A finales de los años 70, la política italiana se había convertido, literalmente, en un polvorín. Y era difícil encontrar algún consenso que posibilitara la gobernabilidad. Aunque hoy no ha cambiado mucho la situación, por entonces grupos terroristas, entre ellos las denominadas Brigadas Rojas, se apuntaron a la moda de sacudir el país con ataques violentos o asesinatos. Italia se encontraba atrapada, titubeante, entre una izquierda a la que el radicalismo robaba su proyecto y una derecha con muchos intereses ocultos. A todo ello se agregaba el neofascismo en las calles, la mafia y las tramas masónicas y vaticanas. Un cóctel explosivo. Un volcán casi en erupción.
Durante casi dos meses —en total, 55 días— los ciudadanos contuvieron la respiración, intentando no pensar en el probable desenlace. Pero esta es una cara de la historia, la dramática; hay otra, también sobrecogedora, de la cual tenemos noticia gracias a la inteligencia acerada de Leonardo Sciascia, que auscultó la tragedia para destapar el lodazal de traiciones que llevó a Moro hasta el cadalso. El escritor estaba acostumbrado a sajar, con el bisturí de su ironía y de su sarcasmo, con su humor ácido, la hipocresía y la doblez de las altas esferas. Apuntaba en sus crónicas y en sus novelas ese maquiavelismo innato que se mueve o urde todo entre bambalinas. La manera de proceder del poderoso: hermética. Enigmática. Y ruin, en caso de que sea necesario.
Cuando se produjo el secuestro, Sciascia era, a la sazón, miembro del parlamento; de hecho, escribió el informe final de la comisión encargada de investigar los hechos y que se dio a conocer en agosto de ese mismo año. Después lo amplió, lo vistió, adornándolo, buscando pruebas o indicios. Y eso es lo que ofrece El caso Moro, donde se detiene para seguir el itinerario de las cloacas, reflejando la sarta de mentiras que constituye la política.
El documento final está lejos del estilo aburrido y burocrático —gris y tan pretencioso como hueco— que expelen de vez en cuando los órganos oficiales. Quién sabe si recargan la prosa para justificar su sueldo o disimular la incompetencia. Por otro lado ¿alguien conoce alguna comisión de investigación que haya servido para algo más que para confirmar lo que sabe o ajustar cuentas? El texto de Sciascia representa una excepción porque, además de tener ritmo narrativo y ser brillante, airea el oscuro horizonte de la política italiana.
Dicen que Sciascia se inspiró en Poe y es verdad que, como a esos sabuesos avispados de las novelas policiacas, le va la promiscuidad conjetural. El relato tiene en cuenta circunstancias que no se vieron o no se quisieron ver. En primer lugar, el contexto: la mañana en que los encapuchados apresan a Moro en la calle Mario Fani de Roma, Andreotti se presentaba ante los diputados para solicitar la confianza de la cámara; la victoria estaba asegurada gracias al apoyo excepcional que el gobierno democristiano iba a recibir de parte de los comunistas. La alianza era sorprendente; Estados Unidos, enfrascado en la batalla ideológica, no había dado el visto bueno y los muñidores tuvieron que superar muchas reticencias.
Segundo: durante el secuestro, se recibieron misivas de Moro en las que pedía a instituciones, políticos y otras figuras públicas —también a su familia— que se sentaran a negociar con los terroristas y aceptaran sus condiciones. Quería salvar su vida, lo cual es comprensible. Y no extrañó su postura porque Moro había dicho que, ante la vida, cualquier interés debe retroceder. Sciascia toma esta correspondencia —intensa, desesperada, la de un condenado a muerte que, solo y abandonado, reclama un gesto del poder, la de quien ansía salvarse— para sacar los colores a los que mandan. Casi de forma milagrosa, el periodista italiano, descreído y escéptico —hastiado de la perfidia humana—, se percata de que Moro, entre una carta y otra, da claves y advierte, entre los borrones de tinta y el rastro de las lágrimas, insinuaciones sobre el paradero, señales, pistas.
En El caso Moro es mucho más relevante lo que no se dice que lo que se afirma sin cortapisas. ¿Acaso deberíamos nosotros acercarnos al libro de un modo literal cuando lo que Sciascia exige, ante todo, es nos atrevamos a leer entre líneas? También él se encarga de examinar, con calma, los síntomas de la descomposición moral para decirnos, finalmente, que si murió Moro fue porque nadie, entre los que podían, quiso salvarlo.
Y no es que el novelista siciliano, astuto como un zorro, creyese que fuera obligación del gobierno aceptar el chantaje. Pero uno se pregunta por qué habrían de rechazarlo instituciones que se encuentran en estado de putrefacción. Dicho de otro: se comprende la decisión de no sentarse a pactar con terroristas, claro, pero hay gobiernos que chantajean y políticos llenos de lamparones que han estrechado manos no muy limpias —o vergonzosas— para no apearse del cargo.
Sciascia no se refiere a nada de esto. Pero barrunta que nadie alcanzó a ver el auténtico propósito de Moro. Si se hubieran intercambiado los papeles y Moro no hubiera sido la víctima, sino el hombre capaz de salvarla, ¿hubiera transigido? Nunca lo sabremos, pero al enviar las cartas —algunas exasperadas, otras que muestran una resignación doliente— buscaba ganar tiempo, dilatarlo, prolongar la esperanza de seguir viviendo. Que no lo entendieron o que no quisieron salvarlo es una deducción lógica que cabe extraer, por ejemplo, de los numerosos —y colosales— errores policiales. Otras razones también apoyarían esta interpretación.
El secuestro de Moro marcó el punto álgido de los llamados “años de plomo”, durante los cuales Italia —como España en los 80— se desayunaba cada día con un muerto en el arcén o un contenedor incendiado. Para una descripción de aquel tiempo de albañal, es recomendable abrir Italia negra, de G. Turione, publicado hace unos años por Trotta. Sciascia se encontraba en el centro del huracán y por su relato, que es más bien un diagnóstico, sobrevuela un interrogante: ¿por qué Moro? ¿Por qué Moro y no, por ejemplo, Andreotti o Berlinguer? ¿Por qué no Pablo VI?
Pese a la distancia ideológica que lo separaba del democristiano, el periodista se muestra cercana a aquel hombre de rostro triste y andar parsimonioso, monástico, que se conducía como un fraile apagado por ayunos y cilicios. Esa tristeza es la que llena la pantalla en Exterior noche, la serie de Marco Bellocchio que reconstruye sus últimos meses de vida y que es el complemento perfecto a El caso Moro.
Hasta que no vio el cadáver del exprimer ministro hecho un ovillo, como un animal atropellado, en el maletero del Renault 4, Sciacia no se dio cuenta de que la política italiana era mucho más siniestra, más sucia y vil de lo que había imaginado en sus relatos.
Italia se repuso de la tragedia, porque no hay cáncer que pueda acabar con un país. Pero sigue enfangada en juegos políticos, quizá no trágicos, pero sí peligrosos. Son estos los que le impiden encontrar la senda de la paz institucional. Algo sobre el mal político por excelencia nos ha enseñado Sciascia, a saber, que cuando se mezclan intereses económicos, políticos y sociales, aparece la obsesión por el poder y, con ella, la posibilidad de recurrir a la perfidia o al crimen con el único objetivo de no perderlo.
—————————————
Autor: Leonardo Sciascia. Título: El caso Moro. Traducción: Juan Manuel Salmerón Arjona. Editorial: Tusquets. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: