Europa, ¿otoño o primavera? es el nuevo libro de Zenda. Un ensayo en el cual diplomáticos, periodistas, profesores, estudiosos, científicos e historiadores han expresado sus puntos de vista acerca de Europa.
A continuación reproducimos ‘Reivindicación de la Europa menopáusica’, el texto escrito por Cristina Manzano para esta obra.
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Desde la crisis económico-financiera de 2008, en España cambió el relato sobre la Unión Europea. A partir de ese momento cayó el entusiasmo un tanto ingenuo, un tanto acrítico, un tanto desinformado de lo que significaba el proyecto comunitario, en general, y para nuestro país en particular. Se desinfló el europeísmo naif con el que convivíamos. Ya se podía criticar a Bruselas y lo que de ella salía. Hasta entonces, todo lo relacionado con la Unión parecía primavera, desde ahí pasó más bien a ser otoño. En otros países la desafección había ido llegando de modo paulatino.
Mi definición favorita en estos momentos sería la de una Europa menopáusica —tal vez por una cuestión vital del proyecto europeo, no la mía, que también—. Y ojo. No se confundan. Dejen de lado esa idea misógina y antigua de mujeres histéricas que han perdido el sentido procreador de su existencia. La menopausia ya no es un tema vergonzante, del que nadie se atreve a hablar. Todo lo contrario. ¿Acaso los 50 no son los nuevos 30; los 60 los nuevos 40?
Sí, serán los nuevos 30 o 40, pero con mucha más seguridad y confianza en una misma. Con mayor serenidad también. Es esa Europa que después del sofoco inicial en el arranque de la pandemia, con un sálvese quien pueda nacional, supo reaccionar buscando el beneficio común. Es verdad que en la memoria estaban todavía muy presentes las secuelas de la mala y desigual gestión de la crisis del euro. En la del coronavirus, la respuesta conjunta se dio primero en la búsqueda de suministros sanitarios y vacunas. No fue demasiado ágil; es lo que tienen el volumen y la edad. Parecía que otros, como el díscolo Reino Unido, se estaban aprovechando de su juego individual con las fuerzas del mercado. Pero al final la apuesta de Bruselas resultó más eficaz, más equitativa y más sostenible. Más tarde llegó la revolución, tranquila, eso sí, que ha supuesto el plan Next-Generation EU y su embrionaria mutualización de la deuda, hasta hace no mucho asunto innombrable para Alemania.
Es esa misma serenidad, con firmeza, la que ha marcado la respuesta ante la invasión rusa de Ucrania. Un sentido de la unidad que ha pillado por sorpresa a propios y a extraños, empezando por una Rusia que no esperaba demasiado de una Europa que veía caduca, dependiente y vacilante. Una inesperada sororidad basada en la solidaridad y en la convicción de la defensa de los principios y los valores sobre los que se ha ido construyendo el proyecto europeo y que en este caso —no siempre ha sido así— alcanza también a los que, como Ucrania, aspiran a formar parte de él.
En ese viaje se ha reencontrado con un antiguo compañero, Estados Unidos, después de algunos años de abrupta separación. Siempre es una alegría retomar viejas amistades; revitalizar alianzas perdidas, recordar y reforzar aquello que nos une. Pero ahí la edad y la experiencia deben entrar también en juego. No se puede volver a caer en relaciones de dependencia. Como muy bien saben millones de mujeres en todo el mundo, es fácil de decir, no tanto de hacerlo realidad. La madura Europa tiende a menudo a caer en la complacencia, a postergar decisiones vitales para su futuro. Parece empeñada en practicar aquello de que “se haría en las crisis”, como vaticinó Jean Monnet, uno de los padres fundadores de lo que hoy es la Unión. El conflicto en Ucrania ha vuelto a echar a la UE en los brazos de la seguridad americana bajo el manto de la OTAN, como quedó escenificado en la Cumbre celebrada en Madrid, en junio de 2022, la del reencuentro y la de la presentación de un nuevo Concepto Estratégico que guiará sus pasos en los próximos años. Aunque no se trata solo de seguridad. La guerra también ha acrecentado la dependencia energética europea de Estados Unidos, con un notable incremento de las ventas de gas licuado americano.
