Vagalume (Alfaguara), la nueva novela de Julio Llamazares, narra el viaje de un discípulo —en el periodismo, en la vida—al funeral de su maestro. Construido sobre un pequeño mcguffin de misterio, las preguntas de Llamazares van mucho más allá del juguete: la literatura, la vida, la vejez.
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—El libro me descubrió, como a muchos lectores, la palabra vagalume —luciérnaga en gallego—. ¿Pero usted cómo se encontró con esa palabra?
—A mí me la regalaron en un momento dado de la novela, que andaba un poco penitente con el título. Para mí el título es fundamental para saber en qué territorio me muevo. Andaba ahí con un título provisional: hasta que no tengo título, no sé el tono, la atmósfera de la novela… Y tenía un título provisional que era El puente perdido, que es una imagen que está muy presente en el libro, que el protagonista ve como una metáfora de su propia vida. Y un día alguien, una persona para mí muy querida, me dijo esta palabra, no como título de nada. Y entonces cuando me la dijo, no sé por qué, sentí que era el título de la novela porque era la palabra que yo andaba buscando sin saber cuál era. Captaba la esencia de esta novela: una reflexión sobre la pasión de escribir y que parte de una idea, que los escritores somos luces que se encienden en la noche para iluminar los sueños propios y los ajenos. Pero pensaba que no era un buen título comercial. De hecho, cuando se lo dije a mis editoras en una comida aquí cerca (estamos en el dos de Sagasta, en Madrid), pensé que iban a poner cara de… Y sin embargo les encantó porque es una palabra muy sugerente. Es en gallego, en portugués también, y para mí es más sugerente y más bonita que luciérnaga. En la traducción es «luz, lumbre», en realidad es «lumbre que vaga». Con lo cual tiene el elemento de la luz que además da calor, como la lumbre, y que vaga. Que los escritores no dejamos de ser un poco vagabundos en la sociedad. Entonces, me pareció perfecta para resumir la novela, que es también lo que resume esta portada, la imagen de un escritor en la noche soñando despierto.
—Muchas de sus novelas transcurren dentro del pueblo y en presente. Y esta es una novela que trata del regreso, de la dureza del regreso, de la dureza de confrontarse con el pasado, de todo eso que es más duro a veces incluso que habitar el presente… (me mira, atento) Ah, y usted me puede rechazar esta teoría o cualquier cosa que yo diga, ¿eh? (se ríe)
—No, qué va. Además, cada lector lee un libro o su propio libro. Un libro no deja de ser un espejo en el que el lector se mira y se refleja, incorpora su propia experiencia vital, su estado de ánimo, lo que piensa de las cosas. Una novela no es igual para todos. Es más, ni siquiera cuando toca leer dos veces un mismo libro, leemos el mismo libro. Hay muchos mimbres en esta novela. Hay una trama de suspense que surgió de manera imprevista, no sé cómo ni cuándo… Con esta novela he estado en total cuatro o cinco años interrumpidos por la pandemia, donde escribí otro librito de primavera extremeña. Entonces, cuando tú vas escribiendo se incorporan cosas que te llegan por azar, que te llegan por casualidad. Los mimbres fundamentales son la historia del personaje principal, ese personaje que acaba de morir y a cuyo funeral regresa el narrador, que fue su discípulo cuando velaba las primeras armas en periódicos, y la historia de los escritores secretos, sobre el escritor que decide silenciarse a sí mismo. Luego hay otro mimbre, que es un reconocimiento personal a todos esos escritores de novelas del quiosco, que yo tanto leí en mi adolescencia y de los que luego supe que no eran personajes cualquiera: la mayoría eran maestros, periodistas, republicanos, incluso algún filósofo, algún ingeniero que estaban depurados en la dictadura y no podían ejercer su oficio. Se ganaban la vida con las novelas. Y nosotros las leíamos con voracidad, muchas generaciones de españoles. También hay una reflexión sobre la vida secreta que todos tenemos. Pero sobre todo lo que hay es una reflexión sobre la actividad que me ha ocupado en mi vida, que es la de escribir. Siempre digo que cada novela es una respuesta a una pregunta. La pregunta a la que responde o intenta responder esta novela es: ¿qué he hecho yo con mi vida? Es una pregunta que todos nos hacemos, escritores y no escritores, a lo largo de nuestras vidas, varias veces. Es una pregunta rara en el caso de alguien como yo, que me dedico a algo tan extraño y tan poco común, porque la mayoría de la gente no ha escrito una sola línea… Entonces la pregunta es qué he hecho con mi vida, por qué he dedicado mi vida a esta pasión, a esta pasión extraña, para algunos superflua, incluso sin ningún interés, y sin embargo, yo le he dedicado mi vida. En la presentación de la novela en el Círculo de Bellas Artes de Madrid hace unos días, Jesús Marchamalo, el periodista y escritor, recordaba una entrevista que le hizo a Delibes, y recordaba que Delibes le comentó: «Tú empiezas a escribir de joven, un día levantas la cabeza del papel y te has hecho viejo».
