Me gustaría presenciar una conversación entre Bret Easton Ellis y Quentin Tarantino. Los dos son amigos, los dos están marcados por la presencia/ausencia de la figura paterna, los dos se criaron en los cines, los dos son enfant terribles, los dos son inmunes a las dictaduras de la corrección política y a los dos les obsesiona la violencia. Pero hoy Quentin no está. Solo está Bret. Y es mucho Bret. Bastante. Camiseta negra, chándal negro y deportivas negras. El tipo no ha perdido un ápice de pegada. Sí, este Easton Ellis, a sus cincuenta y pico palos, aún mantiene en la mirada un brillo de rebeldía. Él es un resistente de la norma. Un insumiso de los caminos de lo trivial. Alguien que ha hecho el sendero solo. Para lo bueno y también para lo malo. Gasta modales agradables, le gustan las conversas largas y asegura que los remordimientos no hacen mella en su conciencia. El escritor, el autor del maldito American Psycho, un clasicazo a lo grande de la literatura norteamericana, ha regresado. Y lo ha hecho marcando estilo. Con Los destrozos, un novelón con su propio asesino en serie y una reflexión sobre el fin de la juventud y el inicio a la vida adulta. A Bret, como sucede con los viejos pistoleros, nunca conviene darlo por muerto.
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—¿Siente nostalgia de los 80, aquella época en la que todavía se vivía sin móviles?
—Creo que todos conservamos cierta nostalgia de la época en que éramos jóvenes. Cuando era joven yo hablaba con mi madre de la década de los 50 y los 60, que para ella era una década gloriosa. Yo en cambio no la entendía así, porque yo crecí en los 80 y en los 90, que fue un periodo donde existía mucha ilusión, muchos movimientos y del que tengo muy buenos recuerdos, y también algunos malos, por supuesto, pero, en el fondo, esa es la época en la que yo era joven. El tiempo en que eres joven, lo recuerdas con más pasión, pero aparte de eso soy realista y sé que la vida sigue y que hay que adaptarse al instante en que vives. Tienes que adaptarte a estos espantosos últimos diez años que acabamos de dejar atrás. Hay que adaptarse y encontrar los placeres y las cosas que te satisfacen. A mí me gusta escribir y ahora también hacer películas. No quiero contemplar el mundo desde un punto de vista negativo. Me gusta mantener la positividad, sobre todo porque mucha gente piensa que soy superoscuro y para nada soy así. Además, ahora yo no vivo en los 80, que por otro lado fue una gran época, y muy loca. Pero sí, es cierto, regresé ahí porque me entró como una especie de ola de nostalgia y decidí volver un ratito. Así que, durante unos dos años, sí, es cierto, volví a los 80 gracias a esta historia… pero ya está.
—El asesino que aparece en esta novela parece romper con la inocencia de los protagonistas, un grupo de chavales. ¿Es ese su sentido?
—¡Así es! Es eso. El asesino representa el fin de la inocencia. En el fondo todo el libro va de eso, del fin de la inocencia. Es un análisis del año en que tanto la niñez como la adolescencia se vieron corrompidas por la irrupción de la vida adulta. Es un tema que también había abordado antes, pero nunca de manera tan biográfica. Yo verdaderamente perdí mi inocencia, y con esto me refiero a mi idea juvenil de lo que era la niñez y la adolescencia, cuando tenía 17 años. Esa fue la edad en que dije: «¡Ostras, estoy entrado en el mundo adulto!». Y el mundo adulto me corrompe entonces y ya no hay vuelta atrás. Ahora solo queda seguir hacia adelante. Fue el instante de ser adulto y eso, para mí, fue un proceso muy doloroso, pero que también me ha alegrado pasarlo. Me habría gustado que no sucediese de la manera en que ocurrió.
—¿Cómo le hubiera gustado?
—Pues de una manera diferente, más orgánica, más natural, quizás. Sin embargo, ya con 17 años aprendí una valiosa lección. Asumí que no podía vivir mi vida como una mentira. Lo repito: «como una mentira». Yo estaba fingiendo ser otra cosa que en realidad no era. Lo que yo escribía se colaba en la vida real y por este motivo hice sufrir a muchas personas que existían a mi alrededor.
