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Arqueología de la mirada

Tal vez no sea casualidad que en el penúltimo párrafo de Diario de un invierno en Tokio (Editorial Minúscula, 2020) se mencione un lugar francés, el café Trois Chambres en Setagaya, y que en Los aprendices de París (Editorial Minúscula, 2023) el imaginario japonés sea evocado en distintos pasajes de la última obra de Matías Serra Bradford, narrador, traductor y crítico argentino.

Lo primero a destacar es que Diario de un invierno en Tokio, siendo una escritura haibun —aquella que combina prosa y el haiku—, pareciera contener el mundo de una novela. Y, de manera inversa, Los aprendices de París, con sus trescientas veinticinco páginas, se acerca a la forma de un diario que acoge distintos recursos literarios. En ese sentido, Serra Bradford es un narrador original cuyo foco estriba en los detalles de la mirada: ir más allá de lo aparente como manera de aproximarse a una comprensión de la condición humana; captar lo que precisa una observación más atenta.

"Dos hilos comunes adicionales se identifican entre ambos títulos. Por un lado, el temor de volverse loco, manifiesto tanto por el cronista de Tokio en primera persona como por el personaje central de París, visto desde una tercera persona"

Entre ambas obras de Serra Bradford, además, existe una coincidencia en cuanto al tiempo cronológico de las acciones, que transcurren casi de manera exacta en dos semanas, tanto en Tokio como en París. Ambas en época de invierno, aunque con propósitos distintos. Buenos Aires como recurso comparativo con la ciudad de destino está presente en ambos libros. Más allá de ello hay otros cruces significativos. Uno tendría que ver con el sentido del deambular, dejarse sorprender por el descubrimiento fortuito, caminar a la deriva para descubrir una ciudad.

En Los aprendices de París detectamos que el profesor, al que los alumnos apodan “Sombrero”, se conecta con la madre del cronista de Diario de un invierno en Tokio, dado que ella es profesora de inglés en un colegio japonés en Buenos Aires en los años setenta.  El apodo de Sombrero —la única forma como es llamado el personaje central— es alusivo a su peinado o, mejor dicho, “a las diversas maneras en que este se forma y deforma en detrimento de la credibilidad de su aspecto”.

Dos hilos comunes adicionales se identifican entre ambos títulos. Por un lado, el temor de volverse loco, manifiesto tanto por el cronista de Tokio en primera persona como por el personaje central de París, visto desde una tercera persona. El otro hilo común que notamos son los niños. En este caso desde la observación de un Japón al que ha ido el cronista. El leitmotiv de viaje —o quizás la excusa— para entrevistar a Shōji Ueda, maestro de la fotografía: una iluminación nocturna en Shinjuku que lo remite a cuentos infantiles; niños que dibujan más concentrados si lo hacen descalzos; ver en la cara de los niños al viejo Japón; niños que suben las escaleras contando los escalones en otro idioma; el hecho de que Tokio, que transmite una energía tremenda, logra despertar la curiosidad de un niño. En Los aprendices de París dice: “Un ataque de risa de un hijo deshace todos los nudos del universo”. Que quede claro que este no es un libro de literatura infantil ni mucho menos, sino más bien un producto sofisticado en el que los niños juegan un papel esencial, y de allí el propio título de la obra, acogida por una editorial que se caracteriza por contar con un catálogo exquisito y de gran calidad de las obras.

"Aunque hay muchos desplazamientos entre lugares de una ciudad, no suceden mayores transformaciones de los personajes"

Lo cual nos lleva a Lucas, Juan y Marcos, niños de entre once y trece años, premiados con un viaje a París por su destacada actuación académica —uno de cada salón de primer año de secundaria—. Sombrero ha sido encargado, no sabe si como premio o castigo, de llevarlos en un viaje de dos semanas de descubrimiento a la ciudad luz. Sombrero, que no tiene hijos, los asume como familia pasajera. Tras un vuelo de doce horas se hospedan en unos dormitorios que son residencia para músicos en la isla Saint-Louis. La coincidencia no es fortuita: Japón, una isla en el océano, y el lugar donde se alojan, una isla en el río. “Sobre el plano de la isla de Saint-Louis el profesor proyecta un Japón privado”. Tanto así que en el capítulo “Palimpsesto” —entre los breves capítulos, cada uno con su título, que conforman una obra de un ritmo constante— el narrador convierte geográficamente las cuadrículas de la isla de Saint-Louis con nombres de ciudades japonesas.

