Una mujer. Un fantasma. Una ilusión. Beatriz. Inspiración y musa. La mujer que Dante inventó para llenar su corazón y a la cual el escritor interpela en su Comedia: «Beatriz, guíame hacia el Paraíso, ya que Virgilio ya cumplió su misión». El autor florentino viajó del infierno a la gloría, y la historia que imaginó, preso de ese amor, sigue viva tantos siglos después en otros libros, en la cabeza de otros novelistas, en las nuestras. Cuando Miguel Barrero llegó a Argentina —sin tiempo para desperezar el jet lag— se dio de bruces con el palacio Barolo, una construcción inspirada en la obra magna de Alighieri; cruzó el río de la Plata y encontró al gemelo del edificio bonaerense, el palacio Salvo; y después de ese purgatorio, llegó a los bosques de la Toscana, los mismos en los que Dante vivió su exilio, y allí puso el punto final a su obra, La otra orilla (Galaxia Gutenberg, 2023). Cuentan que cuando se disponía a enviar el manuscrito a la editorial, en el preciso momento de pulsar la tecla «entrar», la habitación se quedó a oscuras, Barrero se acercó a la ventana y entre tanta negrura divisó un haz de luz que enfocaba a una preciosa joven de vestido carmesí. Puede que fuese Beatriz, quizás; de Virgilio no había ni rastro, eso seguro.
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—En el libro anterior, Pessoa, y en este, Dante. ¿A usted solo le gusta la caza mayor?
—(Risas) Los dos libros nacieron por casualidad, sin que yo tuviera la menor intención de escribir nada sobre estos dos autores. Sí que es cierto que, aunque son dos libros muy distintos, los dos usan a sendas figuras ilustres, casi mitológicas, de la literatura universal para reflexionar acerca del modo en que nos construimos ante nosotros mismos y ante los demás. Las personas siempre nos inventamos subterfugios a través de los cuales nos mostramos o nos ocultamos en función de lo que nos convenga más.
—¿Cómo ha sido el proceso de investigación sobre Dante y la Divina comedia?
—Como comentaba, la novela surgió de casualidad. En septiembre de 2019 viajé a Sudamérica porque me incluyeron en un programa de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID) que se llamaba «10 de 30», que consistía en que durante tres años iban a seleccionar a diez escritores, entre treinta y cuarenta años, como nombres representativos de la de la nueva narrativa española, y teníamos que ir cada uno a un lugar distinto de Latinoamérica a impartir talleres de escritura. Yo llegué a Buenos Aires en septiembre, y ese primer día quedé allí con un amigo para ir a una cena que me ofrecían en el Centro Asturiano de esa ciudad. Como quedamos con tiempo, me llevó a ver un edificio que me dijo que tenía relación con la Divina Comedia. Yo me imaginé una casa con alguna pintura mural alusiva o algo así. Cuando llegamos a la avenida de Mayo, me encontré con el palacio Barolo, entré en su vestíbulo y me quedé muy impresionado. A partir de ese día, durante el resto del tiempo que pasé en Buenos Aires, siempre que tenía unas horas libres me escapaba a ver el Barolo. Leí acerca de su historia, me enteré de que en Buenos Aires había una plaza Dante, en el barrio de la Recoleta, y descubrí que uno de los primeros traductores de la Comedia al español había sido un presidente de Argentina, Bartolomé Mitre. Todo eso explotó cuando el último día de mi estancia en Argentina, paseando con Eduardo Goldman por Palermo, me encontré con un busto de Dante. Esa misma noche viajaba a Montevideo, y allí me encontré con un edificio que era una réplica casi exacta del Barolo en la orilla opuesta del río de la Plata. En ese momento, se me ocurrió que ahí había una novela. En Uruguay estaba ya el embrión de la obra en mi cabeza, aunque, como siempre me pasa, no sabía exactamente adónde quería llegar con esa idea.
—La historia del arquitecto del Barolo, Mario Palanti, da para otra novela.
—Sí. La suya es una historia muy rocambolesca. Estuve hace poco en una residencia literaria, al lado de Florencia, donde terminé de corregir la novela. Allí conocí a gente muy vinculada al mundo de la cultura y de las instituciones culturales españolas, y también del sector editorial de Roma, y todos se sorprendían cuando les contaba la historia del Barolo. De hecho, no hay mucha gente en Buenos Aires que la conozca de una forma pormenorizada. Y sí que es cierto que su arquitecto, Palanti, es todo un personaje de novela. Me sorprendió que no encontré ningún libro sobre el tema cuando a mí me parecía apasionante esa herencia cultural que alumbró una locura de ese tipo.
—Palanti acabó primero enamorado del fascismo y luego devorado por él.
