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En pasto del olvido

En pasto del olvido

La fealdad de Atenas

En un primer vistazo, cuando el taxi que lo recoge en el aeropuerto atraviesa las primeras lindes de la ciudad y ésta se presenta ante el viajero como si en ella la periferia se hubiese ido extendiendo hacia el centro y no al revés, uno puede concluir equivocadamente que Atenas es fea. Lo pensará al observar los edificios desastrados e impersonales que aquí y allá jalonan unas calles estrechas y bacheadas cuyas aceras parecen no haber visto en años el paso de una escoba, al atender al aspecto deplorable de inmuebles abandonados que sin duda debieron de conocer tiempos mejores y que ahora son ruinas extemporáneas que no pueden aspirar a otro premio que el olvido, al apreciar la simplicidad y hasta el desaliño urbanístico de las que por su condición de plazas principales debieran remitir más a las grandes urbes europeas que a las de cualquier capital anodina de provincias. Es posible que esa primera impresión la hayamos experimentado todos los que alguna vez llegamos por primera vez a Atenas y, una vez sofocado el entusiasmo expectante que siempre caracteriza la llegada a cualquier lugar desconocido, nos hemos resignado a la evidencia de que no había allí nada más que apreciar que aquello que ni siquiera vale la pena mencionar porque de sobra lo conoce todo el mundo. Lo pensé yo mismo hace unos meses, cuando salí del hotel y me enfrenté a la evidencia de una fachada inmensa y descascarillada en la que no había nobleza ni oropel, sólo una languidez y un desasosiego que no guardaba parentesco con la melancolía, sino más bien con una dejadez obcecada, como si un raro empecinamiento forzara a la ciudad a regodearse en su decadencia inhóspita. Me sentí entonces igual que el náufrago que debe hacer todo lo posible por mantenerse a flote braceando hasta, como mínimo, dar con una balsa que aplaque su deriva, y con ese espíritu comencé a pasear por unas avenidas rectilíneas y eternas que parecían no tener principio ni fin, como si el urbanista que las diseñó hubiese aspirado a abolir todos esos anclajes que necesita un transeúnte para saberse parte de la realidad. Hay ciudades que epatan desde el primer momento, que exhiben su plumaje de pavo real ante el recién llegado y lo atosigan con un inventario de atractivos propicios al deslumbramiento que a menudo desemboca en un colapso mental y anímico que termina conduciendo a la frustración: resulta imposible encontrar tiempo suficiente para conocer todo lo que en ellas debe conocerse. No es el caso de Atenas. La ciudad que figura en los libros de historia como escenario de algunos de los momentos más definitorios de nuestra civilización, el lugar donde se enfrentaron Atenea y Poseidón para que de su lucha emergiera el milagro deslumbrante de la Acrópolis, es un reducto discreto que parece avergonzarse de sus esplendores, como si no quisiera presumir más de lo debido a sabiendas de que pocos pecados hay más imperdonables que la egolatría y sólo accediese a desnudarse ante el viajero cuando éste se muestra dispuesto a dedicar el tiempo y las atenciones necesarias para desentrañar el enigma. A las pocas horas de recorrer Atenas igual que un marinero abocado al naufragio, de sortear esquinas en penumbra y maquiavélicos pasos de cebra en pos de algún recodo donde reconfortar el alma, de escudriñar en cada cruce cualquier punto de fuga que acaso me permtiera obtener desde la distancia una visión parcial del Partenón o una intuición de las columnas del templo de Zeus Olímpico, descubrí de pronto que el braceo de los primeros compases se había transformado en una navegación plácida, y que poco a poco aquellas calles sombrías en las que a duras penas lograba filtrarse la luz balsámica que baña los mediterráneos habían comenzado a acogerme igual que si fuera uno de los suyos sin que hubiese llegado a percatarme del cambio de actitud. Ahora que vuelvo a Atenas después de algunos meses, la ciudad se me ofrece tal cual es y por eso encuentro, desde que pongo el pie en sus aceras, la calidez y la hospitalidad que se me resistieron en la primera visita. Hallo en la nada presuntuosa fuente de la plaza Omonia una invitación a la osadía y bajo los tejados del mercado central las voces desaforadas que anuncian pescados frescos y especias aromáticas adquieren una musicalidad que desmiente el desorden imperante. Hay un hombre de edad avanzada y barriga prominente que dormita apoyado en la valla que protege la vieja Torre de los Vientos y los turistas apuran sus desayunos en las terrazas que se alinean a un lado del Ágora. A lo lejos, en lo alto, despunta el perfil de los Propileos y se recortan sobre el cielo azul las siluetas de las personas que a estas horas tempranas visitan el Areópago. Un vendedor de camisetas trata de hacer negocio con unos turistas que descansan o esperan a sus compañeros en la plaza Monastiraki, y es Syntagma un ir y venir de estudiantes y oficinistas y funcionarios que entran y salen del metro, en una cotidianidad del todo ajena a la parsimonia milenaria del mármol. El bullicio de los coches, de las conversaciones cruzadas, de la música que sale del interior de alguna tienda de ropa o de algún bar, es unas veces molestia y otros colchón que amortigua pensamientos y mengua preocupaciones, y uno se pregunta si no será la vitalidad de Atenas la que le confiere la belleza que desmiente esa fealdad que le atribuyen quienes sólo quieren ver en ella un mero escenario y apenas prestan atención a la electricidad que la recorre, acaso la misma que hace miles de años prendió aquí la chispa de la lucidez que engendró aquello que hoy somos.