—Es muy Delibes.
—Es muy Delibes. Bueno, pues es verdad que algo de eso hay. A veces te preguntan «¿Cuándo decidiste dedicarte a escribir?». Y yo nunca decidí dedicarme a escribir, sólo que desde pequeño me recuerdo escribiendo, pero no hubo momento que decidí dedicarme a escribir. Yo es que siempre he escrito, es mi manera de estar en el mundo. Sobre todas esas cosas reflexiona esta novela, también de lo que tú dices, de la vuelta a los lugares en los que somos ya forasteros. No sólo porque los lugares hayan cambiado, sino porque nosotros hemos cambiado también y la gente que vive en esos lugares ha cambiado también. Y aunque nos llamemos igual y nos reconozcamos. El viajero que yo fui decía en El río del olvido, cuando llego a la aldea de mi familia paterna, pues ese viajero que soy yo y no soy yo dice «en el país de la infancia todos somos extranjeros». Eso pasa en todos los lugares en los que viviste y de los que te fuiste, cuando pasa el tiempo, claro.
—Hay muchos paralelismos con El corazón de las tinieblas: hay un río, hay unas mujeres que quieren reconstruir a ese hombre que se perdió a través de ese otro que recorre el río… Y la figura del maestro, ¿usted tuvo maestros? ¿Los tuvo que matar, como al padre? ¿De dónde le sale ese maestro, un poco Kurtz?
—Todos hemos tenido maestros en la vida, más o menos. Maestros en el periodismo, en la literatura o en la vida. Y hay ahí un homenaje a esos maestros que yo he tenido y a los que muchas veces debemos ser como somos: un profesor del instituto, un periodista veterano en el periódico donde empezaste a escribir, un escritor que en un momento dado te dio un consejo… He tenido muchos maestros y les debo mucho a todos. Desde mi padre, que era maestro de profesión, desde mi madre, por supuesto, pero también muchos maestros a lo largo de mi vida y más cercanos a la imagen de la novela. Estoy pensando en el personaje que inspira el origen de la novela, que es el editor Mario Lacruz, que fue el que realmente me dio el arranque en la novela, porque la historia del armario lleno de libros ocultos es real y parte de la vida de Mario Lacruz. Nombraría también a un periodista que fue el que me dio la primera oportunidad, que se llama Manolo Nicolás, que luego dejó el periodismo en un periódico muy efímero en León, cuando yo vivía allí antes de venir a Madrid. Nombraría a Gamoneda, que fue el que me dijo la frase «Vete de aquí, no te quedes». Él, que se quedó: ahí está el doble sentido.
—Esa misma frase, que hay una conexión, me la dijo a mí mi maestro. Mi maestro era, porque falleció este verano, el profesor y poeta Domingo Caballero. Fue además amigo de Gamoneda y me dijo una vez «Vete, ¿qué haces aquí estudiando psicología». O sea que ahí hay algo. Por cierto, Domingo se quedó también.
