Si pensamos en nuestra librería favorita y nos preguntamos el porqué de su posición privilegiada en nuestro listado de preferencias, probablemente se nos venga a la cabeza aquella en la que atesoramos gloriosos momentos de introspección, conversaciones enriquecedoras y felices hallazgos lectores. Pero Roberto Calasso (1941-2021), que de estas cosas sabía un rato, dejó escrita una regla más prosaica en el pequeño volumen titulado Cómo ordenar una biblioteca (Anagrama, 2021): «La librería ideal es aquella en la que cada vez se compra al menos un libro, y con mucha frecuencia no aquel (o no solo aquel) que se pensaba comprar cuando entramos». Y no sería descabellado añadir que si esto último sucede —permítaseme hacer una pobre y romántica adenda a las palabras de una institución como Calasso— es porque ese lugar, nuestra librería predilecta, desprende un aire mágico, un je ne sais quoi místico que nos reconforta por el mero hecho de pisarlo.
Tatako, una veinteañera de existencia algo gris, sufre una inesperada y dolorosa ruptura sentimental que la lleva a refugiarse en el último lugar que hubiera imaginado: la librería Morisaki, ubicada en el barrio tokiota de Jinbōchō —epicentro capitalino de las editoriales y libros de segunda mano— y regentada por su excéntrico tío Satoru, con el que apenas tiene contacto desde hace años. Y cuando hablo de refugiarse, lo hago tanto en un plano metafórico como literal, porque será allí, entre las desordenadas torres de clásicos nipones, donde Tatako vivirá durante un tiempo, pero también donde aprenderá a reconciliarse con la vida, descubrirá el gusto por la lectura y recuperará la confianza en sí misma; todo gracias al catálogo de personajes entrañables que pueblan el minúsculo ecosistema generado alrededor de la librería de su tío.
Escrita con un estilo neutro a base de capítulos brevísimos, diálogos naturales, pocos adjetivos, escenas cotidianas sin digresiones profundas ni sesudas parrafadas, las apenas ciento cuarenta páginas de Mis días en la librería Morisaki se postulan como una lectura fantástica tanto para sentarse junto a la ventana en un día soleado como para hacerlo en el tren, el autobús o la playa. Pero que su sencillez no nos engañe; la visión intimista y la puesta del foco en las relaciones familiares o de pareja recuerdan a las del director Hirokazu Kore-eda (1962) en muchas de sus obras —Nuestra hermana pequeña (2015) o Después de la tormenta (2016), por ejemplo—, pero sobre todo al oscarizado Ryūsuke Hamaguchi (1978) por la película que puso su nombre en el tablero internacional años antes que Drive My Car (2021): la descomunal Happy Hour (2015), en la que cuatro amigas japonesas en la treintena se replantean sus relaciones de pareja a partir del divorcio de una de ellas. Y, ya que estamos sentimentales, en un plano más ligero también hallaríamos similitudes con Antes de que se enfríe el café (2021), de Toshikazu Kawaguchi (1971) —llevada al cine en 2018—, donde una taza caliente y una cafetería tranquila nos permiten volver atrás en el tiempo y pronunciar aquello que no pudimos, o viajar al futuro para comprobar nuestro destino.
La premisa de Yagisawa es que nos dejemos mecer por la suave brisa que emana de sus páginas: obras como Mis días en la librería Morisaki sirven para dar —y darnos— otra oportunidad, equivalen a tomarse una píldora de optimismo con apenas contraindicaciones. Una excusa con la que obligar a que sea el mundo —y no nosotros— quien frene, aunque sea por un rato. Y es que, en última instancia, un libro, una librería incluso, no son sino eso: plegarias silenciosas con las que aspiramos a otros caminos.
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Autor: Satoshi Yagisawa. Título: Mis días en la librería Morisaki. Traductora: Estefanía Asins. Editorial: Urano. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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