Son tiempos complicados para el periodismo. El ruido de fondo del tráfico se mete en la grabadora y devora declaraciones mientras unos guardias de seguridad impiden que el fotógrafo haga su trabajo en un espacio público. «Aquí no se pueden hacer fotos», «No puedes ocupar esta mesa si vienes con tu portátil»… Pegatinas por todas partes, en puertas, paredes y mesas, con una señal que prohibe las cámaras y los ordenadores portátiles, como hacen las grandes estrellas del pop. Así no hay manera de contar qué es lo que malvive en las entrañas de la ciudad.
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—Empezaré esta entrevista citando al boxeador Alfredo Evangelista, que me contó que cuando peleó contra Muhammad Ali y le aguantó los quince asaltos, pensó: «Plata o mierda». ¿Qué crees que pensarían los mendigos de Los días felices: plata o mierda?
—Yo creo que en el horizonte está la plata, pero es un horizonte tan lejano que al final nunca llega. Es como esos horizontes de Lucky Luke, que siempre están ahí y él se aleja al atardecer, pero nunca lo ves llegar y tampoco sabes qué hay allí porque siempre, antes de llegar, hay otra aventura, otra movida más. Este tipo de gente desheredada que está tan acostumbrada a que le vaya mal la vida, porque les trata a hostias, ven plata en el horizonte pero saben que no la van a alcanzar. Es como si de alguna manera sintieran que no la merecen, que no tienen otra que jugar con las cartas que les han repartido y que no pueden cambiar. Este tipo de desheredados que pululan por la novela ven plata pero para alcanzarla tienen que recorrer un camino sembrado de mierda. Y ni aún así tienen claro que vayan a alcanzar la plata.
—Háblame del suceso de la furgoneta blanca y el mendigo en Frankfurt.
—No fueron cariñosos, pero tampoco fueron ariscos ni violentos, sino que lo recogieron como quien recoge mercancía. Me llamó la atención. Primero vi a ese mendigo sentado, sin brazos ni piernas, y yo me pregunté cómo había llegado hasta ahí esa persona, no solamente hasta la puerta del supermercado, sino también al país incluso, porque esa persona no podía valerse por sí misma y estaba claro que venía de muy lejos (por sus facciones, por cómo era…). Y en ese memento llegó la furgoneta blanca, lo cargaron y se lo llevaron. No le dieron las buenas noches, no fueron cuidadosos… Se lo llevaron y punto. Eso me llevó a investigar sobre este tipo de mendigos y me enteré que hay redes de tráfico de personas que se dedican a captar mendigos lo más impedidos posible. Cuanto más espectacular sea su deformación o su carencia, mejor, y que no sepan el idioma preferiblemente. Hace poco desarticularon en Francia a una banda que tenía a trescientos mendigos hacinados en una nave industrial a las afueras de París y los obligaban cada día a pedir para ellos, a unas cuotas mínimas, y si no llegaban a esas cuotas había un castigo físico, los dejaban sin comer… Los tenían en unas condiciones deplorables y cuidaban mucho que fuera gente que no supiera el idioma para que no pudieran pedir ayuda. Los mantenían drogados y sedados para que no dieran mucha guerra. Entonces me di cuenta de que eso existía y que probablemente fuera lo mismo que pasaba en Frankfurt y, seguramente, en España también encontraría casos parecidos.
—De hecho, el 12 de febrero de 2020, los Mossos d’Escuadra y la Guardia Urbana detuvieron en Barcelona a dos hombres y a una mujer de nacionalidad rumana como presuntos autores de un delito de tráfico de seres humanos con la finalidad de mendicidad. «Los arrestados obligaban a la víctima a pedir limosna durante 18 horas al día en las calles sin comer ni beber».
—En Terrassa también detuvieron hace poco a una familia que se encargaba de captar mendigos que engañaban y se llevaban. Una vez que los tenían en su poder, los maltrataban, torturaban y les obligaban a pedir para ellos. Y era lo mismo: con cuotas mínimas y con castigos físicos si no llegaban al mínimo que les exigían. Es un negocio muy lucrativo. Esta gente tenía un par de mendigos o tres, pero imagínate tener 300 y que cada uno saque 60 u 80 euros al día. Multiplicado por 300 o multiplicado por un mes, las ganancias son extraordinarias.