—De todos modos, Edu, mucha gente nos hemos criado escuchando esa frase desde que eras niño. Sobre todo los que venimos de la España profunda, tus padres enseguida te decían «tú estudia y vete de aquí» porque querían lo mejor para ti y sabían las posibilidades que había en un pueblo o en un sitio pequeño. Esa frase nos ha acompañado mucho a lo largo de la vida. Esta frase tiene más sentido cuando te la dice alguien que no se fue porque en el fondo está proyectando en ti, posiblemente, la vida que no llevó a cabo. Y sé de lo que hablo, en el caso de Gamoneda. Entonces, esa frase es un homenaje a Gamoneda.
—Usted habla en la novela de los hábitos de ese periodismo del XX y lo poco que queda de él. Me acordé mucho de esta canción de 091, ‘Qué fue del siglo XX’. ¿No cree que hay una época, especialmente en el periodismo y en otras cosas seguro, donde ha habido tal salto que se ha convertido en pasado remoto muy rápidamente? Por ejemplo, la imagen del periodista saliendo todas las noches a tomar copas después del cierre. ¡Si las redacciones ya todas cierran a las ocho!
—Tengo la impresión de que todo ha cambiado mucho, como todo el mundo. Pero seguramente es la impresión que han tenido todas las generaciones a lo largo de la historia. No olvides aquello de «hoy los tiempos cambian que es una barbaridad». Hay un mundo antes de Internet y un mundo después de Internet. Hay un mundo antes de la televisión y un mundo después, antes de la radio, de la electricidad. El cambio que hemos experimentado en medio siglo, la gente que estamos viviendo ahora, es un salto de la Edad Media a la posmodernidad tecnológica. Y eso lo hemos vivido sin grandes daños aparentes generaciones de españoles y europeos. Es que yo a veces hecho la vista atrás y hace medio siglo, me acuerdo de un mundo arcaico de campesinos trillando, mis abuelos. Y eso ya parece que no es que forme parte de los años 60 o 70, es que forma parte del siglo XVIII. Y sin embargo, es hace cuatro días. Y eso ha afectado a todas las áreas, al libro, al periodismo, por supuesto, al periodismo que yo conocía, aunque yo he sido siempre un intruso en ese mundo, pero he colaborado y he escrito en un periódico toda mi vida. El periodismo de hoy, desde hace 20 años, no tiene nada que ver. Es otro mundo. Pero en esencia lo que hay que tener claro es que en el fondo sigue siendo lo mismo. Periodismo es gente que le cuenta a otra gente lo que pasa o lo que piensa que pasa. Y la literatura es periodismo hacia el futuro y hacia el pasado, que habla de los grandes temas de la historia de la humanidad. Cambia la apariencia, pero en el fondo la esencia es lo mismo, la literatura, en el periodismo y en todo.
—Creo que la novela, y creo que usted tampoco lo es, no es nostálgica.
—No. A ver, soy nostálgico en sentido de que echo de menos ser joven (nos reímos). Cualquier tiempo pasado fue peor: hay que partir de esa base. Entonces no se puede idealizar algo que era peor que lo que tenemos. A pesar que a veces oyes voces de gente diciendo que nuestros padres vivían mejor que nosotros. Y eso es porque no saben cómo vivían tus padres. El narrador de mi novela no es nostálgico porque vuelve a un lugar del que ya se siente expulsado, se siente extraño, se siente extranjero, por tanto, mal puede idealizar aquel tiempo. Lo único que recuerda con cierta melancolía es que era joven y tenía toda la vida por delante y quería inventar el periodismo y la literatura, como nos ha pasado a todos. Pero fuera de eso, ninguna nostalgia.
—Esa cantidad de novelas que va descubriendo el narrador, que su maestro escribió a escondidas, ¿hay algún argumento suyo inédito que haya utilizado aquí?
