Otro 31 de mayo, el de 1996, hace hoy 26 años, Timothy Leary ascendió al último nivel de la conciencia a consecuencia de un cáncer de próstata. Así pues, sus restos mortales se elevaron al espacio exterior a bordo del Celestis 01. El gran apologeta de los alucinógenos quiso que su cadáver fuera de los primeros en morar en las regiones relativamente vacías del universo y así lo dejó dispuesto cuando supo que lo inevitable se aproximaba a pasos agigantados. Tal y como escribió él mismo en el primer bardo de su interpretación de El libro tibetano de los muertos, un día como hoy, en una suerte de transporte, llegó allí donde “el tiempo camina hacia ti para buscarte nuevos planos de la realidad. / Tu ego y tu nombre están en el juego de acabar. / Estás poniéndote enfrente de la Luz Clara”. Esa luz clara que dicen nos aguarda a todos tras el último trance.
Aunque Charles Mingus, uno de los grandes del jazz de todos los tiempos fue el encargado de la música del enlace, el matrimonio duró apenas unos meses que se fueron entre 1964 y 1965. Eso sí, se separaron con tan buen rollo entre ellos, que en 1970, cuando Nena alumbró su segundo vástago con su segundo marido, el prestigioso escritor Robert Thurman, pidió a Timothy que fuera el padrino de la pequeña Uma, la futura actriz. Entonces todo era estupendo.
Para Leary habría de dejar de serlo cuando Richard Nixon, el 37º presidente de Estados Unidos —al que acabaría echando la prensa por sus procedimientos—, declaró que Timothy Leary era “el hombre más peligroso de Norteamérica”.
Pero no adelantemos acontecimientos. Nacido en Springfield (Massachusetts) en 1920, su expediente académico nos habla de un estudiante borracho y mujeriego. Sí señor, Timothy Leary apuntaba maneras desde el principio. Fue expulsado de West Point por contrabandear con licores y no estaba hecho, desde luego, para las academias militares. Obedeciendo a una antigua vocación infantil, el joven Timothy acabó cursando estudios de psicología en Berkeley, la universidad de California que habría de encabezar esa contestación juvenil de finales de los años 60. En buena medida, aquel espíritu de Bekerley también contribuyó a hacer del apóstol de la psicodelia ese “hombre más peligroso de Norteamérica”.
Su actividad profesional comenzó como podría haberlo hecho la de cualquier psicólogo inofensivo para su país. Empleado como ayudante del psiquiatra Harry Stack Sullivan y la psicoanalista Karen Horney, el joven doctor Leary se especializó en el diagnóstico de patrones y desórdenes de la personalidad. Respecto a aquellos años, él mismo habría de recordarse como “un empleado institucional anónimo, que acudía en coche al trabajo cada mañana en una larga fila de automóviles, y conducía a casa cada noche para beber Martinis… como uno de los muchos millones de robots de clase media, liberales e intelectuales que hay”.
La cosa cambió tras el suicidio de Marianne, su primera esposa, en 1955. Ese mismo año fue nombrado director de investigaciones psicológicas en la Fundación Káiser. Paralelamente, comienza a pronunciar conferencias en Europa: Dinamarca, Italia, incluso en aquella España de finales de los años 50, aparentemente tan ajena a la psicología.
Ya en Harvard, parece ser que supo por primera vez de los hongos alucinógenos cuando un colega de aquel campus, Anthony Russo, le habló de las sustancias enteógenas contenidas en el cactus peyote. Lo que sí está documentado es su primera ingesta de peyote. Fue en agosto de 1963, durante un viaje a Cuernavaca. Allí, en la misma ciudad que casi 30 años antes había servido de telón de fondo a la degeneración del gran Malcolm Lowry, el ya profesor Leary probó por primera vez el Teonanácatl —o carne de dios—, el hongo utilizado por los indígenas mazatecos en sus rituales.
“La experiencia psicodélica es un viaje a nuevas esferas de la conciencia sin límites. Pero su rasgo característico es la trascendencia de conceptos verbales, de las dimensiones de espacio y tiempo, y del ego o la identidad”, sostendrá el profesor Leary en 1964, respecto a aquella primera vez que traspasó las puertas de la percepción, en The Psychedelic Experience: A Manual Based on the Tibetan Book of the Dead. Texto ajeno a esa interpretación de El libro tibetano de los muertos citada anteriormente, este segundo fue escrito junto al también psicólogo Ralph Metzner y el maestro espiritual Richard Alpert. No en vano, está dedicado a Aldous Huxley, todo un precursor en estos transportes.
Unos meses antes de la publicación, aún en 1963, el profesor Leary fue expulsado de Harvard por invitar a la experimentación con mescalina, el principal alcaloide del peyote, a sus alumnos y a sus compañeros en el claustro de profesores. Con la ley topó por primera vez a finales de 1965, cuando declaró que era suya la marihuana que le fue aprehendida a su hija al volver de un viaje a México. Le cayeron 30 años de cárcel, 30.000 dólares de multa y la obligación de someterse a un tratamiento psiquiátrico. Alegó y quedó libre.
En septiembre de 1966 intentó poner en marcha la Liga para el Descubrimiento Espiritual: su objeto no era otro que hacer del LSD 25 su sacramento. Fue inútil: un mes después, el ácido lisérgico era declarado ilegal en los Estados Unidos. En enero del 67 pronunció su más famosa frase: “Entrégate, sintoniza y déjate llevar”. Ése era el camino que seguir. A decir del ya exprofesor Leary, fue una recomendación del filósofo canadiense Marshall McLuhan, que le aconsejó crear un latiguillo para dar a conocer sus transportes. Ese mismo año, cuando lo de la entrega y la sintonización se popularizó en el llamado Verano del Amor de San Francisco —en opinión de algunos el nacimiento de la contracultura—, se convirtió en una de las máximas del hipismo. Como habría de serlo algunos meses después, ya en París, el célebre “Fait l’amour et non la guerre”. Todo era buen rollito. El flower power auténtico. Fue entonces cuando trabó amistad con los futuros padres de la dulce Winona, hippies de los de verdad, de los primeros. Se dice que todos los invitados a la nueva boda del doctor Leary estaban en un estado superior de la conciencia. Pero no tardaron en volver los problemas con la policía.
En el 68, Timothy Leary volvió a ser detenido por posesión de marihuana. En el 69, cuando se le absolvió de una de sus condenas, formalizó su candidatura como gobernador de California en competencia con Ronald Reagan. Todo debió de parecerle como un viaje con ácido lisérgico hasta que en 1970 se vio de nuevo en la cárcel, con una condena en firme de diez años. Así que decidió escapar y huir a Argelia con unos miembros de los black panthers. De Argelia pasó a Suiza. De todo ello dio cuenta en Confesiones de un adicto a la esperanza, que en 1978 conoció una edición española —para deleite de los freaks autóctonos— con el sello de Producciones Editoriales.
Timothy Leary fue amnistiado en 1976. Al final era un viejecito afable que se hacía fotos junto a Allen Ginsberg y los supervivientes de su tiempo cuando, un día como hoy, su último transporte le llevó a las páginas de El libro tibetano de los muertos. Así se escribe la historia.
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