Es frecuente en los últimos tiempos, sobre todo en las redes sociales, referirse a la gente de edad en términos despectivos: abuelo, viejuno, rancio, pollavieja, tómese la pastilla, etcétera. Olvidando el lúcido refrán antiguo de como te ves yo me vi, como me ves te verás, ciertos idiotas de pocos años, o que no cuajaron lo suficiente, tienden a creer que su propia juventud será eterna y que, por el hecho de envejecer, un hombre o una mujer dejan de ser lo que fueron. Pero se equivocan. Pensaba en eso hace unos días, en Buenos Aires, cuando anduve de conversación con un viejo policía, retirado hace tiempo, que fue uno de los modelos utilizados por mi compadre Jorge Fernández Díaz para crear el personaje Remil de sus novelas El puñal, La herida y La traición. Pensé en eso, como digo, mientras observaba el rostro amable, canoso y lleno de arrugas, donde unos ojos tranquilos y duros seguían lanzando señales de alerta para quien supiera leer en ellos. Como dice un personaje en una de mis novelas, algunos llevan la biografía escrita en la mirada, aunque ahora casi nadie mire ya a los ojos ni sea capaz de leer en ellos.
Les juro que uno vive para presenciar momentos como ése. Reconcilian con ciertos aspectos del género humano. Seguro de su fuerza, juventud y estatura, el macarrón se había acercado a mi acompañante, casi tocándolo. «Te voy a matar», repitió amenazador, inclinado hacia él. Y entonces, muy sereno y sin moverse del sitio, el viejito alzó la cara y dijo: «Tú no has matado a nadie en tu puta vida».
Fue increíble, oigan. El efecto. Aquel grandullón era, en efecto, gilipollas; pero no era tonto. Miró los ojos de mi amigo, y la verdad es que supo mirar. Yo contemplaba la escena sin saber cómo acabaría —igual entre los dos abuelos equilibramos la cosa, pensaba—, pero vi que al sobrado le cambiaba la expresión. Por un instante muy corto, apenas dos segundos, se quedó quieto mirando al viejito como si de pronto pensara «aquí hay algo que no es lo que parece». Demudado el semblante, que dirían los clásicos. Después dio un paso atrás, sólo uno. No llegó a dar el segundo porque mi amigo, pegando un salto de fox terrier, se enganchó con el brazo derecho a su cuello y se fue con él al suelo, cuan largo era. Se dieron los dos al caer un hostión de campeonato y quedó mi amigo tal cual, trincado el otro por el gaznate, apretándoselo hasta que le faltó la respiración y se le puso la cara como una berenjena. Y lo más admirable fue que el viejito, mientras lo estrangulaba con la derecha, mantenía el puño izquierdo cerrado, listo para golpear, pero sin llegar a hacerlo. Para no dejarle señales en la cara. Evitando marcarlo por si la cosa terminaba en un hospital o comisaría. Viejos hábitos de profesional.
Lo soltó al fin, cuando el otro pataleaba sin aire; y tanto yo como los tres o cuatro transeúntes que se habían parado a mirar —nadie se atrevió a intervenir, y por suerte nadie sacó un teléfono móvil— vimos cómo el grandullón venido a menos se levantaba y cabizbajo, tambaleante, se alejaba remetiéndose la camisa en el pantalón. Mi amigo se levantó a su vez, sacudió la ropa y me miró impasible. Estaba muy serio, pero sus ojos reían. «Vamos a por una cerveza —dijo—, que este hijo de puta me ha secado la garganta».
Nos telefoneamos un par de días después, para comentar el incidente. Estaba en casa dolorido, me dijo, con una contractura en el hombro y el cuerpo hecho polvo del costalazo. «Ya no está uno para estos trotes», añadió riendo.
Y, bueno. Pues eso. Tengan cuidado con los viejitos.
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Publicado el 30 de junio de 2023 en XL Semanal.
¡Suciedad de sociedad! ¡Cómo ha cambiado todo! No todos los jóvenes son así, por supuesto. Pero antes, en el jurásico que dicen, en mis bienamados tiempos, había algo de lo que hoy se carece: respeto. Estábamos hechos de otra pasta, creo. Y había autoridad. No me refiero a la dictatorial (que algunos ya estarán pensando en agarrarse a ello como moscas en un festín carroñero), me refiero a la de siempre a la que existía desde las cavernas: la autoridad paterna y materna, la autoridad familiar, la autoridad de la edad y la autoridad del maestro y del profesor, del enseñante. Y la autoridad social (me refiero a la social, imbécil, no a la política).