El mar desde Eleusis

"El mar, tranquilo, mece sus aguas en un bamboleo embelesado, con las luces de las fábricas reflejadas en su oleaje tímido y silente"

Tiene algo de balsámico la contemplación del mar desde Elefsina, el lugar que una vez se llamó Eleusis y acogió aquellos ritos que se hicieron célebres aunque no sepamos en qué consistían exactamente. Quien llegue aquí con los deberes sin hacer no encontrará el menor vestigio de venerabilidad ni hallará demasiados alicientes para lanzarse por su cuenta a la indagación en aquel enigma antigua: la moderna Elefsina creció al calor de la industria, se desarrolló sin la menor querencia hacia un pasado que acaso sintió ajeno y parece desentenderse de todo cuanto tenga que ver con el luto de Deméter y el sueño intermitente de Perséfone. Tampoco da la impresión de que tuviera en cuenta hasta hace relativamente poco su emplazamiento privilegiado, a orillas del golfo de cuyas aguas emerge como una fantasía remota la isla de Salamina, y por eso cuando el mar sale al encuentro lo hace de manera tan inesperada que uno llega a creer que ha desembocado por accidente en el mismísimo fin del mundo y se pregunta si no andará por allí cerca esa isla de Patmos a la que se retiró Juan para trenzar los versos en los que se anticipaba el fin del mundo. En las terrazas instaladas junto al paseo marítimo se acomodan vecinos que salen a aspirar las brisas frescas de la tarde y se adivinan allá al fondo las naves de la vieja refinería, recuperada para un porvenir que se pretende sostenible en medio de un presente que huele a gasolina. El mar, tranquilo, mece sus aguas en un bamboleo embelesado, con las luces de las fábricas reflejadas en su oleaje tímido y silente. El sol está intentando esconderse al otro lado de las montañas, pero la inminencia del verano lo impele a resistir un poco más de lo acostumbrado y aún resbala su brillo por la ladera para ir a morir al pie del puerto. La estampa es tan bella que cabe sospecharla entre los objetivos principales de quienes siglos atrás procesionaban hasta aquí para participar de los misterios, ávidos de posar sus pies descalzos en la arena y, una vez cumplimentado el rito al calor de los templos cuyas ruinas configuran hoy el yacimiento en torno al cual se acabó por conformar la ciudad, dejar que se sometieran sus cuerpos exhaustos al vaivén generoso y sanador de las aguas egeas, ésas que ahora tengo ante mis ojos y murmullan las historias milenarias cuyos ecos han quedado ensordecidos por el bullicio atronador de la contemporaneidad, pero vuelven a hacerse audibles cada vez que alguien se aparta un poco del bullicio e intenta concentrarse, a ver si escucha.