—¿A qué se refiere?
—Era un cotilla, pensaba que había cosas que yo pensaba que eran reales y no lo eran. Me inventaba historias de los demás. De hecho, yo me inventé toda una vida ficticia. Fingía que era el novio de la chica más popular del instituto. Así que me pregunté: «¿Qué coño estoy haciendo?». Al final, cuando todo se desplomó, perdí a mis amigos y me dije: «Vale, ya se ha terminado esto. Es hora de convertirte en una persona adulta». Solo habría deseado que todo eso hubiera sucedido de una manera más relajada, así que tiene razón, Los destrozos tiene bastante que ver con la pérdida de la inocencia, de cierto tipo de inocencia si quieres y, por supuesto, el Arrastrero, el asesino, es la metáfora de esa muerte.
—¿En qué se parecen Patrick Bateman y el Arrastrero… si tienen algo en común?
—No sabría explicarle en qué se parecen. No sé qué singularidades comunes tienen. Son dos novelas muy distintas y las situaciones que existen en ellas son bastante diferentes. Y existe un detalle: el personaje de Patrick Bateman es el narrador de American Psycho, y El Arrastrero no es más que un aspecto de Los destrozos. Si lo piensa, ni siquiera tiene voz en muchos aspectos. Patrick Bateman, en cambio, era yo tratando de resolver mis propios problemas, lo que me costaba sacar adelante. Entonces era un hombre atrapado en un espacio y en un tiempo en el que no quería estar, aunque sin embargo sí deseaba encajar en la sociedad. Escribí American Psycho cuando era muy joven. Fue entre los 23 y los 25 años y todavía no entendía demasiado bien lo que significaba ser un adulto de verdad. Tenía mucha rabia porque era el final de los 80 y no me gustaba en lo que se había convertido esa década. Todo aquello a lo que aspiraba era una desilusión, como los valores, la falta de sexo por culpa del sida, que acababa de emerger… Fue una época muy confusa para mí, y creo que de allí, de todo eso, proviene American Psycho. El Arrastrero es más bien una metáfora de lo que hablábamos antes, de la pérdida de la inocencia y también una combinación de todos los asesinos en serie presentes que había durante mi niñez y mi adolescencia en Los Ángeles, porque en esos años estaban por todas partes. Son dos casos muy diferentes.
—¿La violencia tiene un sentido en sus libros o es algo que surge?
—Yo escribo lo que siento, yo escribo emociones. Escribo por instinto. No son composiciones literarias o intelectuales, yo mis libros no los concibo de esa manera…. Lo que quiero mostrar o resaltar son cosas emocionales. Yo mis libros los siento. Llevo 40 años pensando en Los destrozos. Y puedo pensar en él y decir: «Vale, Robert Mallory es una metáfora de la rabia o la homosexualidad de Bret». Pues eso lo puedo pensar durante años, pero hasta que no lo siento por dentro, hasta que no me invade emocionalmente, no lo escribo. ¿Qué significa esta violencia de mi obra? ¿Cómo se conecta con mis otros libros? Con sinceridad, no tengo ni idea. Eso se lo dejo a los críticos y a los que analizan mis libros, pero yo no me detengo a reflexionar sobre esos aspectos. Yo siempre he sentido que el libro es un proceso emocional. Esto es lo que es para mí una novela. Si en ella reconoces un leitmotiv, una idea o aspecto que se repite, pues eso es mi inconsciente. A lo mejor un crítico dice: «Mira qué brillante, qué idea más buena». Pero a mí eso ni siquiera se me había ocurrido.
—Acaba de mencionar la palabra «rabia». ¿Es importante para la creación?
—En este momento no es rabia. El motivo es que, a esta altura de mi vida, ya no la siento. Pero sí tengo una inmensa tristeza. En American Psycho, en cambio, sí que existía rabia. Cuando vives en Nueva York es muy complicado no sentir rabia, pero a estas alturas, honestamente, lo que siento es una inmensa y profunda tristeza por la forma en que traté a aquellas personas que me rodeaban cuando yo tenía 17 años. Esto era una cosa en la que no podía dejar de pensar.