—No, son todas pensadas para la novela. A ver, esta es una novela que esconde muchas novelas o embriones de novelas, porque se describen someramente las novelas halladas en el armario de este hombre. Y entonces, ahí hay un ejercicio de imaginación literaria. De entrada, creando los títulos, que a mí es algo que me encanta hacer, a mí me encanta titular. De hecho, hay artículos que he escrito para justificar un título, porque se me ocurre un título y digo «aquí tiene que haber un artículo». Y las novelas, pues las he ido pensando, no sé cómo. La verdad es que tú vas escribiendo y no digo que de forma inocente, pero no vas reflexionando todo lo que haces. Tú empiezas a pensar en lo que has escrito cuando te empiezan a preguntar. Bueno, sabía que este iba a rastrear la vida secreta de su maestro a través, entre otras cosas, aparte de sus amigos y familiares, a través de los libros que había dejado escritos y escondidos, que invitan a pensar que se los ha dejado ocultos, por alguna razón extraña. Y entonces, pues fui inventando argumentos y títulos de esas novelas, incluso de una obra de teatro.
—Las tres vidas de las que habla en Vagalume: la pública, la privada y la secreta.
—La vida secreta la tenemos todos. Todos la tenemos, como dice el personaje, el periodista ya veterano y resabiado, que está por los bares por las noches y habla poco y sentencioso. Es un personaje que a mí me gusta mucho. Todos hemos conocido gente así. Esos periodistas de provincia, y en Madrid, que ya están de vuelta de todo y ya no se esfuerzan ni en argumentar pero sentencian como si dieran hachazos. Dice: «todos tenemos tres vidas». La pública, que es cómo nos ven, cómo nos comportamos en público. Por ejemplo, yo en público soy escritor. La privada, que es en tu círculo cercano: en mi casa yo no soy escritor. Ni con mis amigos. Mi mujer o mi hijo preguntan si voy a ir a comer o avisan que se ha estropeado no sé qué. No me preguntan sobre literatura. Y luego la secreta que todos llevamos dentro, que no necesariamente tiene que ocultar algo prohibido o inconfesable. No, simplemente es ese magma interior del volcán que nunca sale a flote, a veces por falta de capacidad expresiva, que no sabemos cómo contar eso que llevamos dentro. Esa es la vida secreta, la importante y la que nos llevamos a la tumba. Salvo los escritores y los músicos y los pintores porque en lo que estamos hurgando y revolviendo cuando escribimos es en la vida secreta, a lo mejor en la propia. Y por eso todas las novelas son autobiográficas, aunque no hablen para nada de tu vida. Son autobiográficas porque tú estás contando, reflejando el alma del autor. Por eso yo nunca he entendido que los escritores escriban sus memorias. Están tus libros, tus memorias son tus libros porque la materia prima de una novela, de la literatura, es la memoria. Decía Lobo Antunes, el portugués, que la imaginación no es más que la memoria fermentada. Tú vives, incorporas a tu memoria la memoria colectiva, experiencias propias y ajenas, eso fermenta y se produce un vaho, un vapor: la imaginación, que es lo que construye otra realidad que es la literatura. Pero digamos que todo surge de ese magma interior del volcán, que es la memoria.
—Precisamente Domingo Caballero me recordaba siempre que ni la imaginación, ni la improvisación existen fuera de la memoria y la experiencia.
—Claro, de la nada no surge nada.
—La vejez está muy presente en Vagalume. Primero, desde que muere el maestro y, como me dijo otro maestro mío del instituto Alfonso II de Oviedo, Primitivo Cancio, pasas tú a primera fila del pelotón. Y otra cosa que dice un personaje de la novela: que con la muerte vas quedándote sin amigos, así que para qué salir de casa. Como su libro, ¿usted tiene la vejez muy presente?