El árbol de Dimitris

"Tener ante mis ojos el árbol donde se suicidó el viejo Dimitris sea una forma de constatar que éste existió y no fue sólo un nombre escrito en las páginas de un periódico"

Empleo unas horas muertas y errabundas paseando por los grandes jardines que nacen a un costado del templo del Zeus Olímpico y cuyas frondosidades refrescan y embellecen el centro de Atenas, y dejo que mis pasos, que van avanzando poco a poco sin prisas y sin rumbo, me conduzcan hacia la plaza Syntagma. Estuve aquí hace unos meses y recordé la historia de Dimitris Christoulas, el jubilado que en abril de 2012 se suicidó ante el parlamento como protesta con los recortes feroces con que la Unión Europea convirtió a Grecia en chivo expiatorio de la crisis económica. Ahora que vuelvo a encontrarme en esta curiosa explanada en pendiente que carece de cualquier veleidad señorial y parece concebida como un mero espacio de tránsito entre el sosiego del barrio de Plaka y las distintas velocidades de la ciudad moderna, me pregunto cuál sería el lugar exacto que eligió aquel buen hombre para poner fin a sus días tras pronunciar, según varios testigos, una frase lapidaria —«No quiero dejar deudas a mis hijos»— y depositar en algún lado una carta en la que culpaba al Gobierno de su decisión fatal e irreversible. Busco en mi teléfono móvil las noticias que se publicaron entonces. Hablan de que el jubilado se dirigió a «un árbol situado en el centro de la plaza» y que allí mismo, junto a él, se pegó un tiro en la cabeza. Miro las fotografías que se tomaron en aquellos días, cuando la gente se acercaba hasta aquel mismo lugar para dejar mensajes en el tronco a cuyo pie el viejo Christoulas consumó el sacrificio del que él mismo fue objeto, y con ellas a la vista intento orientarme por la plaza. Pese al tiempo transcurrido, más de una década, no parece que el lugar haya cambiado. No escasean los árboles en la plaza Syntagma, pero no hay muchos cuyos troncos tengan el grosor del que eligió aquel pobre hombre y luzcan sus mismas rugosidades. Encuentro dos, uno a cada lado de la fuente, que podrían encajar con aquél que voy buscando, y finalmente constato que se trata del que se encuentra a mi derecha, según se mira hacia el edificio del parlamento. No hay en sus pies ofrendas ni recordatorios, pero sí permanecen en su corteza restos de pintura roja y de las grapas que sujetaron los mensajes de ira y condolencia que una vez permanecieron allí en memoria del suicida. ¿Qué busco aquí?, me pregunto mientras observo el árbol y algunas de las personas que descansan en los bancos contemplan, supongo que con cierta curiosidad, al extranjero que, de pie en el césped, rodea ese mudo vestigio de un naufragio que dejó aquí víctimas en abundancia, restos que aún colean y se perciben a poco que se escrute la ciudad más allá de sus monumentalidades. No tengo forma de saberlo. Quizá la contemplación de los lugares donde ocurrieron ciertas cosas me hace ser más consciente de que esas cosas sucedieron, y tener ante mis ojos el árbol donde se suicidó el viejo Dimitris sea una forma de constatar que éste existió y no fue sólo un nombre escrito en las páginas de un periódico, que fue real su tragedia y también la del país donde vivía; un modo de traer al presente su recuerdo para que no se convierta demasiado pronto en pasto del olvido.

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