,
yo me dejaba estar poniendo apenas el movimiento.JULIO CORTÁZAR
I
Hace tres siglos se operó discretamente sobre la historia un fenómeno que Max Weber llamó Entzauberung, o desencantamiento. Había que sustraer del mundo sus aspectos mágicos, erradicar de las presencias naturales —y algunas artificiales— todo cuanto oliese a aquello que más tarde, según el discurso del loco ataviado con una lámpara que iba y venía por los templos, sería el “cadáver putrefacto de Dios”. El árbol se vio de este modo desposeído de sus hadas. El bosque sólo conservó el peligro de los lobos, y ni siquiera éstos eran ya vestigios de alguna antigua divinidad: devoraban hombres, rebaños, y eso era todo el temor que podían inspirar. Los lagos y los ríos tampoco murmuraban para nadie: barbotaban, en el mejor de los casos, el rumor del agua precipitada contra los peñascos, pero sus ninfas y sus náyades flotaban boca abajo con las alas extendidas sobre charcas y pantanos embarrados, pálidas de una muerte mucho más feroz que el simple olvido. Sus voces y sus cantos habían sido ahogados por los (así llamados) “hombres iluminados”. Ninguno de ellos, sin embargo, tuvo que ensuciarse las manos. Les bastó con llevar a cabo una operación a distancia, sin abandonar la comodidad de sus despachos y palacios, para iniciar el genocidio de las especies mágicas. Esa operación se sigue llevando a cabo. Consiste en localizar las vías secretas al ensueño y sellar sus accesos, sometiendo con ello al mundo a su mera literalidad. La educación en las escuelas (no hablemos ya de las universidades) sabe mucho de esto.
Adorno y Horkheimer retomaron el concepto del Entzauberung y lo llevaron tan lejos como era posible hacerlo. Demostraron que, tras esa victoria sobre los elementos mágicos que hasta entonces habían estado presentes en la naturaleza, los “hombres iluminados” trataron de asegurarse su dominio de una vez por todas. No contaron, quizá, con las consecuencias de una tarea así: transformada en objeto, la naturaleza se vio desmantelada en sus fragmentos útiles, abandonada más allá de las ciudades como una memoria ornamental o un escenario turístico. El fenómeno se extendió también a cuanto formaba parte consustancial de ella, y no hablo solamente de sus animales o sus bosques y colinas —hoy amenazados, entre otros, por los parques eólicos—: su peligrosa irradiación alcanzó al propio hombre, igualmente reducido a objeto, a una unidad operativa y un valor estadístico. Era inevitable que la humanidad entendida como simple mercancía terminase por ser considerada bajo un aspecto vírico, como una enfermedad a contener en campos de concentración o a erradicar por medio de exterminios masivos.
Entzauberung, o desencantamiento. Aquello también tuvo otro efecto: este tedioso anonimato, un mundo de hombres y mujeres almacenados en ciudades.
II
Iain Sinclair trabajó durante años, todavía joven, como jardinero en una de las iglesias construidas por Nicholas Hawksmoor en la ciudad de Londres. Allí, con las manos sobre el cortacésped, concibió una idea que más tarde se iba a propagar por todo un universo de cultura pop: las iglesias de Hawksmoor habían sido levantadas siguiendo un patrón secreto, una trabajada geometría esotérica, que Sinclair describe abiertamente como “la forma del miedo”. En el ensayo titulado Nicholas Hawksmoor: His Churches, Sinclair despliega sobre el papel esa geometría para contar una historia oculta de Londres, en la que aparecen pirámides y dioses egipcios, brujos, pentáculos, asesinos, los poetas John Keats y William Blake. Lud Heat, el libro de poemas en el que figura este ensayo (que es también, a su manera, un bellísimo poema), fue la cuarta obra publicada por Sinclair desde las prensas de su propia editorial, en realidad una pequeña imprenta: Albion Village Press. También fue el primer paso hacia una obra encantadora —en el sentido mágico de la palabra— que se ha ido construyendo a lo largo de incontables caminatas por los paisajes ingleses, bosques y ciudades por igual. Sinclair no fue quien acuñó el término de psicogeografía (una exploración de los entornos urbanos y su relación con nuestros contenidos psíquicos que se remonta a los situacionistas, con vínculos familiares en Benjamin y Baudelaire), pero es él sin duda quien más ha hecho en el último medio siglo para darlo a conocer. Nunca ha tratado ese diálogo con el entorno como una pseudociencia o una aplicación sensata de lo que para los situacionistas era un juego: “hablo” —así lo expresaba ya en Nicholas Hawksmoor. His Churches— “del no reconocido magnetismo y del poderoso código integrado que regula la potencia de estos lugares”. En sus primeros tanteos con la geografía psíquica del East End londinense, concretaba que ese magentismo había influido en “el asesinato ritual de Marie Jeanette Kelly en una habitación de los pisos inferiores de Miller’s Court, Dorset Street, justo enfrente de Christ Church, en la matanza de Ratcliffe Highway de 1811, con el supuesto asesino atravesado por una estaca en pleno corazón… Todos estos sucesos merecen una consideración más detallada que el mero rapto de una breve y nerviosa sinopsis”. No decía nada, en 1975, que no estuviera dispuesto a cumplir. Y durante medio siglo Sinclair recorrió su ciudad (y algunas otras) hasta extender aquella “breve y nerviosa sinopsis” a lo largo de más de sesenta libros, y —cabe decirlo así— componer una psicogeografía de la psicogeografía. Los libros de Sinclair, como los de Sebald (con quien le unen algunas semejanzas), también son escenarios paseables.
