“No me equivocaba cuando decía que las casas tenían un alma y un rostro, como los hombres, y que cargaban sobre su fisionomía un reflejo de sus entrañas”. —Alejandro Dumas, El conde de Montecristo.
Un secreto que desvelar
¿Quién es capaz de comprar una decrépita casa de campo para convertirla en una lujosa mansión, con el único objetivo de dar una suntuosa cena con la que agasajar a sus invitados? El conde de Montecristo, especialista en juegos de apariencias, es quien se procura una construcción con una historia muy especial, escenario perfecto para una estudiada pieza de teatro que sabe interpretar como el mejor actor.
Para ello ofrece un festín inolvidable. Allí da cita a algunos de los responsables de haber encerrado injustamente a Dantés en el Castillo de If, como el barón Danglars y Gérard de Villefort, acompañados por sus respectivas mujeres. Además, encontramos al mayor Cavalcanti y a su hijo Andrea, protegido del conde, para el que la cena supone su introducción en la burguesía parisina. Dos de los invitados se preocupan por un oscuro pasado que aquel lugar despierta en su memoria. Gérard de Villefort reconoce entre los comensales a la mujer del barón Danglars, su antigua amante, con quien tuvo un hijo ilegítimo que él mismo enterró vivo, nada más nacer, en el jardín de aquella casa.
Tras la cena, Montecristo enseña con orgullo la morada. En la planta baja están el vestíbulo, dos salones, la biblioteca con sus dos mil volúmenes, el comedor, el invernadero con su mesa de billar y la cocina. En la planta primera se encuentran los salones, las antecámaras y las habitaciones (Fig. 1). La visita termina en la habitación roja, la única que se conserva intacta, en un lamentable estado que provoca estupor entre los personajes. Fue precisamente allí donde madame Danglars dio a luz a un desafortunado bebé. Una misteriosa escalera escondida permitió a Villefort llegar al jardín sin ser visto y enterrar al niño en una caja, con la complicidad de la noche. El conde llevó a sus invitados hasta el jardín utilizando esa misma escalera, para mostrarles el lugar en donde encontró una caja con el esqueleto de un bebé, cuando excavaba para plantar un árbol. En realidad eso nunca sucedió, porque el recién nacido fue rescatado por Bertuccio, el mayordomo de Montecristo, sin que Villefort se diera cuenta. Y aquel niño resultó ser Andrea Cavalcanti, uno de los invitados que, sin saberlo, observaba la misma tierra en la que pudo haber sucumbido. El conde adornó la historia de terror con sórdidos detalles y provocó la catarsis de Mme Danglars, que cayó desvanecida, determinando el final de la velada.
La estrategia del conde funcionó a la perfección: aquella trampa fue el inicio del particular descenso a los infiernos de Villefort. El esfuerzo y dinero invertidos en preparar una cena de apenas unas horas valieron la pena. Tras ese momento clave, la casa de Auteuil perdió el rédito que ofrecía a Montecristo. La arquitectura sólo tenía sentido en la medida en que guardaba un secreto que desvelar y, una vez descubierto, ya no tenía nada más que ofrecer. Lo que había sucedido entre sus muros era más importante que la propia construcción, pero sin el uso de la arquitectura y de una particular puesta en escena el relato del conde no habría tenido el mismo efecto, ni la misma dimensión pública.
¿Dónde se encuentra hoy esa casa maldita descrita por Dumas?
Una casa icónica
La novela nos habla del número 28 de la calle La Fontaine, en Auteuil. La urbe parisina ha acabado engullendo esa antigua población que servía de recreo a la aristocracia de la capital. Convertida ahora en un barrio del 16° arrondissement, en sus calles se sigue distinguiendo el halo de la alta sociedad. Lejos de turistas, en un agradable paseo podemos encontrar inmuebles de estilo Art Nouveau, Art Déco y de arquitectura moderna. Incluso algunas casas unifamiliares, rodeadas por pequeños jardines, evocan el aspecto que tuvo esta localidad a principios del siglo XIX, cuando Montecristo adquirió la casa que perteneció al suegro de Gérard de Villefort. Curiosamente, en un barrio tan densificado como cualquier otro rincón de París, hallamos un sorprendente vacío, un jardín en donde se erige una atípica construcción. Se trata de la villa La Roche, la icónica casa de Le Corbusier, uno de los arquitectos más importantes del siglo XX, en la que puso en práctica por primera vez los principios de la llamada arquitectura moderna. Visitando esta construcción, reconocida Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, no puedo evitar preguntarme si Le Corbusier la proyectó teniendo en cuenta la historia de Dumas, como si su cliente hubiera sido el Conde de Montecristo.
Un cliente singular
Si bien el responsable del encargo fue el banquero Raoul La Roche, no fue él quien eligió el terreno: el propio Le Corbusier lo encontró antes y se ocupó de buscar un cliente. ¿Por qué razón el arquitecto se enamoró del lugar y quiso construir en él a cualquier precio? Le Corbusier desplegó todo su ingenio para rescatar la parcela de la especulación del banco inmobiliario de París, al que pertenecía, como si conociera la particular historia de ese trozo de tierra y no quisiera perder la oportunidad de trabajar en él. El reconocido arquitecto se dirigió al banco el 14 de abril de 1923 [1] y presentó unos cuidados dibujos, que ni respondían a un programa, ni estaban dirigidos a una persona determinada: su único objetivo era impresionar a posibles clientes.
Tres nombres se perfilaron: M. Motte (un abogado que trabajaba para Le Corbusier), Albert Jeanneret (el hermano pequeño del arquitecto) y Sigismond Marcel (amigo de Le Corbusier). Se trataba de personas conocidas para asegurarse de que el terreno quedaba en buenas manos. Al final se confirmó que M. Motte y Sigismond Marcel sólo prestaron su nombre para ganar tiempo mientras Le Corbusier buscaba un verdadero cliente, que se personificó en Raoul La Roche, un joven banquero poseedor de una importante colección de pinturas cubistas y puristas.
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[1] BENTON, Tim. Les villas parisiennes de Le Corbusier 1920-1930
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