Sería un error no seguir profundizando en lo que se ha bautizado en la jerga comunitaria como autonomía estratégica. Empezó como un debate sobre la seguridad y la defensa, alentado después, en buena medida, por el desdén de Donald Trump a las viejas alianzas. Algo se ha avanzado hacia un trabajo comunitario en investigación en este campo, pero una idea cercana a una unión de la defensa está aún muy lejos de materializarse. Los sucesivos anuncios nacionales de mayor gasto militar provocados por la invasión rusa de Ucrania no han llevado a una conversación seria sobre la necesidad de coordinar tanto el gasto como las capacidades de cada país, con el fin de invertir mejor y, sobre todo, ganar en eficacia.
Por otra parte, el concepto de autonomía estratégica ha ido ganando amplitud y profundidad con los años; el coronavirus lo extendió rápidamente al ámbito sanitario. “Nos hemos dado cuenta de que no producimos en Europa ni un solo gramo de paracetamol”, afirmó en el arranque de la pandemia Josep Borrell, Alto Representante para la Política Exterior y de Seguridad Común de la UE. ¿Alguien había definido alguna vez el paracetamol como estratégico? Ahora la idea de autonomía estratégica cubre también el campo energético. Han sido décadas de no querer ver los riesgos del gas abundante y barato que venía de Rusia, tanto por lo que suponía depender principalmente de un proveedor como por la naturaleza macarra de su líder. Los beneficios eran demasiado altos y las exportaciones iban demasiado bien como para pararse a pensar en qué podía ir mal. Se ha roto el tabú y la posibilidad de una Unión de la energía —tanto tiempo discutida, tantas veces pospuesta— es más real que nunca; también el salto exponencial hacia energías renovables, aunque no puedan cubrir toda la demanda.
Igual de estratégico, o más, es el acceso a la tecnología. Los grandes desarrollos de las últimas décadas han venido impulsados por empresas estadounidenses y asiáticas. Nos dormimos en los laureles de las ventajas de la globalización y la especialización y ahora nos lamentamos de no contar con ninguna de las grandes que dominan el panorama global. Hemos sido muy buenos en tratar de regular lo que otros hacen, en tratar de definir cuáles deben ser los límites para cuestiones como la privacidad, o el uso de los datos, que han cobrado dimensiones impensables hasta hace poco tiempo. Pero ¿nos podemos contentar con eso?, ¿estamos a tiempo de revertir esa tendencia? El ejemplo de los semiconductores es emblemático. Buena parte de nuestra existencia depende de ellos y la inmensa mayoría de su producción está concentrada en un lugar: Taiwán. La inestabilidad geopolítica de la zona y la constatación de los riesgos de tal dependencia han llevado a países como Estados Unidos o Corea del Sur a diseñar ambiciosos planes de inversión para aumentar sus capacidades de fabricación de chips. También lo ha hecho la Unión Europea, aunque las cantidades destinadas están a años luz de las americanas o las coreanas.
Estas mismas lecciones sobre los peligros de la dependencia están sirviendo para repensar la relación con China. Hoy las materias primas críticas para las transiciones verde y digital, como el litio o las tierras raras, proceden en su inmensa mayoría de aquel país, más aún a raíz del acelerón provocado por la guerra en Ucrania. Eso, en un momento en que las tensiones comerciales y la desconfianza tecnológica entre Estados Unidos y China siguen aumentando, pillando a la UE en el centro de la disputa y, a menudo, sin criterio propio.
Ser autónomo no quiere decir cortar los lazos. Simplemente, poder hacerlo si fuera necesario. Significa trabajar juntos aportando cada uno lo que mejor tiene, lo que mejor sabe hacer, tratando de complementarse. Ese es el tipo de relación que la Unión debería buscar con sus socios, empezando por el más importante, Estados Unidos. También debería ser el momento de tener una voz clara en el mundo, defendiendo con coherencia los principios y valores sobre los que se asienta el proyecto europeo. Está lejos de ser así. Esa Europa geopolítica de la que tanto se habla es por ahora un ejercicio retórico.
Volviendo a la menopausia, es bien sabido que produce alteraciones hormonales y cambios en el cuerpo. Los sofocos acaban siendo una consecuencia incómoda, pero es cuestión de aprender a gestionarlos y, en última instancia, se pueden tratar médicamente. Posiblemente el mayor sofoco de la historia de la UE ha sido el del Brexit. Por muy especiales que fueran los británicos, nadie previó realmente que un país podría decidir salir del Club. Fue un shock existencial que, sin embargo, se saldó con un gran triunfo de la unidad europea en la mesa de negociación. No hubo cesiones a los intentos de Londres del divide y vencerás. El Brexit fue una victoria del populismo en estado puro, una tendencia que, junto con una presencia cada vez más ruidosa de la extrema derecha y de los nacionalismos, provoca en todo el territorio de la Unión, además de sofocos, sudores fríos. Y más cuando sus representantes alcanzan el poder.