—No, tampoco es un tema que me obsesione pero sé que voy hacia allá y que estoy más cerca que cuando tenía 40 años. Pero sí hay una reflexión por parte de los personajes, más que sobre la vejez y la decadencia, sobre el final de una novela. La vida es una novela cuyo final sabemos todos. Y a medida que te vas acercando, te empiezas a hacer preguntas que antes no hacías, antes no te hacían. Por ejemplo, la pregunta inicial de qué he hecho yo con mi vida. Cuando ya tienes 68 años como yo, pues ya te lo preguntan más a menudo y te pasa como los personajes: ese pintor que ya se empieza a preguntar cuál será su último cuadro. En fin, preguntas que con 40 años no te haces. Sobre todo hay algo que tú dices de tu maestro que yo podría repetir del mío, de Gamoneda, es el título de un libro suyo, Arden las pérdidas. A medida que van pasando los años y vas viviendo, empiezas a mirar alrededor y ves que hay muchos caídos en la batalla. Que entre la pena y la nada, dice la cita del inicio de mi novela, han elegido la nada y ya no están. Y por eso la novela empieza en un momento de la vida del personaje-narrador que vuelve al funeral, que es cuando toma conciencia de que en su vida ya hay más hacia atrás que hacia adelante y se lo hace saber esa noche el único compañero que queda trabajando en periódico, cuando haciendo repaso a los que no están, dice esa frase con la que empieza la novela: «a partir de una edad todos somos ya supervivientes». Pero no solo físicamente de que falte gente sino mentalmente todos somos supervivientes. Eso también está ahí en la novela.
—Unos personajes que igual pasan más desapercibidos, pero a mí me parecen esenciales: las hijas del maestro muerto. Las hijas que descifran a un padre que creían que conocían.
—Eso nos ha pasado a todos.
—Ese asombro.
—Eso nos ha pasado a todos. A veces los que menos nos conocen son los que tenemos más cerca y los que nosotros menos conocemos son a los que tenemos más cerca. A todos nos ha pasado que empezamos a querer saber más de nuestros padres cuando ya no están y nos arrepentimos de no haber hablado más con ellos. Pero no de saber de su vida, de lo que pensaban de ti, por ejemplo, o de ellos mismos. Y eso te pasa con los amigos, con la gente que va desapareciendo. Pero es la vida, eso forma parte de la vida. En Las lágrimas de San Lorenzo, otra novela mía, el hijo que está en el hospital con el padre que está muriendo, el hijo que ha sido un profesor nómada por Europa, de universidad en universidad, está con el padre y le dice el padre: «Nos pasamos la mitad de la vida perdiendo tiempo y la otra mitad queriendo recuperarlo». Eso es la vida. También sirve la frase de John Lennon que dice: «La vida es eso que pasa mientras hacemos planes para otras cosas». Esa es la paradoja de vivir y es el fermento, la levadura de esta novela: qué he hecho yo con mi vida.
—¿Con sus padres le pasó lo mismo?
—Mi padre era maestro de escuela y a veces, no mucho, hablaba de la guerra que hizo con 19 años, obligado, de estos de la quinta del biberón, que decían. Cuando se ponía a hablar, yo ni puñetero caso. Y ahora me gustaría saber detalle por detalle, pero eso nos pasa a todos. Al final, todos nos vamos con lo más importante de nuestra vida sin haberlo compartido con nadie. La vida secreta sigue siendo secreta cuando desaparecemos. Y esa es la reflexión principal de Vagalume. Ese hombre que los hijos creían que era una luciérnaga porque tenía la luz en la noche y se ponía a escribir novelas de quiosco para mantenerlos. Y que como era gallego pensaban que era un vagalume, una luciérnaga. Bueno, eso es un escritor: una luz que se enciende, una lumbre que se enciende en la noche para iluminar los sueños propios y los de los demás.
¡Me encantó, devoré el artículo!
Me ha encantado el articulo y oirle decir lo que ha contado
Excelente artículo, este me descubrió la palabra vagalume