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El ejercicio de imponer fronteras

El ejercicio de imponer fronteras

Más que una coincidencia

Mientras Lorenzo me cuenta sus avances en la investigación que lo viene ocupando estos últimos meses —prepara un artículo sobre la amistad que mantuvieron Juan Benet y Javier Marías y la influencia que ejerció en los libros del segundo—, mi memoria refresca las lecturas que años atrás hice de ambos y reparo en una coincidencia que ya me llamó la atención entonces y que había olvidado hasta esta noche. Creo recordar que uno y otro se refirieron a la ciudad donde vivo en sendos relatos de los que puedo reseñar algún detalle, pero cuyos títulos y procedencias soy incapaz de concretar. Como no tengo cerca mi biblioteca, recurro por vía telefónica a la sabiduría de Francisco García Pérez —quien, dado su conocimiento enciclopédico del autor y de su obra, podría ser considerado como benetólogo más que como un simple benetiano—, que en un primer momento no acierta a ofrecerme la respuesta que ando buscando, pero me regala en el intento un hallazgo que a mí se me había escapado: en el relato «De lejos» —que apareció originalmente en el volumen Sub rosa, y luego en los Cuentos completos que publicó Alfaguara y más tarde en el tomo En Región, con el que Debolsillo recopiló todas las narraciones breves ambientadas en el territorio arisco y montañoso que terminó por dar sentido a la mayoría del corpus narrativo de Benet— se menciona «un negocio de desguace de barcos en un puerto del Cantábrico» sobre el que no se ofrecen más indicaciones y que bien su autor pudo haber situado en Bilbao, Santander, Avilés o La Coruña, aunque cierto pormenor biográfico permita imaginar que en realidad quiso ubicarlo en la ría de Pravia. Unas horas después, Paco cae en la cuenta y me comunica en un audio de guasap lo que yo mismo puedo confirmar horas después, cuando me pongo a escudriñar los estantes en los que he ido alineando toda mi bibliografía benetiana. En las primeras páginas de «Sub rosa» —el texto que es más una nouvelle que un cuento y que dio en su día título al libro que la contuvo— se dice del capitán don Valentín de Basterra que tuvo una hija «casada y residente en Gijón» que, tras acudir al penal de Santa María para rendir visita a su progenitor, sobre el que pesaba una condena verdaderamente preocupante, «volvió a Gijón sin haber obtenido otra cosa que su consentimiento, ante la promesa de la administración, a un posible traslado a los penales de Santoña o San Carlos, a fin de tenerlo más cerca y hacer más frecuentes y económicas las visitas de su único pariente». Una vez resuelta la primera parte de mi duda, pronto constato que también Javier Marías se refirió en una de sus historias a la misma ciudad. Fue en el relato «Una noche de amor», que en un primer momento formó parte de Mientras ellas duermen y luego se incorporó también a Mala índole: su protagonista comenzaba a recibir cartas de una mujer que ya había mantenido correspondencia con su difunto padre y cuyas misivas llevaban «sellos normales y matasellos de la ciudad de Gijón». La coincidencia es curiosa. Javier Marías no tuvo más relación con Asturias de la meramente circunstancial e ignoro si alguna vez llegó a poner el pie en Gijón. Sí estuvo ligado a ella Benet, que residió en Oviedo durante el periodo que pasó trabajando en el diseño de la línea ferroviaria entre Lugo de Llanera y Villabona —en su vivienda del edificio modernista que se conoce como Cases del Cuitu escribió Nunca llegarás a nada— y también conoció bien los montes asturleoneses durante los años en que ingenió la presa del Porma a la vez que iba configurando las lindes de su mítica Región. Pudo ser casualidad esta irrupción insospechada de Gijón en la narrativa de ambos, pero también pudo tratarse de un guiño consciente o de una suerte de réplica que el discípulo hizo, de manera involuntaria, a su maestro. Éste, en su ensayo «Infidelidad del regreso», se refirió también a «una calle de Gijón que no he vuelto a encontrar por más que la he buscado». Algo de laberíntico habría en sus designios.

En una terraza

"Su cara me resulta familiar desde el principio, pero lo imprevisto del encuentro impide que acierte a ponerle nombre de inmediato"

