11 de abril, Día Mundial del Parkinson. En el cotorreo de Twitter, un diario digital publica el siguiente titular: «Parkinson: En España hay un retraso diagnóstico de entre uno y tres años. Más de 150.000 personas padecen esta dolencia crónica y progresiva y, cada año, se diagnostican unos 10.000 casos nuevos en nuestro país». El tuit, subido hacía poco menos de una hora, sólo tiene un fav. El periodista Javier Pérez de Albéniz arquea las cejas y un poco se encoge de hombros. Sabe de lo que habla: a él le diagnosticaron pasados dos años. Acaba de publicar Los reveses (Libros del KO, 2023), donde escribe que el tenis de mesa (ping-pong, para los no iniciados) es música y que, cuando ésta suena, el Parkinson calla. Se nota: Javier tiene percha de rockero veterano. De hecho, cuenta que le confundían con el Maestro Reverendo (Ángel Muñoz-Alonso López). Aquí, en los Jardines del Museo Nacional de Ciencias Naturales, el entrevistado se coloca las gafas de sol y mira al cielo proyectando en las paredes la sombra de un Batman de mediodía.
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—¿Sabe usted jugar en broma?
—Sí. He perdido algún partido por eso y me han echado la bronca alguna vez. Soy competitivo, pero no tanto como la gente que es buena en los deportes.
—¿Es contraproducente ser demasiado competitivo?
—Creo que si te gusta mucho ganar tienes que ser competitivo. Yo gano dos juegos y la cabeza se me va porque estoy pensando en otras cosas. Si veo al otro muy flojo, tiendo a jugar más suave con él. No soy muy competitivo. Los competitivos machacan a todo el mundo.
—Se le va la cabeza, por ejemplo, pensando en el nombre de la banda que montó Ray Manzarek después de The Doors.
—(Risas) Claro. Se me va la cabeza por la música o por cualquier chorrada. No tengo esa intensidad que me falta para ser un campeón de la hostia.
—Usted, que ha llegado a ver en la misma semana a Bruce Springsteen, a The Clash y los Ramones, decide irse a Talavera huyendo del mundanal ruido. ¿Por qué?
—Qué va. Apenas hay conciertos de lo que me gusta a mí. Creo que no me estoy perdiendo muchas cosas en cuanto a música en directo. Me pierdo conciertos, pero no como en una época buena de música, como sería en Londres o en Nueva York. Y Madrid no es Londres ni Nueva York, aunque nos guste mucho Madrid. Es una ciudad de otro tipo con los conciertos limitados. Para ver un concierto bueno de música que a mí me guste, como puede ser americana o blues, no es fácil.
—Pero no hay un solo capítulo de su libro en el que no haya música… o blues.
—Te voy a contar una anécdota: ayer salíamos de casa para estar hoy aquí. Iba en el coche con mi mujer y mi hija. Yo había cogido un disco acústico de Dwight Yoakam con todas sus canciones y otro de Lucinda Williams. Cuando entré en el coche le dije a mi mujer y a mi hija: «Hoy he traído unas cosas que igual os gustan». Y se descojonaron, porque decían que siempre les contaba la misma película (risas). Siempre llevo algún disco que les pueda gustar, pero no les gusta mucho la música, no como a mí. Pero es que yo no puedo vivir sin música.
—¿Se puede hacer un blues con lo que usted veía en La Princesa?
—Los hospitales son muy duros. Cuando estás empezando con esto del Parkinson es complicado, porque vas a sitios donde te encuentras con todo tipo de enfermos. No es lo mismo cuando estás empezando con ella que cuando estás en un estado avanzado. Entonces, vas con tu Parkinson de dos años y te encuentras con una persona muy mayor, hecha polvo, y te vienes abajo. Son sitios muy pequeños, donde estás prácticamente tocándote con el resto de enfermos mientras esperas en tu cola para que te atiendan los médicos. Se ven unos casos espeluznantes de gente muy deteriorada. Por eso, en esos momentos, suena blues.
—En el libro, cuando describe la sala de espera, menciona los libros que hay en una mesa: Manual de medicina del dolor, La enfermedad del Alzheimer…
—Me ha dicho gente del hospital que no se pueden hacer grandes y bonitas las sala de espera de los hospitales públicos: la gente pensaría que hay dinero metido ahí, que se está tirando la pasta… Entonces, tienen que dejarlas así. No les importa que las salas estén peor si la atención es buena. Las salas son pequeñas, tristes, con muebles viejos… Sientes la sensación de estar en Europa del este. Pero sin embargo, a mí me están tratando de maravilla. La atención de la sanidad pública conmigo es maravillosa. No tengo ninguna queja.