—¿En qué momento empiezas a tirar del hilo? Entiendo que no sabías, al principio, qué era lo que estaba sucediendo con esta gente.
—Claro, pero lo intuía. Primero, busqué noticias al respeto, a ver si era cosa mía, pero cuando encontré este tipo de noticias pregunté a los periodistas alemanes y españoles, y gracias a unos contactos me pusieron tras la pista de este tipo de sucesos y de redes. También hablé con policías y con jueces. Me dijeron que sí, que existía esa forma de explotación, pero que no copaba los titulares porque había otro tipo de tráfico de personas y no se le podía dar cabida a todo. Igual que el tráfico de boxeadores; no es una cosa que esté en primera plana porque entiendo que no es tan espectacular o no está tan a la orden del día, entonces empecé a investigar y a tirar del hilo e incluso hablé con algún mendigo, pero lo que me decían era que había gente que llegaba sin hablar el idioma y que se quedaban con los mejores sitios para pedir y que no podían hacer nada.
—Imagino que te adentraste en lugares poco recomendables…
—Sí. Con la anterior novela, El gran rojo, también me metí en narcosalas y en narcopisos bastante poco recomendables. Pero cuando quieres hablar o escribir sobre algo, si no estás en el sitio, si no eres honesto, al final se nota, el lector lo nota, y sobre todo yo lo noto; si no soy honesto con el lector siento que no estoy diciendo la verdad. Es imposible librarse del síndrome del impostor.
—«Las luces componen una ilusión de belleza y optimismo tan cruel como la última cena de un condenado a muerte», escribes en El gran rojo. ¿Los mendigos de Los días felices serían, de alguna manera, condenados a muerte también?
—Yo creo que es una condena peor que la muerte, porque es una condena en vida; es preferible morir y terminar con todo de una vez por todas. Como el mito de Sísifo, que se ve obligado a empujar una piedra sabiendo que al día siguiente va hacer lo mismo sin ir a ninguna parte. Salvando las distancias, entiéndeme, es peor que una cadena perpetua, porque sabes que no vas a tener posibilidad de salvación salvo la muerte, que es un punto y final que en algunos casos puede resultar incluso liberador, dependiendo de la persona. La cárcel es muy dura y la vida es muy dura, y hay gente que ve el suicidio como una opción razonable que está a la orden del día.
—El asunto del suicidio también lo tocas en El gran rojo cuando hablas de la torre del Commerzbank y los segundos que tarda en llegar al suelo alguien que se arroja al vacío desde esas alturas, midiendo los rascacielos por segundos y no por metros.
—Sí. «Ese edificio mide ocho segundos» o «yo trabajo en uno que mide doce segundos». Un amigo mío, profesor de Física, calculaba las distancias y tampoco es tanto pero sí es mucho, porque tirarte de un rascacielos en una caída de ocho segundos no es nada, sobre todo cuando sabes cuál va a ser el resultado. Es terrible. Me fascinaba mucho el tema del suicidio, sobre todo cuando me enteré de que en el edificio en el que yo ambienté la novela se habían suicidado dos personas en ese año. Me llamó mucho la atención no sólo que podía haber llevado a esa persona a tomar esa decisión tan trágica, sino también cómo era ese proceso. No quiero, pero si en algún momento decido poner punto y final a mi vida, yo elegiré una forma más rápida y más indolora o que me dé menos miedo.
—¿Las ciudades son monstruos que devoran a las personas? Hablamos de las alturas de los edificios, pero también hay que tener en cuenta los bajos de estos rascacielos tan luminosos.
—Es que esa es la tramoya. Tú ves una obra de teatro y te puede parecer muy bonita, pero miras detrás del escenario y compruebas que es una zona fea y oscura con trastos, con poleas, con cuerdas… Esa es la tramoya, lo que no se tiene que ver, porque solamente tienes que ver el escenario, la magia que sucede sobre él, y no ver a la gente que está detrás trabajando y no ver esa zona tan fea y tan inhóspita, porque no te corresponde verla, digamos.
—Sabiendo la trama de tu nueva novela, me resulta irónico que se titule Los días felices, que por otra parte es el nombre del desguace de los Popescu.