Me siento en la terraza de un bar para hacer tiempo. Es muy temprano y apenas hay gente en estas latitudes de la ciudad que acostumbran a verse atestadas de transeúntes y vehículos en cuanto alcanza el día sus momentos álgidos. Acaban de servirme el café cuando veo por el rabillo del ojo que alguien se dispone a tomar asiento en la mesa contigua. Giro la cabeza y me encuentro con un hombre de edad más que avanzada, enjuto y encorvado, que con cierta dificultad aparta la silla y se acomoda tras dejar sobre la mesa una bolsa de plástico de cuyo interior sobresalen algunos periódicos del día. Calza unas zapatillas de andar por casa, lo cual me lleva a deducir que vive por aquí cerca, y el camarero se dirige a él con la familiaridad con la que se trata en los bares de barrio a los clientes habituales. Su cara me resulta familiar desde el principio, pero lo imprevisto del encuentro impide que acierte a ponerle nombre de inmediato. Tienen que pasar unos pocos segundos y algún que otro titubeo —¿será de verdad él o se tratará sólo de alguien que se le parece?— para que le adjudique sin asomo de duda la identidad que le corresponde. Me recuerdo entonces a mí mismo con veinticinco años menos, abrigando la gelidez de los inviernos salmantinos con la lectura de El metro de platino iridiado o El héroe de las mansardas de Mansard, y me pregunto qué habría hecho el joven que fui de haberse visto como me veo yo ahora, sentado en la terraza de un café al lado de Álvaro Pombo. La cautela o la experiencia me aconsejan contención. Él se ha pedido un desayuno —café con leche y una pieza de bollería, creo que ensaimada— y lo toma tranquilamente mientras lee la prensa —entre bocado y bocado, sujeta el diario doblado entre las manos y acerca la columna correspondiente a sus ojos miopes—, y probablemente mi irrupción lo obligaría a detener su rutina e iniciar una conversación propiciada más por la cortesía que por el interés. Sin embargo, y por mucho que los años me hayan enseñado que la realidad tiende a deslucir las mejores expectativas, también pienso que sería una deslealtad para aquel joven estudiante que de vez en cuando venía a Madrid con la secreta intención de conocer personalmente a algunos de los escritores a los que admiraba —y tal vez conseguir una dirección postal (aún eran aquéllos tiempos analógicos) e iniciar una tímida correspondencia que al cabo del tiempo derivase en amistad— el enrocarse en el silencio, ahora que el azar me depara una de esas situaciones que él habría querido vivir. Decido optar por la prudencia, pero en el último momento —cuando compruebo que se va haciendo tarde y debo encaminarme hacia el intercambiador si no quiero perder el autobús, cuando ya he cogido la maleta que reposaba a mi lado y me he levantado del asiento y estoy a punto de irme— un impulso repentino me lleva a acercarme a él, que al percatarse de mi presencia me observa con algo parecido a la suspicacia. «Señor Pombo», le digo, «he disfrutado mucho leyendo sus novelas y sólo quiero agradecérselo». Le tiendo la mano y él la estrecha, sus ojos claros sonríen tras los cristales de las lentes y responde: «Muchas gracias». Luego su frágil cuerpo de ochenta y tres años dibuja un escorzo enrevesado, su espalda se contorsiona hacia atrás y las manos empiezan a hurgar en los bolsillos con un cierto apremio e inquietud. Vuelve mi yo del pasado a fantasear con la posibilidad de que esté buscando una tarjeta de visita, un papel donde apuntarme un número de teléfono o una cuenta de correo electrónico para invitarme a establecer contacto, pero la ilusión se desarma pronto. «¿Necesita algo?», le pregunto. «No, tranquilo. Estoy buscando mi tabaco.»

Personas y personajes

Hace unos meses un diario quiso conocer mi opinión acerca de una polémica que causaba cierto revuelo por aquellas fechas y que protagonizaron unas personas que, tras verse reflejadas en los personajes de una novela, optaron por emprender acciones contra su autor en vez de obrar como dictan la lógica y el sentido común, es decir, haciendo oídos sordos y dejando que pasara la tormenta. Dije entonces algo que cualquier lector —y en realidad, cualquier persona mínimamente instruida en los principios más básicos del asunto creativo— sabe bien: que el hecho de que un personaje ficticio se inspire en una persona real no significa que dicho personaje sea la persona a la que toma como referente. Me vienen a la cabeza aquellos días mientras leo Los genios, la novela en la que Jaime Bayly reconstruye o deconstruye la relación controvertida y fluctuante que durante décadas mantuvieron Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, ambos premios Nobel y ambos representantes por antonomasia de la llamada generación del boom, y que los llevó desde la admiración mutua inicial hasta una rara animadversión irreversible. El libro lo ha publicado Galaxia Gutenberg hace bien poco y creo que merece aplauso la valentía de la que tanto la editorial como el autor han hecho gala a la hora de sacar a la luz un libro interesante y divertidísimo en el que se construye sobre cimientos reales una fabulación con nombres propios que vincula cuestiones literarias, amatorias y políticas y en la que nadie sale especialmente bien parado, aunque el retrato del intelectual peruano arroje una imagen mucho más cruda que la del genio de Aracataca. Que todo el mundo aparezca en sus páginas con su nombre y apellidos, que la acción discurra en escenarios reconocibles y se articule a través de situaciones que en una gran mayoría están documentadas, no implica que quede olvidado el pacto de verosimilitud que tácitamente firman autor y lector en cuanto se inicia la lectura: la gracia del juego radica en asumir que lo que se cuenta es real mientras se está contando, aunque pueda serlo o no una vez que se suspende o se concluye la lectura. No está entre nosotros Gabriel García Márquez para dar su opinión al respecto. No tengo noticia de que Mario Vargas Llosa —quien, por otra parte, tanto apoyó a Bayly cuando éste comenzaba su carrera— se haya pronunciado en contra. Él, que tanto ha reflexionado sobre la verdad de las ficciones, sabe que es inútil el ejercicio de imponer fronteras allí donde no podrán existir nunca.

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