A veces me pregunto de qué podremos escribir dentro de unos años. Esta semana, en la clase de Literatura Contemporánea, el tema era la literatura de posguerra en España y la censura en todos los ámbitos, pero, en particular, en el literario. Hay textos impagables ―véase una muestra― de censores varios que demuestran la catetez y el absurdo al que se llegó en este país y que perduró desde los años 40 hasta casi los 70.
Informe de Pedro de Lorenzo sobre la obra La poesía de Luis Cernuda, de Ricardo Gullón:
«Numerosas alusiones a poemas prohibidos, exaltación de un autor que se mostró comunista en la Antología de 1934, de Gerardo Diego, que ha combatido públicamente al Régimen y continúa en el exilio manifiestamente hostil. No se trata de tachaduras como las aconsejables en las páginas 2, 20 ,24, 26, 27, 29, 30, 37 y 38, sino del problema de resolver sobre la apología de una figura y una temática declaradamente enemiga de los principios religiosos: es blasfematorio; de los morales: es uranista; y de los políticos: es rojo»
(Fuente: Historia de la Literatura fascista española – Volumen 2 de Julio Rodríguez Puértolas Ediciones Akal 2008)
Un alumno me preguntó si todavía se producían este tipo de prácticas. Y, aunque lo primero que me vino a la mente fueron los distintos regímenes totalitarios que aún perduran, inmediatamente después mi memoria rescató un artículo reciente de uno de mis vecinos de letras en esta prisión de Zenda ―Cuando los tontos mandan, de Javier Marías―, donde exponía cómo el sindicato de estudiantes de la Escuela de Estudios Orientales y Africanos de la Universidad de Londres había exigido que desaparezcan del programa filósofos como Platón, Descartes y Kant, por racistas, colonialistas y blancos. El artículo desgranaba otros casos o supuestos y expresaba la preocupación del autor ante la entidad que se le está dando a estas posturas. El paralelismo con el ejemplo censor de Pablo de Lorenzo analizado en clase es evidente.
Podría parecer una anécdota, pero no lo es. Antes salieron voces pidiendo la modificación de los cuentos infantiles por machistas y violentos, proponiendo nuevas variantes, en sustitución del texto clásico, donde Blancanieves baja a la mina mientras los enanitos limpian su casita y otros cambios de índole similar. Los movimientos en pro de la corrección política que dominan hoy en día la prensa y las redes sociales analizan pasado y presente con la mentalidad de un censor de mente estrecha y brazo largo, y amenazan con convertir en tinta invisible buena parte de la literatura existente. A la pregunta del alumno podría haber contestado que en los países que se consideran abiertos, como el nuestro, donde la libertad de expresión es un derecho, existe hoy otro tipo de censura, incipiente y menos evidente, sutil, que podría llegar a afectar a la literatura en modo similar a aquella que tanto nos escandalizó.
Muchas de las obras clásicas o contemporáneas no pasarían este filtro. Thomas Mann, García Márquez, Vargas Llosa… ¿Qué pasaría con sus novelas si prosperara ese movimiento flower-power cultural? ¿Desaparecerían de sus obras los incestos, la violencia, las menores casadas con adultos, el lenguaje clasista, las actitudes racistas…?
Viendo los linchamientos públicos que se producen día sí y día también en las redes sociales, no parece tan lejano ni improbable el resurgir de una censura de la corrección política, tal vez no desde órganos gubernamentales, pero sí desde esas entidades que se consideran guardianas y garantes de los derechos de este o aquel colectivo o minoría y funcionan como grupos de presión. Estos movimientos, bien organizados y con dominio de la Red, son capaces de marcar con la letra escarlata comentarios, artículos, libros o incluso autores que se ven abordados y desbordados por la furia de sus opositores.
La presión no solo afecta a posteriori sino que puede afectar en el mismo momento de sentarse ante el teclado. Una de las cosas que también comento en clase es que, para escribir bien, hay que abstraerse del mundo, olvidarse del «qué dirán» o «qué pensarán» y escribir con las tripas. Aunque el resultado sea un texto por el que puedan tacharte de esto o lo otro, o te hagan un traje en las redes sociales. En la posguerra española era muy complicado escribir ―sin exiliarse― algo mínimamente cercano a la realidad. El autor comenzaba el proceso de creación sabiendo que las obras se verían sometidas al riguroso tamiz de los censores. Muchos escritores han contado cómo «destrozaban» sus propias obras ―Torrente Ballester dixit― para poder publicar, y no siempre esta autocensura garantizaba la edición final de la novela sin cambios o tachaduras o, incluso, su posterior retirada.
Hoy no se retiran, pero el autor está expuesto en la palestra digital a opiniones de todo tipo y esto puede pesar. Pueden recriminarte desde que escribas una escena donde un niño devora con deleite una hamburguesa ―por fomentar la obesidad infantil―, hasta que aparezca un novio solícito con su chica y le regale flores por San Valentín ―machista sin paliativos, por supuesto―. Parecen tonterías pero, según evolucione la influencia de estas corrientes coercitivas en la cultura, puede acabar dejando en el camino demasiadas páginas en blanco, demasiada tinta invisible.
No llegaremos ―espero― a extremos tan dramáticos como cuando en la tarde del diez de mayo de 1933, en el Opernplatz de Berlín, estudiantes universitarios nazis acarrearon más de veinte mil libros de autores consagrados para hacerlos arder, pero la cerrazón mental y la escasa amplitud de miras que se aprecian en entornos que deberían ser paradigmas del pensamiento resultan preocupantes.
Tras estas reflexiones concluí que el desasosiego matinal no me lo produjo el pasado desgranado en clase, sino el presente. Y es que nadie pensó en 1949 que 1984 ―la distopía de Orwell― fuera a hacerse realidad, y aquí estamos, emitiendo Gran Hermano y con Facebook y Google controlando todo lo que hacemos. Esperemos que al menos Ray Bradbury no fuera premonitorio con su Fahrenheit 451.
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