Todo periódico, en cuanto que ser vivo, merece una biografía. La historia de un diario la conforman, sumadas, las biografías de directivos y redactores durante el tiempo que se dejaron su vida en él; la de los técnicos —en el pasado, linotipistas, correctores, operarios de rotativa, hoy programadores, desarrolladores, ingenieros …—, secretarias, recepcionistas, administradores y, por supuesto, la de sus lectores. La historia de un medio de comunicación es también la historia de la comunidad en la que se publica, en este caso la española en una época trepidante: el final del franquismo y el nacimiento de la democracia.
No he podido dejar de leer el libro de Fernández Úbeda como si se tratara de mi propia biografía. No porque haya trabajado en el diario, sino porque he estado vinculado a él como lector durante cinco años, como periodista de la competencia durante otros cuatro, y durante mucho tiempo como compañero o colega en otros medios de muchos de sus artífices.
Entre 1974 y 1980, en Pamplona, recibíamos el Pueblo del día anterior. Pese al retraso —debido a las deficientes comunicaciones de la época—, por su carácter de vespertino, era el primer periódico de Madrid que llegaba al quiosco de la librería Leoz, en la Plaza del Castillo. La visita diaria al expositor de Leoz resultaba obligada. Mi padre era lector empedernido de la cabecera y me hacía comprarlo antes de volver a casa. Estudiante de periodismo, me divertían los titulares exagerados. Me hacían soñar las crónicas de los mejores enviados especiales de la época: desde Juan Tallón a Tico Medina, pasando por el jovencísimo Pérez- Reverte. Y creía encontrar claves ocultas —entonces se leía entre líneas— en los artículos de maestros del columnismo, como el inolvidable Pedro Rodríguez, quien creo recordar que inventó las negritas antes de que las utilizara Umbral.
Debo confesar que, en aquel tiempo, Pueblo me producía cierto recelo por tratarse de un periódico del Sindicato Vertical franquista, es decir, de la dictadura. Suspicacia que me costó más de una discusión con mi padre, quien defendía que era el más fiable de todos los periódicos, precisamente por ser del sindicato. Claro que mi padre era un gran admirador de su mítico director Emilio Romero. Durante años, insistió sin éxito en que me leyera su novela La paz empieza nunca, ganadora del Planeta en 1957. Nunca llegué a leerlo, pero conozco la historia de memoria por la cantidad de veces que me la contó.
Ya como periodista en el Diario 16 de Pedro J. Ramírez —gran detractor de todo lo que sonara a franquismo—, era obligado estar muy al tanto de lo que publicaba el vespertino Pueblo, ya que el nuevo periódico tenía un pionero sistema de actualización continua, con múltiples ediciones, incluida una de la tarde.
Se me ha quedado grabado el encendido debate que se produjo en la redacción el miércoles 16 de mayo de 1984. Había llegado la noticia de que el Gobierno de Felipe González, coincidiendo con su pretensión de deshacerse de los llamados Medios de Comunicación Social del Estado, había decidido el cierre de Pueblo. El debate consistía en si debíamos hacer un obituario del periódico fenecido, como proponía el director. Algunos, los más jóvenes entonces, éramos partidarios de publicarlo, pero un amplio sector de la redacción —muchos habían trabajado en el diario de la calle Huertas— alegaban que resultaba ofensivo para sus trabajadores, que se quedaban en el paro, y que podría tomarse más como una chanza que como un homenaje fúnebre. Defendían que lo más digno era publicar una información aséptica. Al final, se publicó el obituario y aún hoy estoy convencido que era el mejor homenaje que podíamos hacer a la histórica cabecera, darle el mismo tratamiento que se da a los seres humanos.
Muchos de los protagonistas de Nido de piratas acabaron en la redacción de Diario 16. El periodista deportivo Paco Yagüe y el gran reportero de sucesos Francisco Pérez Abellán mantuvieron en el nuevo periódico la costumbre, traída de la calle Huertas, de bromear sobre la honorabilidad de sus madres. Carmen Rigalt —primero en el diario de San Romualdo y luego en El Mundo— continuó escribiendo sus sabrosas crónicas rosas. Juan Posada —junto con el gran Barquerito— se encargó de la crónica taurina. Luis Carandell, como columnista, y Dámaso Santos, como crítico literario, aportaron su sabiduría cada uno en sus ámbitos.
Ya en los años 90 y en El Mundo, con Máximo Garrido al frente de la rotativa nos desesperamos con las continuas roturas de papel y las onerosas pérdidas de los correos. La abogada Cristina Peña nos sacó de los múltiples enredos judiciales. Un jovencísimo Manu Marlasca, criado en la redacción de Huertas, nos aportó sus habilidades en el proceloso mundo de los sucesos. Julia Navarro nos ofreció más de una exclusiva política. Andrés Aberasturi engrosó nuestro amplio abanico de columnistas. Y, cómo no, el Raúl del Pozo, fundamental en la historia de Pueblo, se convirtió en estandarte del periódico del que aún sigue siendo buque insignia.
En un tiempo en el que la revolución digital parece haber borrado de la historia todo el trabajo anterior, todavía queda mucho que aprender de aquel periodismo que revive Jesús Fernández Úbeda en su Nido de piratas. No se trata sólo de una crónica nostálgica de un tiempo que ya no volverá, que también. Se trata de conocer cómo resolvieron los muchos problemas que esta profesión aún hoy depara: desde cómo lidiar con la censura hasta cómo culebrear para conseguir una exclusiva, pasando por cómo sortear la precariedad, que también entonces se padecía, a base de ingenio.
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Autor: Jesús Fernández Úbeda. Título: Nido de piratas. Editorial: Debate. Venta: Todostuslibros
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