Una nota curiosa: en 1975, cuando Iain Sinclair comenzaba a reconocer la existencia de una geografía psíquica fundida a las ciudades desde una remota antigüedad, su hermano Clive —posteriormente Sir Clive— desarrollaba en Cambridge una placa electrónica que produjo toda una revolución en Europa. La curiosidad es la siguiente: ¿qué vemos en una placa electrónica, cuando la miramos desde arriba?
Todas esas vías y acumuladores, todos esos zócalos, pistas, patillas y baterías… Fijémonos bien: ¿no son una copia perfecta del plano de una ciudad?
III
En el año 2018, la Wellcome Collection, un museo concebido para “desafiar lo que pensamos y sentimos acerca de la salud”, llevó a cabo una exposición titulada Vivir con edificios, con el fin de examinar “la interacción entre salud y arquitectura” y evaluar “las estrategias de arquitectos, urbanistas y diseñadores”, así como su influencia “en nuestro bienestar individual”. La comisaria de la exposición, Emily Sargent, solicitó a Iain Sinclair su colaboración en la exposición, y el resultado fue este libro, que toma su título de la muestra y lo redondea con una prolongación que apunta a un estado intermedio entre la vida y la muerte, la salud y la enfermedad: “Caminar con fantasmas”. Ninguna novedad por este lado: la literatura de Sinclair —véase Rodinsky’s Room, la historia de una habitación encantada; véase Edge of the Orison, donde Sinclair, y a veces Alan Moore, llevan el espectro del poeta John Clare a cuestas— siempre ha estado acompañada de fantasmas.
Los fantasmas, sin embargo, no son ya únicamente los escritores o artistas que asoman sobre el hombro de Sinclair para dejarse canalizar por los movimientos de su mano diestra. Aquí también lo son aquellos que por un plazo de meses o de años se han visto prisioneros temporales de la enfermedad, de un limbo entre existencias. Su aparición en cualquier caso no es totémica, no son estatuas salpicadas por el salitre de la muerte, ni hablan con la solemnidad postbardo —en su sentido tibetano— de quienes han sido rescatados con vida de sus orillas. Son hombres y mujeres comunes y corrientes, insertos en el caudal de la vida ordinaria, que arrastran, eso sí, un misterioso fulgor. No queda claro en cualquier caso que sus enfermedades provengan de una parasitación del entorno urbano. Sinclair ama demasiado las ciudades, incluso su fealdad organizada, como para acusarlas directamente de tramar un asesinato. Pero la idea parece suspendida a lo largo del libro. En el bloque de edificios diseñados en Marsella por Le Corbusier, la Cité Radieuse —la “caja de los milagros” que cautivaba su imaginación, y que describió a Camus de una manera realmente poco cautivadora: “una caja rectangular de hormigón”—, en la “arquitectura enferma” del estuario de Southampton o los “corredores sospechosos” de las pasarelas peatonales del Barbican londinense, junto a los bloques brutalistas de Golden Lane, se hace notar una presencia inquietante que asoma desde los adjetivos. En esa supuración de acotaciones que señalan la existencia de algo vivo, una imagen callada y vigilante, encontramos un posible foco de la enfermedad que aflige al individuo irradiado de asfalto y delimitado por los edificios. También se comprende el motivo por el que la ciudad sería el paciente cero de esa enfermedad: el mundo como Entzauberung, como escenario de un desencantamiento, adquiere su expresión más definida en los extrarradios, en la periferia de lo que un día fueron grutas pintadas, cabañas apiñadas en el margen de los ríos, y fuentes consagradas a una misteriosa deidad. Allí no hay ciudad. Hay, en todo caso, un desbordamiento psíquico que ha adoptado la forma de un enclave, por medio del aburrimiento de los planos, el cálculo de los coeficientes de peso y la ingeniería de los espacios verticales. Los paisajes conurbanos se ramifican hacia el centro donde nacieron realmente las ciudades —los lugares navegables por el intercambio psíquico entre el hombre y sus propias construcciones—, pero lo hacen como células aisladas, que apuntan ya a una proliferación maligna. En este sentido, vivir con edificios equivale a respirar un ambiente malsano, el aire dulzón y viciado de una habitación condenada. Con todo, Sinclair siempre encuentra brechas y resquebrajaduras, grietas por donde cabe sentir una brisa que viene de otro mundo. ¿Pero qué mundo es ese? El mundo antes del desencantamiento, el de los objetos realzados por su propia realidad, el mundo del árbol que es mucho más que un árbol y el del edificio que se prolonga hacia el futuro, allí donde un cataclismo definitivo calcará su silueta, modelo para una creación todavía por reiniciar.