—¿Cree usted en la suerte?
—Yo he tenido mucha suerte en todo lo que he hecho en la vida. Creo que puede haber suerte, o por lo menos estar en el momento exacto y en el sitio adecuado.
—Se lo pregunto por ese pasaje en el que decide buscar sobre el Parkinson en Google y repara en el botón que dice «voy a tener suerte».
—Depende de lo que busques te puedes encontrar con un bofetón. En Google no puedes tener suerte. Puedes tenerla si te vas a comprar unos calzoncillos, pero si vas a buscar una enfermedad vas a tener un hostión seguro.
—Pero la chirimoya sí que la buscó en Google.
—Eso fue muy duro (risas). Me hundió la vida durante unos días. Imagina que lo que más te gusta en el mundo son las chirimoyas. Y encima te las traen, porque saben que te gustan, y de repente ves en Google —buscando— que pueden producir Parkinson. ¡Pues te han jodido! Luego te das cuenta de que es mentira y que Google es el mal.
—«La salud antes que el desafío», escribe usted en el libro. ¿La competición o la salud?
—A mí me gusta la competición, me gusta entrenar, sobre todo, porque empecé buscando un entrenamiento fuerte cardiovascular, que es lo que te piden cuando haces ejercicio para el Parkinson, y el ping-pong me daba eso. Yo jugaba una hora y media o dos horas todos los días y me daba unas palizas tremendas. Era perfecto. ¿Que luego voy a entrenar y a salir a Europa para jugar partidos? Perfecto. Pero primero está la salud. Esto lo estoy haciendo porque me viene bien. No voy a dejar de entrenar duro porque tenga que hacer otras cosas o porque tenga que hacer otro tipo de entrenamientos. Quiero entrenar duro, quiero sudar, quiero hacer ejercicio cardiovascular… y luego ya veremos.
—Cuenta que tiene que calcular la medicación para que le coincida con las horas de campeonato, como en Berlín, para que no le entre el bajón.
—Sí. Tú calculas los tiempos. No todos los tipos de Parkinson son iguales; son muy diferentes todos o muy parecidos. Cada uno tiene sus tiempos de on y sus tiempos de off. Es como una montaña rusa. Algunos son más largos, otros son más cortos… A mí, por ejemplo, me está jodiendo ahora mucho, después de comer, porque si ingiero proteína la medicación que tomo después no me hace efecto, con lo cual paso unas tardes malísimas.
—¿Como lo que cuenta del plátano?
—Exacto. Bueno, eso era raro. Fue un día y no se ha repetido mucho. Pero si ahora me como un chuletón (me gustan mucho) con unos amigos y un vino, hago una comida muy pesada, y vuelvo a casa a las cuatro de la tarde, hasta las seis no soy persona porque me encontraré jodido al no hacerme efecto la medicación. No me había pasado hasta ahora.
—¿Cómo lleva usted ahora el Parkinson?
—Bueno… Quizá, lo que peor sensación me da es que sé que es una enfermedad degenerativa y que no va a ir a mejor. Cuando me preguntan los médicos qué tal estoy, a mí me hace gracia y les digo que peor que hace un mes. Es lo que peor llevo. Volviendo al ping-pong, me gusta entrenar muy fuerte pero veo que no voy jugando mejor porque cada vez me muevo y me desplazo peor. Hay cosas que son un poco frustrantes, pero sabes que es así. El tema está en asumirlo, como sucede con otras enfermedades. ¿Te ha pasado algo? Pues te ha pasado. No sirve de nada quejarse y darle vueltas. Tampoco es nada heroico. Es lo más normal del mundo.
—No es su obra un libro de autoayuda, desde luego.
—Claro. Hoy, en el Día del Parkinson, estaban hablando en la radio de «valientes». ¡Ni valientes ni hostias! ¿Qué hago? No es valor, nos ha tocado esto, y ya está.
—Hay en España más de 150.000 personas con Parkinson, siendo 10.000 los nuevos casos diagnosticados al año. De hecho, denuncian que hay un retraso de entre uno y tres años en los diagnósticos. ¿Por qué pasa esto, Javier?