—Toda la admiración que Palanti dice sentir hacia Dante es, en realidad, una especie de sublimación sofisticada del nacionalismo más exaltado. Eso le hizo volver a Italia, instalarse en la capital y ofrecerse como arquitecto a Mussolini, al que planteó el diseño de una nueva Roma. Al final terminó huyendo y no pudo llevar a cabo su proyecto.
—El libro empieza confrontando realidad y ficción. El narrador y protagonista de su obra afirma: «La ficción miente, pero no engaña». ¿Está de acuerdo con esta sentencia?
—Buena parte de la razón de ser de la ficción está en esa especie de axioma. La ficción es una forma de conferir un orden a la realidad para entenderla, o por lo menos que nos resulte más inteligible. Escribir es siempre un intento de poner orden en el caos, de buscar una lógica a cosas que seguramente no la tengan. Esa frase puede encontrar su lógica en el propio Dante, que fue uno de los grandes autoficcionadores. Ahora que está de moda este género, vemos que la Comedia de Dante era pura autoficción. Dante se inventa a sí mismo, se inventa una relación amorosa que nunca existió y se inventa un viaje por el infierno, el purgatorio y el paraíso. Y a través de ese viaje Dante deja constancia de quién es, de cómo piensa, de cómo ve el mundo y de cómo era su época.
—Vamos con Beatriz. ¿Por qué ha trascendido de esa forma tan potente esa historia de amor y sigue siendo referenciada tantos siglos después?
—En primer lugar porque es una historia que entronca con el famoso tópico, del que también escribió Quevedo: el amor más poderoso que la muerte. Y en segundo lugar porque Dante, a partir de esa esa búsqueda de un amor que no fue —pero que él no dice en ningún momento que no hubiera sido— por el más allá, traza un verdadero atlas de la condición humana. Por ese motivo esta obra es una de las piezas claves de la literatura universal.
—En esta obra, igual que Dante en su libro, usted además de autor se intuye como personaje. ¿Le ha resultado complicada esta exposición?
—No. Yo quería que la novela tuviese una experiencia propia y poner de manifiesto un juego entre la realidad y la ficción, el mismo que seguramente, sin ser conscientes, practicamos cuando ficcionamos sobre nuestra propia vida. Es algo que siempre hemos hecho, pero que es más evidente desde el éxito de las redes sociales. Proyectamos una imagen que no es la nuestra, sino la de un personaje que creamos. Y esto me parecía muy interesante porque es lo que hace Dante en la Comedia, mostrarse ante la posteridad de la forma que él quiere que lo recuerden.
—Su libro es una reivindicación de un clásico de la literatura y de un autor universal, algo romántico en nuestros tiempos. ¿Es una batalla perdida la de la gran literatura?
—No soy especialmente pesimista en este aspecto. Cuando yo era estudiante —hice el BUP—, creo que no había más de cinco personas en mi clase que leyésemos de una manera más o menos asidua. Y te estoy hablando de los años 90. Tampoco leía en mi juventud como lo hago ahora. Con 15 años no había leído la Comedia ni el Quijote y no tenía la menor intención de hacerlo. Cada periodo de la vida tiene su afán. La Divina Comedia va a estar siempre ahí, porque las grandes obras, los clásicos universales, lo acaban impregnado todo. La Comedia es tan importante que el concepto que se tiene del infierno es el que imagina Dante; la iglesia se apropia de él. Este libro trasciende los límites del papel, igual que lo hace el Quijote. Hay gente que nunca ha leído la obra de Cervantes y sabe de qué va y qué significa. No es fácil olvidar las grandes obras de la literatura.
—Como no podía ser de otra forma, al estar ambientado en Buenos Aires, el libro tiene un tono borgiano: el alter ego, los laberintos, esa «ficción colonizada por la realidad» que decía Piglia que tiene la prosa de Borges…
—No se menciona a Borges en la obra porque me parecía muy tópico que apareciese en una novela de un escritor español que viaja a Argentina. Un amigo me hizo una crítica que me gustó mucho, me dijo que no era el Buenos Aires que él conocía por los libros, era una ciudad distinta. El único guiño borgiano, que para un lector de Borges es muy evidente, es el nombre del teatro donde canta Bárbara Soto, la Casa de Asterión.
—Hablemos de Bárbara Soto, uno de los personajes importantes de la novela. Para darle voz recibió ayuda de una escritora argentina, Tatiana Goransky.
—Tatiana es escritora y también cantante. La conocí hace años en la Semana Negra de Gijón. Cuando fui a Buenos Aires le escribí para vernos, pero fue imposible. Ella estaba mudándose en aquel momento y no encontraba un hueco para quedar, pero me iba enviando notas de voz y se convirtió en una presencia fantasmal, una sombra que siempre estaba presente sin estarlo, durante aquellos días en Argentina. Cuando comencé a escribir la novela y Bárbara Soto cobró forma entendí que los personajes argentinos debían tener una voz de aquel país. Como no me veía capaz de lograrlo le pedí a Tatiana ayuda para «doblar» a Bárbara. Eduardo Goldman hizo lo propio con los protagonistas masculinos.