Bajo la belleza de su prosa —cuando hablamos de prosa inglesa siempre parece que hay que sacar a colación a John Banville, pero la de Sinclair, a diferencia de la de Banville, nos impacta por una vía mucho menos indirecta—, toda la obra que ha ido acumulando, árbol a árbol y ladrillo a ladrillo, desde el borde mismo de sus primeros poemas, nos rodea de edificaciones. A veces se saca a pasear, como en el caso del citado Edge of the Orison, por los prados y los bosques, como el Keats que anduvo de puntillas por un pequeño prado, pero siempre encuentra el pretexto o alguna misteriosa familiaridad de contenidos para soñar, en medio de la nada, una inmensa y corroída verticalidad. En todas esas verticalidades (las reales, o “reales”, y las imaginarias), Sinclair ve la manifestación de un espíritu deslocalizado, todavía a la espera de que se defina el tiempo mismo al que pertenece. Delimita, en pocas palabras, un lugar encantado, las líneas del espíritu que inspira su movimiento a la rueda de los siglos. Sé que esto es una interpretación puramente personal de la obra de un autor que, a fin de cuentas, aspira a mantener ese diálogo con el lector (una extensión, por así decir, de la geografía psíquica, en esta ocasión con el libro como paisaje, y el lector como misterio errante), y no a dar respuestas concluyentes. Pero no creo estar muy desencaminado, y hablando de un libro que se abre radialmente hacia los márgenes no es poco decir. En un pasaje de Vivir con edificios, la presencia que impregna las fachadas Sinclair la expresa de este modo:
Carol Williams, exlondinense actualmente afincada en Sag Harbor, Long Island, leyó con alarma mis improvisaciones sobre Hawksmoor. Después de pensarlo, propuso una solución a la supuesta malignidad de Christ Church. Se acordaba de que Rudolph Steiner había escrito que “en los tiempos previos a la Atlántida, la memoria era geográfica (…) La gente que quería acordarse de algo tenía que volver al lugar donde había sucedido. El paisaje estaba punteado con pequeñas estacas a modo de mojones para ayudarlos a ubicar sus recuerdos.”
Me daba la sensación de que mis fugas-derivas compulsivas hacia la Christ Church eran intentos de volver a capturar un recuerdo que nunca conseguía ver nítidamente, quizás el recuerdo de algo que todavía no había pasado. La iglesia no era la simple profesión de fe en una arquitectura que incluía órdenes más antiguas y tecnologías en conflicto aparente, el gusto por una forma más pura y “primitiva” de cristiandad; también era un instrumento inmaculadamente afinado para aislar un espíritu sin identificar. Podía ser social, económico, ocultista o vírico; cualquier intento de pronóstico era como dar palos de ciego.
Vivir con edificios y caminar con fantasmas: ¿un cántico embelesado, una oración, un ejercicio para mirar de otra manera? ¿Un proyecto secreto para devolver su (secuestrado) encantamiento a los espacios que habitamos? Todas esas cosas, sí, pero subrayo doblemente lo de “proyecto secreto”. No sin motivo, el libro termina con lo que no deja de ser la imagen formidable e inaugural del mundo: una mujer que tras desaparecer de entre nosotros se convierte en una casa.
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Autor: Iain Sinclair. Título: Vivir con edificios y caminar con fantasmas. Traductor: Javier Calvo. Editorial: La Felguera. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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