—¿Por?
—Pensaba en Matt, pensaba en Ryan, pensaba en David. ¿Quién me creía yo? ¿Y quién era yo para tratarlos de esa manera? Y empecé a reflexionar sobre Los Ángeles, la ciudad donde crecí, que en gran parte ya no existe, ha desaparecido: los bares, las discotecas… Pensaba en la música que escuchaba a esa edad y, de repente, todo empezó a cobrar forma. De ahí nació el impulso para escribir este libro… Debe de haber sido la nostalgia. Estábamos en pleno encierro y me dije: «Vale, quiero regresar a 1981, ¿se puede?».
—¿Pero ese fue el motivo real de que se dedicara a este libro?
—En realidad, el ímpetu real de escribir Los destrozos era dar explicaciones a esos amigos que perdí por la forma en que los traté. Bueno, eso cuenta. El amor. Ni siquiera me planteé que iban a leerlo, ni mucho menos, pero tenía que hablar de eso, de ellos, de Susan, de todas estas personas que, ¿sabes?, por motivos legales se llaman de otra manera en el libro, pero que si ellos lo leen sabrán reconocerse. Mi única aspiración con esta obra es que ellos me entiendan, que los quiero y que los he querido siempre. Y sí, que me equivoqué, que era demasiado joven para actuar en consecuencia con mi vida.
—En su libro los adolescentes leen bastante. Stephen King aparece continuamente. ¿Cree que la literatura sigue siendo tan crucial como lo era entonces?
—Para nada. La literatura ya no es tan importante. Mira lo que es importante. ¡Este cacharrito! (señala su móvil). Esto es lo importante hoy. Cuando era joven, las novelas eran el centro de la conversación. Mi madre, mi padre, mis amigos, los compañeros de clase… todos leíamos los mismos libros. Hablábamos de las obras y los títulos que se publicaban. Raymond Carver era un héroe para nosotros. Cuando estábamos en la universidad todos llevábamos un librito de él en la mano. Pero los libros ya no son cruciales, ya no nos ayudan a definir y a entender el mundo en el que vivimos. Stephen King tampoco nos ha ayudado a comprenderlo. Lo que pasa es que lo pillé a tiempo. Era fácil de leer, era divertido y era popular. Además, estaba haciendo algo innovador porque estaba llevando el horror a un lugar que no conocíamos. Curiosamente, convirtió el horror en algo realista. Él fue quien dio realismo a las historias de terror, el que lo sacó del contexto gótico y lo puso en el súper, en la gasolinera, en el centro comercial. Y metía las marcas a saco. Sus nombres, las letras de las canciones… a mí me influyó mucho como escritor, pero cuando he vuelto a algunos de esos libros ya no me parecen tan buenos, aunque de joven me encantaban.
—¿Se está recortando la libertad? ¿La literatura se está domesticando?
—Por supuesto que la literatura está perdiendo la libertad. Bueno, es que ya la ha perdido. Ya está hecho eso. La libertad se ha perdido en la literatura. Yo tengo suficiente edad para hacer ahora lo que me dé la gana. Me han cancelado un montón de veces, pero todavía tengo una editorial prestigiosa que no me obliga a borrar cosas. Llegan quejas, y les han llegado, acerca de mis libros. Dicen que no son suficientemente diversos porque en ellos son todos blancos y que por qué no entro más en profundidad sobre la vida de una mujer de la limpieza procedente de Nicaragua. ¿Pero por qué tengo que escribir de eso? Hay personas que dicen que por qué no sabemos más de esa clase de vidas y, además, que por qué retrato la homosexualidad bajo una lente tan negativa. ¿Y sabe lo que digo? Miren, váyanse a la mierda. Si no quieres publicarme, pues no me publiques. Y si no te gusta mi libro, pues no me leas. Me da igual. ¿Lo entienden? Me da igual, me la suda si me cancelan; me da igual si dicen que no digo lo que hay que decir. Es que yo ya estoy muy mayor para esto. Yo crecí en otro contexto y no puedo entrar en este momento a eso. No puedo conformarme. No puedo adaptarme, así que escribo lo que me da la gana, y si me cancelan, que ya me ha pasado muchas veces, pues allá ellos, ellos se lo pierden. A la mierda todos.