—Sí. Cuando vivía en Alemania, me llegaron noticias, precisamente, de un desguace a las afueras de Frankfurt en el que se celebraban a diario peleas de mendigos, de desheredados… Pero no se llamaba Los días felices, aunque también tenía un nombre muy peculiar, así que le puse Los días felices a este desguace. No sabía si era un rumor o si era una trola, pero me llegó por varias personas diferentes porque cuando empecé a preguntar sí que existía ese sitio. Hice el intento de ir, había alguien que estaba dispuesto a llevarme, pero en el último momento me dijeron que no porque parece ser que sabían que iba a ir alguien.
—¿Ya sabían que estabas husmeando?
—No sé si sabían que era yo, no sé si sabían que había alguien husmeando o si simplemente tenían cuidado de quién pasaba por allí. Es normal. Recuerdo que cuando investigué para escribir El gran rojo, me fui a una plaza muy céntrica de Frankfurt, Konstablerwache. Como en Madrid, había chicos que estaban ahí sin hacer nada o que parecía que estaban sin hacer nada, cuando en realidad estaban trapicheando. Entonces me senté en la plaza y me puse a ver cómo era el proceso. En menos de cinco minutos detecté quién era el que vendía, quién era el que cobraba… Pero en esos cinco o diez minutos ellos también me detectaron a mí; de repente me di cuenta que había algunas personas mirándome. Tienen gente buscando. No sé si es que me vieron mirar más de la cuenta, si es que tenía cara de extranjero… También fui policía portuario durante nueve años y no sé si algo queda de esa época. Yo creo que no, pero a lo mejor saben detectar ese rescoldo que pueda quedar. No lo sé, pero el caso es que yo me levanté y me fui mirando atrás por si me seguían. Con el desguace, alguien me dijo que era mejor que no fuera.
—¿Sentiste miedo?
—Más que miedo, desilusión; yo quería ir hasta allí. Al final tuve que confiar en palabras de uno, lo que me contaba otro… Iba a gimnasios de boxeo, porque a estos chicos les prometían cien euros por una pelea. Claro, ¿quién dice que no cuando no tienes trabajo, una mujer de dieciséis años que ha sido madre…? Hay necesidades y la promesa del dinero rápido es muy suculenta.
—Al señor Nielsen, cuando va a ver a Baobab, ella le dice que está perdiendo facultades, ese hambre de antes, y que sus enemigos lo sabían, entonces le aconseja: «incluso un gran guerrero necesita algo de ayuda de vez en cuando». ¿Cuándo crees que un gran guerrero necesita ayuda?
—Siempre me ha fascinado mucho la relación entre lo esotérico y lo criminal. Es una relación que ha estado siempre muy unida. Heinrich Himmler, el jefe de las SS, no tomaba ninguna decisión importante sin consultarlo antes con la persona que le echaba las cartas. Eso lo trasladé a este tipo de persona; cuando tú ocupas un puesto de responsabilidad en una organización criminal, cuando tomas decisiones cada día que pueden suponer la vida o la muerte de cierto número de personas, va más allá del beneficio económico. Entonces yo creo que es muy fácil pensar que lo que hace responde a bien superior. En estos casos, este tipo de persona siempre busca algo más, una explicación a lo que hace y una ayuda externa. Creo que por eso los que están cerca de la cima necesitan de vez en cuando creer en algo, que alguien les diga «estás en lo correcto», «ve por aquí», «lo estás haciendo bien»… porque sino es muy complicado. Si es complicado en el día a día con un trabajo medio normal, tú imagínate estando allí arriba y tomando decisiones que suponen la vida o la muerte de personas.
—Los que están arriba buscan creer en algo mientras que nadie cree en los de abajo.
—Exactamente. Es extrapolable al sistema actual. Muchas veces pensamos que los que están arriba dirigiendo nuestros designios son gente inteligente y sensata, pero son unos papafrita que lo que quieren solamente es medrar. Lo estamos viendo todo el día con el reparto de sillones del Congreso, en cómo se toman ciertas decisiones… No tiene ni pies ni cabeza. Al final, cada uno lucha por lo suyo y poco más.