Porque no sólo son las expresiones que aparecen en los putimedios y en putinet. Son las miradas y las actitudes de superioridad con las que regalan hoy en día a los mayores. Y algo peor: el desprecio. El desprecio ante una supuesta enfermedad, la vejez, de la que ellos están exentos. Sí, son jilipollas. Eso si que es una enfermedad sin cura.
Un chascar de dedos. Un chascar de dedos y, todos, todos, de repente un día tenemos veintitantos y, al siguiente, sin beberlo ni comerlo, nos encontramos con setenta. Y, al poco, nos estamos despidiendo ya… Quizás antes la educación, acompañada de autoridad y respeto, se encargaba de recordar esto a los jóvenes.
La juventud se acompaña de una absurda sensación de invulnerabilidad y una estúpida pulsión de eternidad, quizás siempre ha sido así. Pero con todo y con ello, hay consciencia e inteligencia y falta de ellas. No nos equivoquemos, no solo los políticos son los que carecen de estas virtudes en esta suciedad decadente. Quizás es que antes, a pesar de la juventud, admirábamos la experiencia y las vivencias de los más mayores. Hoy lo han aprendido todo a los veinte. Nada ni nadie les puede dar lecciones ni enseñar nada más. ¡El colmo de la estupidez!
Lleva usted, una vez más, razón don Arturo. Quizás jilipollas ha habido siempre a través del tiempo y de las épocas. Pero es evidente que hoy, este estado o configuración humana se ha institucionalizado.
Saludos de un viejuno y… con mucha honra y… asumido.
Si el amigo de Arturo Pérez-Reverte quería ir ‘a por una cerveza’, cabe suponer que su origen no está allende los mares. Tengo entendido que en Sudamérica van ‘por una cerveza’, hasta el punto de parecerles ridícula y vulgar esa extraña fórmula de los españoles. En fin, un detalle intrascendente si lo comparamos con el denso momento en el que una mirada bien dirigida ofrece precisa e inquietante información sobre con quién te estás jugando los cuartos, sobre todo si te lo confirman con una cruda y sincera expresión a bocajarro. De esas completamente exentas de ambigüedad. Quizás eso nos estén diciendo algunos escritores avisados sobre en qué consiste este negocio: detenerse a mirar y oír.
El que era presuntamente allende los mares no era el amigo, sino el irrespetuoso.
He sido, por poco tiempo, es verdad, pero he sido, auxiliar de enfermería. Me repateaba escuchar a auxiliares y enfermeras dirigirse a los ancianos de tú y con el «abuelo» o «abuela» en la boca. La misma satisfacción que usted debió sentir con la contestación de su amigo, la sentí yo el día que iba acompañando a una de mis colegas por aquél entonces y le dijo a un señor mayor que estaba esperando que le cambiaran las sábanas: «¡Abuelo!» (porque además se les habla como si estuvieran sordos). «¡Abuelo, incorpórese un poco, que vamos a cambiarle las sábanas!».
Ese hombre ni se inmutó, se incorporó al cabo de unos segudos, sin dejar de mirarla muy fijamente y le dijo:
«Discúlpeme, pero yo no soy ni su abuelo ni el abuelo de nadie de aquí. En todo caso, lo soy de mis nietos».
Momento vital de oro puro.
Mi padre, tiene 87 años y vive en una residencia de mayores. Le pone enfermo que los auxiliares le tuteen. Cuando lo hacen se dirige a ellos de usted y les echa una bronca que no veas
Es cierto que la gente de avanzada edad presenta similitudes con los niños (dependencia, incapacidad para realizar algunas tareas por sí mismos, debilidad física; a veces alteraciones en sus facultades mentales), pero esto justifica que se los «infantilice», que se los trate como niños.
Perdóneme sra. Decirle solamente que, en los mayores, la frecuencia de alreraciones en las facultades mentales no es mayor que en otras edades y, por supuesto no mayor que la existente en la clase política (demencias, esquizofrenias, psicopatías, etc.).
Ya quisieran muchos veinteañeros y treintañeras tener las facultades mentales de Edda Vitale o de Jurgen Habermas y otros muchos que ahora no me acuerdo.