Lo esencial de la experiencia parisina son los paseos como vehículo de aprendizaje que Sombrero emprende con Lucas, Juan y Marcos. Lo que no quita las frecuentes escapadas que él hace, con el consentimiento de los niños, para estar a solas. Más allá de la premisa básica hay ejes temáticos que atraviesan la novela en forma de diario o diario en forma de novela en la que, aunque hay muchos desplazamientos entre lugares de una ciudad, no suceden mayores transformaciones de los personajes. Esta es una obra en la que hay que dejarse llevar por el gozo de la experiencia y de una prosa depurada y efectiva, limpia y musical, que recuerda a otros narradores argentinos como Sergio Chejfec, o a la novela Los llanos, de Federico Falco.

"Esta búsqueda se mantiene de principio a fin y es uno de los temas subyacentes, así como la evocación constante a su pareja, una profesora de teatro en Buenos Aires"

Este libro está lleno de soliloquios, situaciones absurdas que todos nos imaginamos a diario pero que no nos atrevemos a decir en voz alta. La valentía del narrador estriba en trasladar esos pensamientos al texto con una prosa mesurada. La maestría de lo sencillo en modo peculiar. Así como de singular es que uno de los temas recurrentes a lo largo del libro sea la obsesión en torno a la naturaleza del fantasma —si un fantasma puede ser impuntual, si carece de velocidad o si él mismo o los niños son fantasmas—, quizás como una premonición del inminente destino del amigo que le ha pedido que le consiga un libro en el viaje. Luis Chitarroni, muy respetado y admirado escritor, crítico y editor argentino, fallecido apenas el pasado 17 de mayo de este año, ha dicho sobre Serra Bradford:

“Especie de arqueólogo increíble, poeta en dos lenguas, de los pocos que se aventuran en oscuridades y extraen palabras que corren en todas las direcciones, ejemplo asombroso de la narrativa actual (ya no importa si argentina)”.

En su periplo arqueológico a París, antes de partir, Sombrero recibe el encargo de un buen amigo que está muy enfermo —no sabe si estará vivo a su regreso—, para que le consiga un libro cuyo título es Quadernetto, que ya no se consigue en el idioma original, solo en traducción francesa. Esta búsqueda se mantiene de principio a fin y es uno de los temas subyacentes, así como la evocación constante a su pareja, una profesora de teatro en Buenos Aires, casi siempre referida entre paréntesis y que mantiene en un plano mental. No sabemos el nombre ni de Sombrero ni de la profesora de teatro. Como en el diario de Tokio, pareciera coincidir la misma afirmación de que “por primera vez en mi vida no regreso a un lugar; regreso a una persona”.

"Mientras que Diario de un invierno en Tokio ocurre en febrero de 1999, el viaje de aprendizaje de Sombrero con los niños podría haber tomado lugar en los años setenta u ochenta"

Es así como en un momento dado, al haber tantos entramados como efectos espejo entre una obra y otra —que para nada desmerita la calidad de ambas sino lo contrario—, se pregunta el lector sobre la temporalidad en la que ocurren las dos semanas. He allí uno de los méritos literarios de Los aprendices de París, en el sentido de que es casi imposible la ubicación temporal de lo narrado, salvo lo que podemos deducir de dos hechos: van a la telefónica cada cuatro días a llamar a los padres de los niños —lo que quiere decir que no hay teléfonos móviles— y, en segundo lugar, se mandan postales y se escriben muchas cartas. Ello podría significar que, mientras que Diario de un invierno en Tokio ocurre en febrero de 1999, el viaje de aprendizaje de Sombrero con los niños podría haber tomado lugar en los años setenta u ochenta.

¿Y cómo pretende Sombrero —que nunca ha estado en París— enseñarles una ciudad que no conoce? A Sombrero se le ocurre hacer ejercicios para entretenerlos, jugar a aprender la ciudad “sin perder de vista que París es una suerte de mecanismo que se arma y desarma sin fin, y que lo que deben averiguar es acerca de esas piezas pequeñísimas que la operan”. Es así como inventa adivinanzas, suposiciones, ver las reacciones que les genera a ellos la ciudad. Juegos tales como, al estar sentados en un café, adivinar la edad y describir a los desconocidos que pasan; lanzar trozos de madera al Sena a ver cómo flotan; notar a las personas que realizan oficios dispares; marcar un punto en la espalda de niños abstraídos; observar tipos de puertas, tamaños, estilos; identificar la cantidad de edificios por patio; anotar indicadores y carteles de la calle, para autos y personas. Y con el fin de cerrar el día con la conciencia tranquila —aunque hay muchos juegos más— cuentan hasta tres y el primero que corrige algo de la ciudad gana: ajustar la tapa de un cesto de basura, acomodar un cartel torcido, levantar del piso un diario abandonado.