—No sé por qué pasa. En mi caso fueron dos años. Pero no sé por qué pasa eso. Será por algún problema de la sanidad, no sé si pública o privada, pero tardan. La última prueba es muy agresiva y seguramente será por eso. Yo estuve dos años poniéndome unas inyecciones en las piernas, muchas perrerías, y no supieron nada hasta dos años después.
—¿Cómo fueron esos dos años de incertidumbre?
—La incertidumbre no era muy mala porque yo no pensaba que fuera Parkinson. Creía que era una cosa muscular. Yo llevo la cartera en el bolsillo de atrás, enganchada con una cadena, y el médico me llegó a decir que igual podía tener que ver. Con esas cosas me estuvieron mareando dos años hasta que dieron con la tecla. En esos dos años tenía un dolor en el hombro y decía que era una tendinitis, pero luego me dieron el palo.
—¿Hay antecedentes en su familia?
—Sí. Pero nunca estás preparado para eso. La parte buena, como me dice el médico, es que «nadie se muere de Parkinson, sino con Parkinson». Nos agarramos a ese salvavidas que no queda claro, pero es lo que hay.
—Comienza usted Los reveses en el Horst-Korber-Sportzentrum de Berlín, hablando concretamente de un tipo «estrafalario que anima de manera claramente excesiva, irregular y descompasada» que se encontraba en las gradas con su mujer y su hija.
—Aquel hombre se cayó en el baño. Lo de los campeonatos es una cosa muy interesante, porque ves gente que está mucho peor que tú y que se ha desplazado, por ejemplo, desde Estados Unidos. Como una señora enorme que fue en una silla de ruedas. La levantaban y la ponían en una mesa, pero no se podía mover para los lados. Hacía lo que podía con los brazos y jugaba de la hostia. Esa mujer igual llevaba jugando 30 años. Pero tenía Parkinson, había engordado, y no se podía mover, ni siquiera recoger las pelotas del suelo. Eso se lo tenía que hacer alguien. Cuando acababa, se sentaba y volvía con su silla de ruedas a Estados Unidos. Eso sí que es ser valiente. Hay que tenerlos muy bien puestos para volar desde Estados Unidos en esas condiciones y jugar un campeonato.
—Ya nos ha quedado claro que Los reveses no es un libro de autoayuda, pero ¿lo es de supervivencia?
—Sí, puede ser. Supongo que en el libro se puede ver cómo sobrevivo y qué recursos tengo para sobrevivir: la medicación, la música, la lectura y, lo que es fundamental, la familia. Si no tienes una, o no hay alguien que te ayude con el Parkinson, es muy complicado sobrevivir.
—Cuenta que su mujer espera dentro del coche, haga frío o calor, a que usted termine los entrenos.
—Claro. A mí me llevan todos los días a entrenar, pero tengo amigos que van con su coche y tienen que volver por la noche. Yo vivo en Sotillo de las Palomas, que está a unos 20 kilómetros de Talavera de la Reina, donde entreno. Los amigos que luego se suben al coche y se van a su pueblo van hablando por teléfono con su mujer para no quedarse dormidos. Una de las cosas del Parkinson es que duermes fatal.
—Unos van de Estados Unidos a Berlín y otros desde Talavera hasta su pueblo.
—Me parece que tienen muchos huevos para ir todos los días y saber que después van a volver en coche a casa hablando con su mujer para que no se duerman. Uno de los riesgos grandes del Parkinson es el aislamiento. Yo no tengo temblores, mira, pero hay gente que sí, y eso socialmente está muy mal visto.
—«Si eres incapaz de gestionar el fracaso, mejor no juegues al tenis de mesa», escribe. ¿Y qué pasa si uno es incapaz de gestionar el Parkinson?
—No es que sea capaz de gestionarlo, es que no tengo más cojones. No creo que tenga ningún mérito lo que estoy haciendo yo, que es sobrevivir. El ping-pong es muy bueno para el Parkinson pero es muy puñetero para lo físico. Es un deporte que te ayuda a evitar el aislamiento, que es de lo que venimos. Juegas con gente, formas parte de un club de jugadores. Te ayuda a salir, vas a entrenar… Esa parte mental es casi tan importante como la física.
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