Saludos.
Vivimos en un mundo que endiosa la juventud y la belleza física, donde las cirugías estéticas se practican cada vez a menor edad, ante el mínimo esbozo de una arruga… La vejez se oculta, se niega, se disimula, y cuando ya no es posible aparentar veinte lozanos años… al menos hay que demostrar que lo invertimos todo (tiempo, esfuerzo, dinero) en pos de recuperar la perdida juventud… Casi hay que disculparse por envejecer… – Presiento yo que esa gente que todo lo apuesta a la imagen…. transitará una vejez desprovista de sabiduría, autoestima, capacidad para disfrutar de un libro, de la instrospección y del placer de ser libre… Si la vejez ya de por sí es dura, para esta gente será un auténtico infierno.
A mi me reconcilia con el género humano leer sus artículos 🙂
En la vida como en otras cosas, lo importante no es como empiezas, si no como terminas, algunos estamos llegando, otros quizás no. Como siempre genial jefe.
Me recuerda una anecdota de un personaje de mi querida Santa Clara, Cuba: Juanon, le llamaban asi por su estatura y fortaleza. Ya entrado en años viajando en un omnibus local un joven formo una discucion con el. En la proxima parada del vehiculo Juanon se bajo y le dijo: » Bajate del omnibus para que veas a un viejito dando golpes». El otro tipo no se bajo.
Yo no sé a dónde vamos a ir a parar con esta vejez moderna. ¡Ya no hay respeto!
Ja,ja, ja ,y encima bajitos…
La vejez es un tema recurrente a cierta edad; también comienza la relación y comparación con los más jóvenes. Pareciera que la vida se nos pasó como el agua entre las manos, en un instante. Si, la experiencia acumulada puede servir de atenuante, pero hasta cierto punto, porque en mi opinión, a la mayoría de los jóvenes poco les interesa nuestra experiencia, porque son ellos los que están experimentando con lo «nuevo», que también inexorablemente se convertirá en lo viejo.
Pero surge entonces la pregunta: ¿cómo debemos lidiar con la vejez?.
En particular, he encontrado algunas cosas que me han permitido superar muchos problemas, escribir fue una de ellas, esto me abrió un abanico de posibilidades nuevas; después, dibujar, y por último, realizar trabajos para mi hogar, carpintería, albañilería, electricidad, pintura, fontanería; tonterías, algunas más complejas que otras, que mi señora y mis hijos me critica, porque soy desprolijo… pero reto a cualquier que me diga con certeza, que es ser desprolijo, y que significa ser prolijo, en fin, esto es otro tema; o tal vez no, y entonces, un día, debemos decidir cómo nos conviene envejecer; si prolijamente o en forma desprolija.
Cordial saludo amigos.
Su amigo cumplió la fantasía de más de uno (o una). ¡Bravo!
En mi vida nunca me he sentido discriminada por ser mujer, hasta que llegó la vejez y los tiernos pijitos de un partido político, ya liquidado, quisieron hacerlo.
Me defendí con armas de mujer y, después de ganar el debate, los mandé a freír espárragos.
Muy bien por su amigo aunque haya sufrido un pequeño percance, y por su disposición a entrar en combate si hubiera habido lugar. Hurra!
En los últimos tiempos pienso mucho en la vejez, y la verdad es que de alguna manera me apetece llegar rápido. Con salud claro está, pero pienso que tal vez en la madurez llegue de verdad a conseguir ser más feliz de lo que soy ahora. Que me resbalen más determinadas cosas, sufrir menos por tonterías, dejar de buscar aprobación de terceros, juzgar menos… tengo 54 y todavía no lo consigo
Vamos por caminos parecidos.
Valor y paciencia, pero no infinita.
El respeto por nuestros mayores, que muchos de ellos en vida ayudaron a la nuestra.
Habrá que volver al método de los golpes, si los imbéciles no quieren entender con buenas razones.
“Me atreveré a decirle que no pienso tanto en la vejez. Nunca creí que la edad fuera un criterio. No me sentía particularmente joven hace cincuenta años (cuando tenía veinte, me gustaba mucho la compañía de gente mayor), y no me siento vieja hoy. Mi edad cambia y siempre ha cambiado de hora en hora. En los momentos de cansancio tengo diez siglos; en los momentos de trabajo, cuarenta años; en el jardín, con el perro, tengo la impresión de tener cuatro años.”