Antes de la invasión rusa de Ucrania, los desafíos que planteaban al Estado de Derecho Polonia y Hungría eran fuente de múltiples dolores de cabeza. Reformas que atentan contra la independencia judicial, los medios de comunicación, las universidades, la sociedad civil; contra las mujeres y los colectivos LGTBI; contra los inmigrantes, contra la protección del medio ambiente… La Comisión Europea puso entonces en marcha mecanismos que nunca antes había tenido que utilizar, como la activación del artículo 7 del Tratado de Lisboa; incluso así, estaba costando hacerlos volver al redil. ¿Por qué iban a hacerlo si seguían contando con el apoyo de sus votantes? En Polonia, el partido Ley y Justicia revalidó su triunfo en las elecciones de 2019, en pleno pulso con la Comisión. En Hungría, podría haberse pensado que la cercanía de Viktor Orbán a Vládimir Putin le penalizaría en los comicios de abril de 2022. Ni mucho menos. Ganó por goleada. La única palanca que ha hecho a los díscolos plantear reformas que los recoloque en la senda del respeto al Estado de derecho han sido los fondos de recuperación por la pandemia, retenidos hasta que no se aplique el cambio de rumbo.
No acaban ahí los desafíos planteados por el flanco oriental. Casi 20 años después de la Gran Ampliación —que sumó de golpe a diez países, en 2004, a los que se añadieron Rumanía y Bulgaria en 2007—, la Unión está todavía digiriendo la incorporación acelerada de algunos de sus miembros. El liderazgo que han asumido Polonia y los países bálticos en el apoyo a Ucrania hunde sus profundas raíces en un pasado común soviético del que conservan muy duras memorias. Pero se observa además la voluntad por su parte de trasladar el eje de pensamiento y acción del Oeste hacia el Este, con visiones y propuestas más conservadoras, con otra concepción de Europa, saliéndose de algún modo del guion diseñado en su día por Francia y Alemania.
Junto con la serenidad, la firmeza y la independencia, otra de las ventajas que dan la edad y la experiencia es la capacidad para crear redes o para reforzar y expandir las que se han tejido a lo largo de los años. De ahí el atractivo de la Comunidad Política Europea. No se trata de una idea nueva, pero sí ha sido replanteada por el ex primer ministro italiano Enrico Letta, primero, y lanzada después a la palestra de lo público, el 9 de mayo, día de Europa, por el presidente francés Emmanuel Macron, con su enorme capacidad para liderar el discurso —no tanto la práctica— europeísta. La incipiente CPE tuvo su primera reunión en octubre de 2022 con líderes y representantes de 43 países y ha propuesto un calendario para las siguientes. Aspira a establecer un espacio político más allá de la Unión Europea; una forma de aglutinar a aquellos que ya están en el Club con otros que aspiran a entrar y con otros que no tienen intención de hacerlo, pero que tampoco quieren quedar completamente al margen. Es una respuesta directa de carácter político a los deseos de incorporación de Ucrania, Moldavia o Georgia —alentados por la guerra—, mientras van cerrando los complicados capítulos marcados por la UE, una tarea que llevará años. Y de otros países que ya estaban llamando a la puerta sin mucho éxito, como Serbia. También sería la fórmula para volver a relacionarse de un modo más estrecho con Reino Unido, una vez superado el trauma del Brexit.
Esta capacidad de crear redes junto a la de generar innovación institucional podría ser muy útil a la hora de identificar ideas viables para la gestión de este mundo fragmentado que viene. Tras el fin de la división en bloques que impulsó la caída del Muro de Berlín, tras el fin de una breve unipolaridad hegemónica estadounidense, tras el dilema de si estamos abocados, o no, a una nueva guerra fría —China- Estados Unidos— el orden global parece dirigirse a una fragmentación cuyo alcance aún no somos capaces de calibrar. Fragmentación por afinidades económicas, geográficas; por oposición a Occidente y a las antiguas potencias coloniales; por sistemas políticos —democracias versus autocracias—; por alianzas específicas para abordar cuestiones globales como el cambio climático o las migraciones. Está ahí, pero no sabemos cómo vamos a gestionarla, dado que las instituciones globales creadas tras la II Guerra Mundial han quedado desfasadas en muchos casos. Con las credenciales que da haber desarrollado el proyecto de integración de más éxito de la historia, la Unión debería esforzarse por contribuir más a mejorar el multilateralismo existente y a diseñar las bases del futuro.
