La última novela de Mercedes Abad está ambientada en una fábrica de sueños: las escuelas de escritura donde trabaja la protagonista. La autora imagina a una profesora de un taller literario que, fascinada con la novela de una de sus alumnas, decide robarle la autoría. Una novela con toques de humor en la que la barcelonesa reflexiona sobre la pasión —y la angustia— de crear.
En este making of, Mercedes Abad cuenta los orígenes de Escuela de escritura (Tusquets).
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Me temo que este es el making of de un making of, porque Escuela de escritura gira en torno a la creación, un tanto turbia, de una novela imaginaria, titulada Las cenizas de mamá. La idea surgió de una tragedia. Ya lo decía John Cheever: «Trabajamos con nuestro dolor». Mari Chelo, una alumna mía, murió de un infarto. Cuando me enteré me pareció inverosímil, amén de muy doloroso. Cuatro o cinco días antes de su muerte habíamos estado corrigiendo en clase su novela. Ella parecía en plena forma, o tan en forma como siempre. Sabíamos que cuidaba de su anciana madre y de su marido, de salud delicada, porque, por su naturaleza, las clases de la Escola d’Escriptura de l’Ateneu barcelonés fomentan cierta intimidad entre profesores y alumnos. Son tres horas de clase, con una pequeña pausa en medio, y es inevitable que nos vayamos conociendo a lo largo del curso. Las novelas son por otra parte un material sensible donde sus autores «se desnudan» en mayor o menor medida, y no necesariamente porque los proyectos sean autobiográficos, pero siempre nos retratamos a través de lo que escribimos y también por la forma en que encajamos las críticas. Mari Chelo, además, formaba parte de un grupo de fin de proyecto, es decir, que todos nos conocíamos como mínimo desde el curso anterior. Su muerte nos conmocionó. Eso sucedía en el 2019, un año antes del confinamiento.
Aunque la idea de la novela propiamente dicha no surgió hasta el otoño del 2020, supongo que la historia de la muerte de Mari Chelo se quedó en barbecho y fue enraizando dentro de mí, como uno de esos platos que se cocinan lentamente, a baja temperatura, haciendo chup chup en el inconsciente. Hasta que de pronto un día te fulmina un rayo y la idea te deja en ignición. Parece un fogonazo repentino, pero hay todo un largo y oscuro proceso detrás. La inspiración llega de improviso, sí, pero… En cualquier caso, las preguntas de las que surge Escuela de escritura son «¿Qué ocurriría si una alumna muriera dejando tras de sí, inacabada, una novela brillante? ¿No sería tentador soñar con acabar ese proyecto para sacarla del limbo de las ideas inacabadas, o Gabinete de los Abortos, como lo llama quien relata la historia en primera persona? ¿No es una pena que tantas posibles obras maestras se malogren por el camino?». Y ahí empezó todo. Con esos mimbres fui tejiendo una reflexión en clave de thriller sobre la creación literaria, el éxito y el fracaso, la vulnerabilidad del creador, las crispaciones del ego… Si empuño la palabra «thriller» es porque, más allá de la intriga, lo que más me obsesionaba mientras escribía era mantener la tensión narrativa. Aun escribiendo novela, mi ADN es de cuentista, de distancia corta, y la tensión es un elemento irrenunciable. No dejar respirar al lector, agarrarlo del cogote y no soltarlo hasta el final, he ahí el reto supremo para mí.
Como los miembros del grupo OULIPO (las iniciales de Taller de Literatura Potencial en francés), estoy convencida de que ponerte una constricción, o traba, al empezar un relato es un trampolín a la creatividad. En vez de limitarte, esa pequeña dificultad dispara la imaginación. La constricción que me impuse en este caso fue que quien narra la historia en primera persona no tuviera género, que en ningún momento se supiera si es un hombre o una mujer. Me divertía, y me convenía, la idea de un narrador neutro que me permitiría «camuflarme» un poco y distanciarme para construir un personaje distinto de mí, por más que comparta algunos rasgos característicos y hechos reales, empezando por el de impartir clases en una escuela de escritura, el de haber sufrido la muerte repentina de una alumna y el de haber conocido el éxito con un primer libro. Pero, además, me obligaba a estrujarme la sesera literariamente hablando, y eso resultaba muy estimulante. La mayor parte de los adjetivos quedaban prohibidos, por delatores, así que me puse a dieta severa de desesperadas, anonadados, consternadas… Y me lancé en pos de los pocos que no traicionan el género: nunca melancólico, sino triste; ni quieto ni quieta, sino inmóvil; ni loco ni loca, sino majareta. Descubrí, por cierto, que nuestra lengua ofrece un variado catálogo de insultos asexuados: idiota, imbécil, panoli, gilipollas, berzotas… Ese escamotear el género de la persona que narra me aportaba un plus de ambigüedad en una novela ya de por sí ambigua, con mucho claroscuro, en la que casi todos ocultan algo o mienten en algún momento y donde nadie es quien parece ser. Lo curioso es que pocos lectores se dan cuenta de esa «asexualidad» de la voz narrativa. Al contrario, unos imaginan que se trata de un hombre, y otros ven a una mujer. También hay quien ha cambiado de opinión a lo largo de la lectura.
Que la semilla fuera un hecho trágico no convierte esta novela en tragedia ni en drama, dos géneros literarios que no están en mi ADN. Mi género favorito es la tragicomedia, porque no sabría prescindir del humor como contrapunto de lo trágico, y mis iconos literarios son Saki, Wilde, Dorothy Parker, Lucia Berlin… Si escribiera sin recurrir al humor y la ironía, me parecería estar traicionando la esencia de la vida, donde el humor, absurdo o surrealista, irónico o sarcástico, infantil o sofisticado, pero siempre insolente, viene inexorablemente a corromper la tragedia y a mostrarnos lo ridículo y lo insignificante de todo.
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Autora: Mercedes Abad. Título: Escuela de escritura. Editorial: Tusquets. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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