Creo que he comentado en alguna ocasión que los pececillos de plata pueden viajar en el tiempo devorando libros, lo cual no sorprenderá a nadie que sea mínimamente conocedor de estos insectos: se crea tal comunión entre el plato y el comensal que los humanos no podemos ni llegar a imaginarlo por mucho que sepamos lo que es abstraerse en una lectura. No es sólo que el contenido del texto pase a formar parte de su ADN, sino que, en un proceso que sólo se me ocurre bautizar como proyección biblioastral, materializan lo leído para vivir dentro de ese microcosmos. Si la novela es histórica, obviamente el insecto se transportará a la época descrita, y este verano, de la mano de Robert Graves, Lepisma viajará a la Roma imperial. Estaré unas semanas sin verla, pero a su vuelta seguro que traerá un sinfín de anécdotas que mi psiquiatra estará encantado de recoger.
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