A menudo el fruto de las ruinas es literario, porque no podemos evitar vernos reflejados en ellas. Para este ejercicio especular no necesitamos acudir a la arqueología, ni a la antropología, basta una narrativa desde la convicción o la experiencia de que el futuro es, con toda probabilidad, pura literatura de ruinas. Desde el origen, desde Homero, desde los griegos, la derelicción es la parte del orden universal más próxima a nosotros, pero también resulta ser la más esquiva, la que nos cuesta apreciar y nos asusta tanto como nos hipnotiza. Heráclito puso el acento sobre ello en el fragmento 82: “Escombros sembrados al azar, el más hermoso orden del mundo”. Y esta es precisamente una versión —un poco libre— del filósofo de Éfeso —cuya obra está constituida apenas por su propia ruina (los fragmentos)— que aparece citada en el libro que acaba de publicar Acantilado: El uso de las ruinas, de Jean-Yves Jouannais.
El autor francés nos propone un viaje poco turístico por ciudades sitiadas. En ocasiones estamos en el cerco, dispuestos a borrar los palacios y los puertos de Carthago como un sacrificio al desierto circundante (que también nos sitia) pero en otros capítulos nos deja curiosear dentro de la plaza y comprobar que la guerra es, en esos momentos, cultura compartida, lingua franca. No es un libro sobre la destrucción, sino una galería de retratos obsidionales, como bien apunta el subtítulo de esta obra tan breve como singular: una invocación de la experiencia humana de quien vive la ruina y se mira en ella o se oculta de sus augurios. Los hechos desfilan en estos relatos como mera ficción, es curioso, pero ocurre algo muy distinto con su latido literario: guarda verdades sobre nuestro corazón, sobre la ira y sobre la victoria, o sobre el llanto y la derrota, que permite conocer a todos ellos como lo que son: unos impostores.
No en vano, hay un juego de sombras proyectado por el mismo nombre del autor del libro, Jean-Yves Jouannais, que se declara en el prólogo autor de una novela de Enrique Vila Matas (algo muy del gusto del escritor español), al que cede de algún modo misterioso la autoría de este paisaje de ruinas. Por todo ello la mirada resulta doblemente lúcida, o doblemente desengañada. Los mejores relatos conducen a equívocos, desde el que abre este libro, que narra la voluntad, incumplida, del caudillo acadio Naram–Sin que quiso borrar de la memoria de los hombres la existencia de la ciudad de Ebla —una de las primeras— y logró, al incendiarla hace más de 4.200 años, preservarla para siempre en el conocimiento. La destrucción ocurrió pero el fuego que devoró el palacio convirtió su archivo en el horno que fijó para siempre, al cocer las tablillas cuneiformes que guardaba, el relato más completo de la vida y la importancia de la ciudad mítica. Es una ley: toda aniquilación resulta inolvidable, imborrable.
Según sigue contando Jouannais, los nazis conjugaron su optimista idea de sí mismos —el Reich de los mil años— con una teoría expresada por Gottfried Semper, arquitecto alemán del siglo XIX, denominada “Ruinenwerttheorie”. Era tan auto-adulatorio, en el fondo, que les iba como anillo al dedo nibelungo: hay que construir edificios grandiosos, diría Albert Speer, pensando también en que dejen bellas ruinas. Pero los aliados dieron al traste con el espíritu piranesiaco de ese jardín futuro al enterrar los restos de la universidad diseñada por Speer bajo los escombros de doscientos mil edificios berlineses reventados durante los bombardeos. Formaron un túmulo de más de 80 metros, que es también el sepulcro de aquellas ruinas, en lo que hoy es la colina de Teufelsberg. Un otero desde el que los americanos espiaban a los rusos durante la Guerra Fría.
El libro aún regresa a aquella Alemania en plena desnazificación para encontrar a un periodista sueco en Hamburgo, que nos descubre que la curiosidad vergonzante por las ruinas delataba al forastero y también lo sumergía en el infinito dolor causado. Hay un verso de Cirlot que viene a cuento de esa imposibilidad de escape: “Las llaves se deshacen cuando vienen las ruinas”: no se puede rehuir la mirada ni dejar de pensar en lo que esconden. Pero Jouannais nos lleva a lo largo de su libro a muchos más lugares: a la era posnapoleónica y allí nos presenta al fundador de la “destructología”, un polaco insurrecto meditando algo poco menos que evidente: cómo utilizar las ruinas para adivinar el futuro. La era colonial, el Siglo de las Luces, la China imperial, Esparta, la Francia del XVII o las islas artificiales de los Países Bajos, son algunos de los escenarios en los que la lingua franca de la guerra, la experiencia humana de la batalla y el sitio a la voluntad de los hombres ha dejado algunos lugares para el aprendizaje sobre el uso de las ruinas. Patrimonio inmaterial.
Ninguno tan brillante como el episodio que aparece al final, cuando Vila Matas vuelve a hacerse presente y planta un sitio al autor, encerrado en su propio personaje como en una ciudad de papel. Es el caso de Michael Cinei, un joven atrapado en las Torres Gemelas, aventado en las cenizas de nuestra prepotencia —cuya ruina es la impotencia—, de nuestra imprevisión frente al espejo de lo que ya no es, de lo que ya no somos y también, por tanto, parte integrante, desde un grado físico y espiritual, del portaaviones USS New York, cuya proa se hizo con ocho toneladas de acero de los escombros del World Trade Center. Escombros literarios como pocos, barruntados por Rafael Alberti en los ochenta del siglo pasado, cuando escribió, al pie de las Torres Gemelas:
Qué balumba
de ventanas cerradas,
de cristales, de plásticos,
de vencidas, dobladas estructuras.
Entonces entrará,
podrá bajar el viento
hasta el nivel del fondo
y desde entonces
ya no existirá más arriba ni abajo.
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Autor: Jean-Yves Jouannais. Título: El uso de las ruinas. Editorial: Acantilado. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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