Me lo dijo mi mujer: «Javier, que te lleve Paco; no conduzcas tú, que te gusta mucho correr, que luego te para la Guardia Civil y tienes que dar explicaciones, aunque luego todo quede en nada».
Lo mismo me dijo Eva al día siguiente, mientras me desabrochaba los botones de la camisa con esa manera tan melancólica que tenía de mirarme: «Tu mujer tiene razón, Javier; que te lleve Paco, no conduzcas tú, que luego te metes en líos y te deprimes; anda, ven a la cama».
Me lo dijo mi conciencia, y mi instinto de político bregado en mil batallas.
Me lo advirtió la sabiduría popular, y la cita del taco calendario del Sagrado Corazón de Jesús que Eva había colgado en la pared de su cuarto.
La cita decía: “Aun admitiendo que haya errado, las consecuencias son asunto mío” (Job 19:4).
Pero ¿de qué sirve ganar elección tras elección si no puedes comprarte un cochazo y pisarle a fondo? Qué hipócritas somos todos, sobre todo cuando nos disfrazamos de votantes.
Yo a la Feria del Vino de la Comarca no podía faltar, y esta vez quería llegar en mi Ferrari, no en el aburrido coche oficial (que tanto se parece a su primo hermano, el coche fúnebre). No lo hacía por mí, ojo; lo hacía por los del pueblo, porque yo soy como una especie de avatar para ellos, de modo que cuando me pongo al volante del Ferrari, es Camacho el carnicero quien lo hace; o Murillo, el de la granja de cerdos; o ese par de borrachos que se pasan todo el día en el bar, con un palillo en la boca, deconstruyendo el idioma, arrojándoles huesos de aceituna a las palomas. Cuando yo acelero, es el pueblo el que pisa a fondo.
Así que llegué a la Feria del Vino de la Comarca y me recibieron como siempre, entre vítores y palmadas en la espalda. Paco, el chófer, había venido por su cuenta, pero tenía la orden de no beber para llevarme luego de vuelta en el Ferrari, si a mí me daba por tomarme unos vinos. Porque una cosa es que te pillen a doscientos kilómetros por hora y otra que te cacen borracho. Lo primero se puede arreglar. Lo segundo ya es bastante más difícil.
Llegué a las seis de la tarde y a las ocho ya iba como una cuba. Me debieron de meter droga en el Cola Cao, porque a mí ya me patinaba la lengua. Recuerdo haber arreglado mil rencillas vecinales y haber prometido favores y puestos de trabajo a sobrinos de gentes venidas desde muy lejos. Recuerdo que Eva apareció por allí con su marido y que en un descuido de éste, le dije que me siguiera al Ferrari para hacer el amor o lo que se pudiese hacer en dos minutos. Recuerdo que me mandó a paseo y que justo en ese momento el cantante de la Orquesta pronunció mi nombre y todo el mundo se giró hacia mí y rompió en aplausos. Cuando subí al escenario, me pasaron un micrófono y canté una ranchera. Mujeres de muslos como jamones y hombres de brazos como sandías bailaban a mi alrededor.
A medianoche, el vino ya me salía por las orejas. Había llegado el momento de largarse. Me acerqué a una de las barras, donde había visto a Paco tres horas antes, pero no lo encontré. Lo llamé al móvil, sin resultado. Pregunté por él, pero nadie sabía nada. Unos chavales de la zona que me ofrecieron cocaína aseguraron que lo habían visto totalmente ebrio, dormido debajo de un barril. Me acerqué al barril que me indicaron los chavales y uno me sacó una navaja. Les pregunté si querían dinero y ellos respondieron que no, que lo que querían era que les cantase otra vez la ranchera (una apuesta entre ellos parece ser). Los amenacé con emplearlos en la construcción y salieron despavoridos. No tenían ni idea de quién era yo, no sabían con quién estaban hablando. Vaya juventud nos espera. Media hora más tarde, seguía sin encontrar a Paco. En cuanto a mí, apenas me sostenía en pie.
No sé ni cómo llegué al Ferrari, pero lo hice solo. En la feria apenas quedaba nadie y todos aquellos a los que les había vendido favores ya se habían ido. Una vez sentado, ya no me encontraba tan mal. Desplegué una bolsa de plástico de El Corte Inglés de la capital por si me venían arcadas, introduje la llave en el contacto y arranqué. Lo hice suavemente, no como esos salvajes que salen derrapando con sus coches de alta gama de las ferias de ganado.
Apenas llevaba recorridos cien metros, cuando dos motoristas de la Benemérita me dieron el alto.
Uno de ellos se bajó de la moto, metió el casco por mi ventanilla y me pidió los papeles y la documentación.
O no me había reconocido, o era un guardia civil de la oposición política.
El otro se acercó y me preguntó qué había tomado. Aluciné con la pregunta. Cómo que qué había tomado. Estábamos a apenas cien metros de la entrada de la feria de vino más importante de la zona y junto a los guardias civiles había un enorme cartel anunciando la XXVII Feria del Vino de la Comarca. Por no mencionar mi aliento y los lamparones de mi camisa.
¿Eran gilipollas?
¿Me estaban vacilando?
Me enfadé.
—Que qué ha tomado —repitió el guardia civil.
—Unos bollycaos —respondí.
El motorista me ordenó salir del coche.
—Dígame eso a la cara —dijo el agente.
—Unos bollycaos —insistí.
Como persistía en lo de la bollería industrial, me hicieron el control de drogas y alcohol, dando positivo en todo. Les dije que no sabían con quién estaban hablando, pero respondieron que sí, aunque eso no tenía la menor importancia. Herido en mi orgullo, intenté regresar al coche, pero los agentes me lo impidieron. Hubo un sutil forcejeo. Mordí una oreja.
Pasé la noche y la curda en los calabozos del cuartelillo. Pedí un boli y un papel pero solo me trajeron el boli. Garabateé en el muro de la celda la cita del taco calendario del Corazón de Jesús que había leído en casa de Eva: “Aun admitiendo que haya errado, las consecuencias son asunto mío” (Job 19:4). En la jaula de al lado roncaba Paco, mi chófer. Estaba claro que se trataba de una caza de brujas. Los felices días de vino y rosas habían terminado.
Iban a por nosotros.
Iban a por el Ferrari.
Iban contra la democracia.
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Epílogo
Me despertó el impacto de algo blando en mi cabeza. Miré a mi alrededor. Un bollycao yacía en el suelo de la celda y dos guardias civiles se reían a carcajadas, señalándome con el dedo.
—Su abogado está de camino —dijo uno de ellos.
Cuando llegó el abogado y vio mi rostro, se sorprendió por la presencia de trazas de sangre seca. Maldijo entre dientes a los guardias. No era la primera vez que se propasaban con los detenidos.
—Es chocolate —le aclaré.
Me llevaron ante el juez. Me dolía mucho la cabeza, de la resaca. El juez parecía haber dormido a pierna suelta y tenía voz de tenor. Cada palabra suya se me clavaba como un cuchillo.
—Por favor, ¿podría bajar un poco la voz? -le rogué.
—¿Es usted idiota? —respondió.
—¿Sabe usted con quién está hablando? —me ofusqué.
—Con el de los bollycaos —sentenció.
La prensa se me echó encima.
Nadie del Partido salió a defenderme.
Mi mujer se enteró de lo mío con Eva y me rayó el Ferrari con un compás de la niña.
Mi interpretación de la ranchera se hizo viral. Alguien me había grabado destrozando esta estrofa:
No tengo trono ni reina
Ni nadie que me comprenda
Pero sigo siendo el rey
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