—En su libro anterior, Blanco, se refería al victimismo de las generaciones jóvenes de hoy en día.
—Nosotros éramos una generación que crecimos casi solos, queríamos ser adultos, queríamos tener relaciones sexuales… Los chicos de ahora tienen disfunción eréctil porque ven tanto porno que en la vida real no funcionan. Uno de los asuntos que más me impresiona es la alta tasa de suicidio entre los adolescentes de hoy. Se ha multiplicado. Ha subido un porcentaje enorme. En mi época nadie se suicidaba, nadie venía al cole ni al instituto a disparar a todos los demás. No sé lo que ha pasado entre aquel momento y este. No sé lo que está pasando con estos chicos, pero me dan mucha pena. Es cierto. Es verdad que me siento muy mal por ellos, me da mucha pena la generación de los millennials. Creo que han crecido en unas circunstancias espantosas y eso les ha convertido en las personas que son ahora. Son víctimas. A veces hasta me da la impresión de que quieren ser víctimas. En nuestra época, no se puede negar, no éramos conscientes de muchas cosas. Solo estábamos ocupándonos de crecer, de pasarlo bien, de que nos dejaran en paz. Y tal vez tampoco teníamos tanta diversidad de opciones para divertirnos. O sea, las pelis eran como Dios para nosotros. Y nos encantaba leer. Teníamos un mínimo de televisión, pero no había más opciones… y estábamos a gusto. Es cierto que me burlé de algunos aspectos de mi generación en mis libros, ¿sabe a lo que me refiero? A la superficialidad, la pasividad, eso es cierto. Eso de encogerte de hombros ante todo lo que pasaba, como si no fuera cosa tuya… el materialismo, porque el materialismo de mi generación desde luego era notable. Éramos los hijos de la generación del baby boom, con lo cual crecimos en una sociedad más fluida que los millennials. Yo siento empatía por ellos, pero es que somos muy diferentes y cuando mi novio se queja, le digo «Venga, tío, tómate algo».
—En su libro, los protagonistas van con los colegas, cogen el coche, acuden al cine, se relacionan entre ellos, tienen sexo… Hoy muchos chavales pasan demasiado tiempo delante de las pantallas.
—Yo fui feliz igual, pero en cambio hay muchachos de ahora que están alienados y están alienados entre ellos, porque no se comunican. Para acostarte con alguien tienes que conocer a alguien. Tienes que ir a una discoteca, a una fiesta, tienes que quedar con alguien. No vas a poner por aquí (apunta el WhatsApp) «¿puedes venir dentro de 10 minutos y mamármela?». Antes era diferente. Teníamos que invertir en la vida. Había que invertir en la vida. Para vivir había que participar en la vida y así poder hacer conexiones. Eso con esto (levanta el móvil) no lo logras. Pero estoy agradecido de que hayas mencionado mi libro Blanco, porque era algo que no quería escribir, pero en ese momento era algo que tenía que decir. Me cancelaron en Estados Unidos por publicarlo, pero creo que valió la pena y que ahora me da igual. Por eso me encanta que alguien lo reconozca y que lo mencione. Gracias.
Muy bueno el reporte pero me choca el excesivo uso de slang madrileño como cotilla,chavales, y muchos más que me interrumpe la percepción de estar escuchando a un escritor americano, el sesgo se vería mejor si Easton hablara lunfardo y usará el che,viste.
«Cotilla», «chavales», etc., no es slang madrileño. Y si quieres lunfardo, que el entrevistador sea patagón.
Interesante entrevista, pero creo que es exagerado decir que «American Psycho» es un clásico estadounidense, al mismo nivel que, no sé, «Las uvas de la ira», «Moby Dick» o «El guardián entre el centeno.