"El hecho de que el parque de Luxemburgo sea la foto de portada tiene además un simbolismo: es el sitio donde niños parisinos van tradicionalmente a jugar con sus barquitos en el estanque"

Todo esto en un exhaustivo recorrido por innumerables calles de París, en un viaje de dos semanas que no excluye las escapadas de Sombrero a cafés emblemáticos como Le Dôme, Le Select o La Closerie des Lilas, algo que nos hace sospechar la presencia intangible de un conocedor de Montparnasse y otros lugares parisinos no tan turísticos. Lo que nos lleva a la bonita y sugestiva foto de la cubierta en la que predomina las sillas del parque de Luxemburgo —entre tantos parques a los que lleva a los niños—, autoría de Matías Serra Bradford. El hecho de que el parque de Luxemburgo sea la foto de portada tiene además un simbolismo: es el sitio donde niños parisinos van tradicionalmente a jugar con sus barquitos en el estanque. Lo mismo ocurre tanto con la imagen de la portada de Diario de un invierno en Tokio como con las enigmáticas y sugestivas fotos tomadas por el propio autor, que actúan como complemento y contraste deslumbrante con las entradas del diario nipón en una suerte de juego ecfrástico.

Los aprendices de París no es en modo alguno un libro más que enseña a París. Todo lo contrario. París es el mero telón de fondo y, si reemplazamos los nombres de las calles y cafés por los de otra urbe, seguramente la obra seguiría funcionando. Esto se ve confirmado cuando Sombrero cavila: “¿Por qué habían elegido París en su colegio si no era un liceo francés, si el francés era una materia más? ¿Por qué no Londres o Berlín, Barcelona o Madrid, para el caso, si para chicos de esa edad una ciudad como esas daría lo mismo que la otra?”. Así como también el narrador recalca de la siguiente manera: “Sombrero llegó con una memoria entera —una memoria que era una expectativa— detrás del nombre París, pero para los niños no es nada, no es otra cosa que un sonido un poco infantil, saltarín, que les permite hacer juegos de palabras y rimas que los hacen revolcarse de risa”.

"Uno se pregunta si los padres de Lucas, Juan y Marco hubieran consentido que sus hijos viajaran a París con un profesor con semejante perfil psicológico"

Cabe también decir que esta obra es un gran perfil de Sombrero. Este libro es un viaje hacia la introspección de una mente compleja e insegura. Eso hace el sentido del perfil bastante singular, en el que no abundan las descripciones físicas sino rasgos de su personalidad: Sombrero es un hombre que se distrae y se demora constantemente; siempre toma el camino torcido, da vueltas en vez de ir al grano; siempre parece estar a punto de tomar una determinación que va a cambiar su vida; le cuesta olvidar la fragilidad mental que sintió en ciertas épocas tempranas de su vida; tiene la sensación de que tarde o temprano perderá la cabeza aunque ante los niños no va a parecer nunca un trastornado; al despertarse se cuestiona por qué un edificio no ha cambiado de lugar mientras dormía; su estilo consiste en anunciar lo que va a hacer; lo aqueja una torpeza profunda hasta para atarse y desatarse los cordones; a veces es excesivamente bondadoso, “perdona tantas cosas que es como si no tuviera criterio moral”; a la vez es rencoroso; ha sido hipócrita  para obtener trabajo; cuando se reencuentra con alguien después de mucho tiempo evita darse aires de una persona brillante; a veces va por la calle y actúa como si lo estuvieran filmando; se avoca a descubrir vestigios del pasado y vestigios del futuro; está obsesionado con lo oriental —en especial con Japón—; se le aparecen fantasmas en la noche y “después de demorarse largo rato en el pasado, con el aire sorprendido de que le haya tocado ser quien es, le resulta imposible dormirse”.

Es así como uno se pregunta si los padres de Lucas, Juan y Marco hubieran consentido que sus hijos viajaran a París con un profesor con semejante perfil psicológico. Lo cierto, a fin de cuentas, es que ese viaje será el más importante de la vida de esos niños porque, a tan corta edad, les ha enseñado juegos que los entrena y fortalece, los prepara para querer y saber estar consigo mismos. Sombrero les ha enseñado a mirar lo que verdaderamente importa, lo que está escondido en los detalles y no en lo aparente: armas de defensa personal japonesas.

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Autor: Matías Serra Bradford. Título: Los aprendices de París. Editorial: Minúscula. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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