Se trata de un trabajo colectivo. Una excelente labor, con un resultado no menos primoroso, en el que han participado los traductores J. J. Bautista e Ismael Correa, un prologuista de lujo, el poeta Andrés Sánchez Robayna, y el Taller de Traducción Literaria de la Universidad de La Laguna, en donde figura, entre otros, el profesor y también poeta Jesús Díaz Armas. Pero la última palabra, como siempre sucede en estos casos, le corresponde a Yorgos Seferis (1990-1971), poeta, diplomático y ensayista griego que, en 1963, fue el primero de esa nacionalidad en conseguir el Premio Nobel de Literatura.
Seferis se muestra sincero desde el principio, y aclara que “cuando hablo de música no voy de enterado (…); tengo la sensación de que en este tema soy un analfabeto”. Y no disimula su placer cuando adquiere un “imperfectísimo gramófono rojo”, que le da la impresión de ser un antiguo alquimista. Ahí, en la soledad de su cuarto, escucha a autores como Beethoven y Bach. De este último, por el que se siente cautivado, como flotando entre nubes, escribe: “Es un maestro de otra categoría”. Sin embargo, pese a su declarado analfabetismo, que tiene más de pose que de realidad, Seferis es capaz de emitir juicios sobre la música que resultan deslumbrantes, como cuando afirma con rotundidad que la música no está hecha de sonidos, sino de silencios. La combinación entre el Mesías de Händel y la lectura de T. S. Eliot, al que tanto estima, le resulta sublime.
¿Qué hace un poeta griego entre las brumas de un país como Inglaterra? ¿Cómo podía asimilar un paisaje sin palmeras, sin olivos, sin el mar azul del Mediterráneo? Aunque es consciente de las muchas envidias que han llegado a despertar algunos de sus libros entre el resto de los escritores griegos, Seferis no oculta en ningún instante su profundo amor por su tierra, aunque sea consciente de que el sol siempre engendra moscas, algo parecido a lo que opinaba don Pío Baroja. Expresa, una y otra vez, su imperiosa necesidad de volver a encontrarse con la dulzura del pan negro, de “carbonizarme al sol”, de subir, lo antes posible, a la Acrópolis todos mediodías del verano. Y admite que el gran error de su vida ha sido “haberme hecho de tierra adentro cuando estaba hecho para el mar. Un rasgo característico del marino es no estar contento en ningún sitio”.
De sus días en Inglaterra recuerda el verdor y el olor a bacon. Pero la poesía lírica no es para Londres, en donde el insistente frío, casi hasta llegar a la congelación, hace que añore los veranos de Atenas. La niebla, la tristeza del invierno, la continua lluvia —ha llegado a estar durante quince días lloviendo sin parar— influye en su carácter, ya de por sí algo retraído. Pero aún saca fuerzas de flaqueza para poner un sabio toque de humor: “Si la teoría de la adaptación al medio ambiente fuera cierta, los ingleses tendrían que ser ranas”.
Es cierto el juicio de Sánchez Robayna: Seferis no se esconde detrás de sus palabras. Se muestra como es, con la desnudez propia de un poeta que a lo largo de estos Días busca desesperadamente la visita de las musas para que le iluminen en su trabajo literario: “los días que saco cinco versos alabo a Dios”. Yorgos Seferis es consciente, mejor que cualquier otro crítico, de los defectos de los versos que elabora a cincel; conoce sus faltas y sus puntos débiles. Y no llega a desesperarse cuando nada le sale, cuando le da un sinfín de vueltas a un determinado poema.
Pero, acaso, lo más valioso que podemos hallar en estas espléndidas páginas, tan repletas de ternura ante el papel en blanco, sean las íntimas confesiones que el escritor griego nos lega sobre sí mismo. Sus temores y temblores de hombre inseguro que echa de menos a las personas, el frescor de la comunicación humana. Pero que, al mismo tiempo, también necesita estar solo, frente a las llamas de una chimenea, para descubrir lo que permanece, lo que queda en pie “en medio del vértigo de la pérdida”.
Y, de vez en cuando, en sus viajes por alrededor de la ciudad, Seferis nos ofrece apuntes del natural —similares a ciertos cuadros de Turner— que son verdaderas joyas, como comprimidos poemas en prosa que nos desvelan su especial sensibilidad, que su corazón es un cazador solitario: “Tren hacia Dover (rumbo a París). Las infinitas y silenciosas estaciones de Londres, como clínicas. Cielo bajo; a medida que avanza el tren los árboles se funden. Distingo un cementerio; dos hombres están abriendo una fosa: paralelogramo gris en el verde césped. ¡Pobre Yorik! -Geometría fugitiva”.
¿Qué valgo? ¿Qué soy?, se pregunta el poeta, sin que nos ofrezca respuesta alguna.
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Autor: Yorgos Seferis. Título: Días: 1931-1934. Traducción: José Juan Batista Rodríguez e Ismael Correa Morales. Editorial: Galaxia Gutenberg. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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