—En el libro hay referencias literarias, como hemos comentado, e incluso una usurpación de un texto de Óscar Esquivias, Inquietud en el paraíso, permitida por el autor burgalés.
—Sí, es algo muy curioso, porque leí esa novela —maravillosa— un mes antes de irme a Buenos Aires. Se trata de una obra que también toca el tema de Dante, y cuando estaba pensando en mi novela se me ocurrió que lo que Óscar cuenta en su libro podía pasar a formar parte del mío. Le pedí permiso para usar a uno de sus personajes y me contestó que le parecía estupendo.
—Su libro está lleno de impostores. Es una figura que nos fascina en la ficción.
—Nos fascina porque, en mayor o menor medida, todos somos un poco impostores. Todos nos ocupamos de disfrazarnos en nuestro día a día. Hay quien lo sabe hacer con más descaro que otras. La imposta, ese disfraz que usamos, forma parte de la propia condición humana. Por eso hay un carnaval, cuando tenemos la posibilidad de ser otro. Eso es algo con lo que fantaseamos en muchos momentos de nuestra vida. En el fondo la literatura consiste un poco en eso, en asomarnos a tantas vidas posibles, a tantos mundos posibles, que no son los nuestros, pero en los que nos gustaría instalarnos de una forma puntual.
—En esta historia aparece también un tema que da mucho juego literario: la emigración frustrada y esa doble vida del que abandonó su tierra durante un tiempo y luego volvió derrotado.
—Sí. Yo quería contraponer la historia de Luis Barolo —el magnate textil que llega a la Argentina en la primera oleada de emigración italiana y que se hace allí todavía más rico de lo que ya era, que monta un imperio y manda construir el palacio Barolo— con la figura del emigrante que no tiene suerte, que fracasa en su lugar de destino y que llega un momento en el cual solo puede aspirar a reunir el dinero suficiente para un billete de vuelta. Mientras escribía la novela, cuando ya esta historia del emigrante fracasado formaba parte del libro, vi una exposición en la cual se contaba una historia que me pareció muy emotiva, la de los emigrantes que mentían a su familia —les mandaban cartas en las que decían que todo iba muy bien y que estaban ganando mucho dinero— y terminaban volviendo pobres. Cuando regresaban y sus familias les preguntaban por el dinero que habían ganado, les contaban que lo llevaban en una maleta y en el barco de regreso se les había caído el agua. Esta era una excusa muy repetida. Era la manera que tenían de justificar su pobreza sin humillarse, sin reconocer que habían fracasado. Siempre se habla de los que triunfaron, pero pocas veces se hace de los que fracasaron, que fueron la mayoría. Hay un factor en estos casos que no se suele tener en cuenta, la suerte. Yo quería contraponer esas dos historias, la del triunfador Luis Barolo, y la del emigrante fracasado, que no consigue hacer fortuna y tampoco logra tener en Argentina la vida que hubiera querido, que regresa a España humillado y tiene que empezar de nuevo como si esos cuatro o cinco años no hubiesen existido.
—Terminamos. ¿Qué autor universal caerá en sus garras para la siguiente novela?
—(Reímos) No lo sé. Siento mucha admiración por la gente que es capaz de planificar trilogías, tetralogías… Yo soy incapaz de pensar en un libro más allá del que estoy escribiendo, porque cuanto más escribo más dudas tengo sobre mi capacidad como autor.
Bueno, decir que el amor de Dante por Beatriz nunca existió es no creer en el amor romántico, ser seguranente un materalista estricto, quizás incluso del materialismo marxista. Si algo conmueve de Dante y de su Divina es precisamente el amor etéreo por Beatriz, real e históricajente existente. Y ello está dentro de la tradición amor cortés del siglo XII y que luego se prolonga hasta el romanticismo. Fuertes desengaños devenidos de la forma actual de vida hace ser descreidos respecto al amor romántico. Poca poesía y poca épica resisten hoy el embate materialista y posmoderno. Tristeza enorme de quien no haya experimentado algo así, al menos una vez…
Respecto a la irrealidad de sus paseos por el infierno, el purgatorio y el paraiso, decir que a mi me perecen reales, de una realidad vívida y de un paseo por la sociedad y la política de aquel tiempo y, quizás, de este también. Retrato impagable de formas de vida, vicios, sociedad corrupta de las élites. Realidad. Obra maestra. Una ficción o autoficción muy real, dirìa yo.
Preguntarle también al sr. Barrero si en su paseo por el infierno no se ha encontrado con el ínclito Sánchez al que tanto alaba en su función de agiógrafo.
Pero, como me interesa Dante y la lectura es un vicio, leeré este libro.