Puede que a esta imagen de la Europa menopáusica contribuya también el hecho de que la Comisión, por primera vez desde su creación, está liderada por una mujer. Ursula von der Leyen no responde, desde luego, al prototipo de feminista de última hornada, pero su sola presencia está haciendo mucho por cambiar un machismo siempre latente en las instituciones; también en las comunitarias. Cuántas veces, en estos últimos años, lo primero que se ha oído al referirse a ella, es que es madre de 7 hijos. ¿Alguien destacó alguna vez cuántos hijos tiene Jean-Claude Juncker, o José Manuel Durão Barroso, o Romano Prodi? En los pasillos bruselenses, mucho se ha criticado su falta de carisma, su diferente estilo de liderazgo; mucho se ha cotilleado también sobre su pésima relación con el presidente del Consejo, Charles Michel. Aunque es él quien ha salido perdiendo, en términos de imagen, en los feos que se ha empeñado en escenificar con ella —como el del sofagate, el incómodo episodio misógino coprotagonizado por el presidente turco Recep Tayyip Erdoğan— en una visita de las instituciones a Ankara.
Es, desde luego, una forma de ejercer el poder aparentemente más suave, sin perder por ello la firmeza. Sea como sea, Von der Leyen pasará a la historia como la persona que lideraba la Comisión en momentos tan cruciales como la respuesta a la pandemia, colocando a la UE en otro nivel de integración, o como la respuesta a la guerra en Ucrania, ofreciendo al presidente Volodímir Zelensky todo su apoyo para una futura incorporación, al tiempo que anunciaba, ronda tras ronda, los sucesivos paquetes de sanciones a Rusia.
Si bien es cierto que la menopausia ya no es lo que era y que está colocando a las mujeres en una nueva etapa de empoderamiento, también lo es que durante años la investigación en torno a sus causas y, sobre todo, sus consecuencias, estuvo descuidada, cuando no despreciada abiertamente, por ser considerada “cosa de mujeres”. Una desatención que ha llevado a que todavía no haya tratamientos realmente eficaces para algunas de las molestias que lleva aparejadas. De ahí la necesidad de invertir, para conocer mejor, para paliar y para anticipar. Lo mismo se puede aplicar a la Unión Europea. En su caso, sí hay una amplia red de centros y personas dedicadas a estudiar, analizar y elaborar propuestas para los más diversos ámbitos que acompañan el trabajo de las instituciones, de los gobiernos nacionales y también de la sociedad civil. Es fundamental seguir alimentando ese trabajo, para dar respuesta a los desafíos que surgen constantemente y para adelantarse con propuestas innovadoras a los que vendrán.
Como también es fundamental inculcar a las nuevas generaciones la importancia de este proyecto vital. Las encuestas detectan a menudo cierta desafección por parte de la juventud. El valor supremo de la paz en un continente que se autodestruyó durante siglos se da por sentado en una juventud que siempre ha gozado de ella. Como dan por sentadas las ventajas de moverse por un continente sin fronteras, con una sola moneda en un buen número de países; o de contar con la red de unos Estados del bienestar que se mantienen, incluso tras todos los envites de las crisis recientes. No puede calar la idea de que Europa es “cosa de Bruselas”, de un puñado de burócratas. La construcción de una auténtica ciudadanía europea sigue siendo un desafío que solo se puede afrontar mediante la educación. Una educación que refuerce los principios sobre los que se asienta la Unión, destacando aquello que nos une sin renunciar a la ingente riqueza de la diversidad que nos caracteriza. Un objetivo aún lejano en un país como España, que descuida la idea de Europa en su currículo escolar. Curiosamente, España es el primer receptor y el primer emisor de estudiantes Erasmus, el programa que, según un gran consenso, más ha contribuido a forjar europeos.
Así que esta Europa menopáusica puede acabar cayendo en la complacencia o en la parálisis causada por la incertidumbre. Pero también puede tomar las riendas de su destino haciendo gala de firmeza, seguridad, orgullo e independencia, apoyándose en las redes que ha ido tejiendo y en otras que puede poner en marcha, consciente de que debe encontrar el modo de ceder el testigo a unas nuevas generaciones capaces de abordar un futuro lleno de primaveras. De ella, de nosotros, depende.
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VV.AA. Título: Europa, ¿otoño o primavera?
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