—Junior, el hijo del señor Nielsen, se creía más inteligente que los demás. Y hablo en pasado porque te lo cargas nada más empezar Los días felices, pues aparece en una fosa con un agujero del tamaño de una «impresora barata».
—(Risas) Sí. Una impresora vieja de esas de cartucho que cuando llevas un año y pico con ella te hartas y la tiras porque no sirve para nada. Siempre me he peleado con las impresoras. Tuve una que cada vez que le cambiaba los cartuchos se estropeaba, entonces había que tirarla y comprar otra. Por eso son tan baratas. ¿Cuál era la pregunta?
—¿Por qué Junior tenía que morir de esta forma tan gráfica?
—Junior es un personaje peculiar que muere a manos de los Popescu, una organización criminal que se ha quedado de atrás, en los años del plomo, cuando la fuerza era lo que mandaba. A día de hoy, las organizaciones criminales que han sobrevivido al paso de los años han sabido adaptarse a la época de las redes sociales, de internet, de la información, y una organización criminal de hace cincuenta años no tenía ese acceso —o no lo quería tener— a la información, que era mucho más expeditiva; cortaban manos, cortaban cabezas… Por eso esa forma tan gráfica y tan antediluviana de cargarse a alguien de un escopetazo en la barriga, un cartuchazo que te deja un agujero tremendo. ¿Las consecuencias son terribles? Sí, pero da igual; lo hacen porque les han faltado al respeto.
—Sabemos que a Junior lo asesinan porque se puede leer en el primer interrogatorio, el cual abre la novela. Digo que se puede porque propones dos formas de lectura: de manera canónica o atendiendo primero a los cinco interrogatorios que aparecen a lo largo de la historia.
—Lo que a mí me interesaba de esta novela, sobre todo, era la forma más que la historia. Quería contarla de una forma diferente y que se pudiera leer de dos maneras: de la forma tradicional y de una forma alternativa en la cual una persona podía leer cierto capítulo en un orden muy concreto para saber de antemano ciertos acontecimientos y verlos venir, pero no de forma literal, sino intuyendo lo que va a suceder, sabiendo por dónde van los tiros, percatándose de que las cosas no son exactamente como se va contando en el interrogatorio… Tenía muchas ganas de contarlo así.
—¿En qué orden has escrito Los días felices?
—Escribí el interrogatorio en primer lugar, uno más o menos largo, y luego ya vería cómo engarzaba la trama para que ese interrogatorio tuviera sentido. Empecé por ese interrogatorio y lo dividí en varios momentos. Fue complicado, porque a la hora de encajar había detalles que no terminaban de cuadrar. Tenía que ver bien dónde lo ponía y sobre todo no quería que ninguna lectura estuviese por encima de la otra, quería que los dos grados de lectura fueran igual de satisfactorios. Pero disfruté mucho. Lo que me está pasando con esta novela es que hay gente que se la está leyendo dos veces (yo esperaba que eligieran una forma de lectura). Leer es un compromiso —y cada vez más—, pero yo quería ese compromiso desde el primer capítulo, que se titula Decisiones por eso; el lector tiene que tomar una decisión para leerlo de una manera o de otra. Creo que es estimulante encontrarte algo diferente, una forma distinta de recibir una historia. A la gente le está gustando mucho.
—Si tuvieras que elegir tu propia aventura, ¿volverías a dedicarte a escribir?
—Sí, sin duda. Tengo una vida privilegiada. Me levanto todos los días a las cinco de la mañana y me siento a escribir. Para mí es la mejor hora. Tengo amigos que escriben de noche, otros que escriben al medio día… Pero para mí la mejor hora es por la mañana porque estoy un poco dormido todavía y no tengo muy claro dónde estoy. Entonces, cuando tengo la pantalla delante, sólo pienso en la novela. A las ocho o nueve ya empiezo a pensar en el correo que me entra, en las facturas, y se pierde esa frescura. Después me voy al gimnasio y luego hago mi vida. Por la tarde leo, reescribo, corrijo… Tengo ahora una vida privilegiada. ¿Volvería a hacerlo? Por su puesto que sí. A lo mejor ni siquiera me hubiera planteado ser policía portuario, sino empezar del tirón a escribir. Lo que pasa es que es complicado, muy complicado.
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