Marguerite Yourcenar (de una carta a Jeanne Carayon.)
Acerca de la vejez… Guy de Maupassant ha escrito este excelente relato: https://ciudadseva.com/texto/enfermos-y-medicos/
No hay frase más cruel que la machista pero glosada por mujeres de «se te va a pasar el arroz». Habla también de la vejez, de la senectud corporal, de la impiedad, de lo que la sociedad en general espera de ti; pero habla también, si te lo tomas en plan subversivo, de rebelión, de hacer con tu vida lo que te da la real gana, de poner coto a cosas que se dan por hechas y no lo son, como decidir que no quieres traer a más esclavos a este mundo cabrón, por muy bonito que parezca o te lo hayan querido vender así.
Tal vez el truco para resistir esta frase y, en general, a lo peyorativo socialmente de la progresiva caducidad humana, sea utilizar el método Eastwood : no dejar al viejo -ni a la vieja- entrar. Y que nadie te diga lo que puedes o no puedes hacer a una edad cronológica, cuando tu edad mental es aún la de escuchar a los Beach Boys e irte a la playa a surfear porque, a pesar de los huesos y de los riesgos, te apetece y lo deseas. Vive y sé libre de sacar a pasear tu experiencia, como creo que decía una canción de Serrat. Hoy, y no el pasado, puede seguir siendo un gran día.
No hay mejor ejemplo del arroz pasado que la Tami Alcón. No es la mía una expresión machista sino vengativa. La venganza por el bombardeo, por la multipublicitación y por la machaconería de esta cocinera con título nobiliario o quizás mobiliario. Una de las buenas cosas de la Revolución Francesa y de la constitición de Usa es que terminaron con estas titulaciones decadentes y medievales, impropias del XXI.
Bueno, pero todo esto no deja de ser un arte. El arte de cocinar un arroz pasado como gran negocio mediático. No me siento cooperativamente culpable. ¡Pagan los suscriptores del Hello!
Madre, hija, habrá nietos… todos viviendo de lo mismo. Ningún médico, arquitecto, ingeniero en la familia.
Pero se abren apuestas: ¿cuando el divorcio publicitado, multianunciado y cobrado a peso de diamantes? ¿Un año, dos, cinco? Yo, en concreto, apuesto por dos años. Pero solo me apuesto un café ya que todo depende de cómo esté el mercado inflaccionario y especulativo mediático.
¡Que empujón de entusiamo arrancar la mañana leyendo este texto! Varias veces en las redes me mandaron «a regar las plantas Señora». ¡Gracias Arturo!
Yo creo que el del abrazo mortal al chuleta era el mismísimo narrador. Ventajas de los escritores, eso de narrar desde el punto de vista de narrador-testigo una escena autobiográfica. Hace bien Reverte. En primera persona no habría quedado «elegante» y a don Arturo a elegancia al mismo tiempo que «echaopalante» no hay quien le gane. Para eso se ha currado algunas guerras.
El amigo septuagenario en su arriesgada respuesta con enorme carga de adrenalina, pudo haberse roto los huesos si ajustaba en demasía el cogote del buey, o incluso, con la caída al suelo.
Sin embargo merece un aplauso por su coraje y valentía, que son dones escasos ya, en estos días.
Impagable como tantas otras veces Dn. Arturo!
La discriminación, producto de la soberbia y la prepotencia es un mal de toda la vida y todas las latitudes. Este cáncer social desgraciadamente en ascenso produce escenas como la descrita. Hace algunos años, yo también ya soy viejo y abuelo a mucho orgullo, frente al Hotel Palace en la ciudad México presencie esta escena: Un par de estúpidos se encontraron con una indígena, «Marias» les llama acá, y sin más uno de ellos la abrazó y se puso a bailar con ella, mientras su compañero se destornillaba de la risa y la pobre mujer reflejaba en su rostro la angustia y la impotencia. Los transeúntes, sonreían.
Los cabrones también envejecen, y la experiencia es un grado. No obstante, y más allá de dar con un tipo realmente duro que te ajuste las medidas, es lamentable que nos encontremos en una sociedad donde tan pronto se amilana a un jubilado como se clama por las «microagresiones» contra no sé qué demonios de colectivo. Los hombres bien educados no agreden a quienes deben respetar, y nunca permiten que se les falte al respeto. Cuánto hemos perdido.